sábado, 14 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VAPOR DA VIDA




Querida Mariana: el otro día estuve en la pequeña plaza que está junto al templo de El Calvario. Acompañé a un grupo de fotógrafos comitecos que prepara un libro, auspiciado por el actual Ayuntamiento. Mientras Fredy colocaba una cámara con lente de ojo de pescado sobre un soporte, don César salió. Salió de la Tintorería Modelo. En ese momento advertí que el tiempo es eterno, inmodificable. Los chunches y las personas son quienes adquieren un tinte sepia conforme pasa el tiempo. ¿Pasa el tiempo? ¿Pasa a nuestro lado o es como Sofía dice, que los años no pasan sino se quedan en nosotros?
Cuando miré a don César (dueño actual de la tintorería), con una playera que le dejaba los brazos desnudos, miré el Comitán de mis años niños. Cuando platiqué con él me dijo: “Yo te conocí chiquitío. Yo le arreglaba la ropa a tu papá”. Sí, dijo mi mamá cuando le platiqué que había encontrado a don César. Sí, dijo ella, tu papá llevaba sus trajes a esa tintorería.
Miré el Comitán de mis años niños porque, tal vez (ahora lo pienso), acompañaba a mi papá a recoger los trajes. Porque en ese tiempo, dice don César Tovar, todos los señores vestían de traje y de sombrero. Mis años niños estuvieron vestidos de dignidad.
Ya te conté que en mi juventud usé el cabello largo, como la mayoría de mi generación. Los adultos pusieron el grito en el cielo. ¿Qué le pasaba a esa juventud que tenía melenas como si fuese parte de un grupo incivilizado de la Selva? Los peluqueros casi casi se quedaron sin chamba porque los jóvenes no nos acercábamos a sus locales. Algo similar ocurrió con los tintoreros. Un día, a alguien se le ocurrió inventar una tela llamada terlenka que era, por así decirlo, de planchado permanente. Fue una tela tan exitosa que los jóvenes de mi generación mandamos hacer nuestros trajes con esa tela que no necesitaba los oficios de los tintoreros. Ahora con la mezclilla, la tintorería es un oficio lejano a sus días de gloria. Uno manda a limpiar trajes cada muerto de un obispo o cada vez que un amigo pide a un compa que le bautice el chico (sin albur).
Daniel me hizo una entrevista el otro día y entre el bonche de preguntas asomó una que llamó mi atención: ¿qué personajes han definido tu vida? No dudé un instante y respondí: ¡todos! Todos los que han tenido contacto conmigo me han marcado. Entonces, como si fuese un juego de póker, extendí un ramillete de cartas influyentes para bien: mi papá, mi mamá, mis abuelos, mis amigos, tíos, primos (¡y primas, sobre todo una de ellas, la niña con la que jugaba escondidas!), las niñas de quienes me he enamorado, los que me han echado lodo, Cortázar, Dios, Woody Allen, Mario “El Mocoso”, Paty y mis hijos. Pero supe que eran más: la sirvienta de mi casa, los empleados que tuvo mi papá y, también, todos aquellos personajes comitecos que miraba desde la calle mientras caminaba. Entre éstos aparece don César, tal vez porque en una o dos ocasiones, de la mano de mi papá, lo vi bajar la plancha de vapor sobre algún pantalón o saco. De igual manera recuerdo a doña Sara, quien tuvo la primera tintorería de este pueblo (Tintorería “Cuauhtémoc”). ¿De qué pueblo vino doña Sara? ¿Por qué se le ocurrió -a una mujer- abrir un negocio tan raro en ese tiempo? Marianita de viento, es tan raro el negocio que, en la actualidad, en Las Margaritas, Comalapa, La Trinitaria y demás puntos circunvecinos ¡no hay tintorerías! Los zapalutecos que visten de traje traen sus prendas a las tintorerías de nuestro pueblo, muchos lo hacen en la tintorería de don César.
Doña Sara fue todo un personaje. Tenía dos perros color miel, con orejas grandes, siempre gachas, con la mirada triste que tienen todos los perros. Además doña Sara era como un personaje maravilloso de este circo que es la vida, porque, sobre los labios, tenía un bozo que obligó a que este pueblo la llamara Sara Bigotes. Yo, cuando la sirvienta nos servía pastelitos de manjar y chocolate en la cena, acercaba mi boca a la taza, me llenaba de espuma, levantaba la cara y decía: “Soy doña Sara”, mi papá movía negativamente la cabeza, pero sonreía, lo mismo hacía mi mamá. Yo reía, reía mucho.
Por esto, mientras Fredy tomaba la fotografía para incluirla en el libro que se llama “Comitán de mis amores” yo sonreí al encontrarme con don César, porque fue como si en él estuviera concentrado todo ese tiempo de mi niñez. Me vi entonces caminando cogido de la mano de mi papá y me sentí feliz. Supe que ese viento que movía el cabello de Liliana (quien posaba para la foto), traía el aire de la vida, la gentileza de mi papá, las hojas secas de mi infancia. Sonreí.
Don César me permitió entrar a la galera donde está la maquinaria (maquinaria americana que compró don Arnulfo Cordero). Ahí está la caldera que produce el vapor. Dios mío, Marianita, entrar a esa galera fue como viajar a la Inglaterra de la Revolución Industrial; fue como recordar el libro de Historia Universal (¡universal, qué soberbia nuestra educación!) que contaba el prodigio de cuando el hombre inventó la máquina de vapor y ésta movía los trenes que subían y bajaban por las montañas de todo el mundo. ¿Qué hace el vapor, don César? ¿Cómo este calorcito hace que los pantalones tengan la raya bien marcada? ¿Cómo, don César, el vapor ha marcado la raya de su vida durante cincuenta y un años? Oficio raro el de tintorero, Marianita de mi corazón.
¿Te acordás de la película que vimos el otro día: “La vida secreta de las palabras”? ¿La que habla del hombre que se accidenta en su lugar de trabajo, una plataforma marina donde extraen petróleo? ¿Te acordás que te dije que nunca elegiría esa chamba porque el mar me produce un desasosiego que llega a la asfixia? Nunca podría vivir en una isla artificial tan breve. Luego de ver la película hablamos de los oficios raros, de esos oficios que no son comunes. Oficio común es el de la secretaria, el de taxista y el de mesero; un oficio raro es el del hombre que, todas las tardes, prende los faros que guían a los marinos; un oficio raro es el del hombre que, con el vapor, alisa la tela de los trajes de vestir. Es un oficio raro porque es un oficio que viene de otros siglos, de cuando los barcos eran movidos por el vapor; de cuando don César usaba el gas nafta para producir las nubes en la caldera. Las tintorerías modernas ¿que energía emplean? ¿Cuánto vale ahora el planchado de un traje? Hubo un tiempo en que don César cobró ocho pesos para arreglar un traje completo. ¡Ocho pesos! Dios mío, ahora con ocho pesos no compró ni un “halls” de menta.
La casa en donde está la tintorería es una casa de dos corredores, con pilares de madera y patio generoso donde se descuelga el sol. Pero, el cuarto donde él tiene la ropa lista es más bien oscuro. Al fondo del cuarto hay un espejo que está para aparentar que es más grande. Un letrero, breve como la plaza de El Calvario, dice: “En este lugar sólo quedamos los chingones. Los pendejos están jubilados o se encuentran de vacaciones”. En una repisa del fondo hay una botella de güisqui ya comenzada. Don César tiene setenta años. Se ve bien. Quiero preguntarle si, de vez en vez, se mete un tutanazo de güisqui para agarrar calor, pero me abstengo. Tal vez el calor que lo mantiene “bien hacha” viene de ese vapor que aparece cuando el agua hierve y mueve émbolos y mueve conciencias y mueve espíritus.
El cuarto donde tiene la ropa es más bien oscuro. Don César sólo sale al sol cuando cruza el patio para ir a la galera donde está la maquinaria. En la galera permanece de pie, su oficio se lo exige; en el cuarto de la ropa lista tiene un butaque, con cuero de saber qué animal. En este butaque me senté y cuando lo hice pensé que, tal vez, este mismo asiento estaba cuando yo, de niño, llegaba con mi papá. El cuero del butaque está gastado. Don César no se ve gastado, su rostro tiene una ligera niebla, pero debe ser como esa niebla que cubría al Londres de principios del siglo XIX.
¿Cómo llegó a Comitán la maquinaria que compró don Arnulfo Cordero? La plancha tiene la marca Hoffman (marca que suena a Alemana), pero la caldera tiene una marca americana. La alemana, sin duda, viajó en barco para llegar a América. ¿La maquinaria llegó a Comitán sobre los lomos de un patache de mulas? Tal vez, tal vez. Don César sonríe cuando le digo que me da gusto volver a verlo. Pienso que el letrero tiene razón: sólo los chingones están ahí. Los pendejos ya se jubilaron. Los chingones son todos los fantasmas que él cuida, él, el chingón mayor.

Posdata: los hombres, mi niña bonita, estamos hechos de todo lo que nos toca durante la vida. Por esto, nuestro Presidente Municipal actual, José Antonio Aguilar Meza, mandó hacer un libro de lujo con imágenes de Comitán. Pidió a fotógrafos de este pueblo tomaran las fotografías que sinteticen, hasta donde esto es posible, el espíritu que ha tocado este pueblo.
Dicen que estos tiempos son tiempos de imágenes, que vivimos en el siglo de la imagen. Bueno, parece que esto siempre ha sido así. El hombre, a cada instante, no hace otra cosa que procesar imágenes. Cuando vi a don César, parado en la puerta de la casa donde está la tintorería lo único que hice fue tomar esa imagen, procesarla, embarrarla en mi corazón y, luego, compararla con el titipuchal de imágenes que conserva mi memoria. Por esto fue que la imagen actual de don César, como si fuese una lluvia de estrellas, unió los demás planetas que circundan mi universo. Ahí, junto a don César, apareció la imagen de mi papá, la del cine Comitán, la de la cantina de tío Tavo, la del Club de Leones, la de la tienda de doña Angelita (donde compré un cohetito que, al caer, tronaba fulminantes); con don César apareció el sonido de las campanas de El Calvario y, fue irremediable, apareció también la imagen de Rosario Castellanos niña, que vivió en el barrio, a media cuadra apenas de donde don César tiene su tintorería.
Muy pronto, los lectores de Comitán tendrán en sus manos el libro de fotografías. En las páginas finales del libro hay un apartado que dedican especialmente a imágenes del siglo pasado. Todas están en color sepia. Parece que el color de la nostalgia va del blanco y negro al sepia. Algún día lo que hoy es color también tomará ese color que adquieren todos los chunches y personas que un día “nos tocaron”. Tal vez por esto a don César no lo vi en tecnicolor, lo vi rodeado de una ligera niebla luminosa, la misma niebla luminosa que tiene el amanecer de este pueblo cuando el sol toca la orilla de mi corazón.
Los hombres estamos hechos de todo aquello que toca nuestra vida: calles, casas, patios, lagos, bosques, pájaros, perros, gatos y, sobre todo, corazones. Estoy hecho de todos los personajes que me han tocado. Ahora estoy tocado por vos, soy un poco lo que vos sos y vos sos un poco lo que yo soy. Soy Comitán, soy universo, soy Dios. Igual que vos, niña amada.