sábado, 28 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ COLGADA EN EL HORIZONTE




Querida Mariana: “…tan llenos de paisajes interiores”. No recuerdo en dónde pepené este fragmento literario, pero ahora asomó en mi memoria. Estoy en casa, son las cuatro y media de la mañana, tomo un té de limón y escucho las canciones que interpreta doña Carmelita, mientras le doy con fe y corazón al teclado de la computadora.
Mi vida -como la de todos- está llena de paisajes interiores. Yo (que la mayor parte del tiempo permanezco adentro de mis muros, muros que tienen pedazos de vidrios en la parte alta, para que no trepen los extraños) estoy lleno de lo de afuera: de ruidos e imágenes; estoy lleno de los ruidos del mercado, de las calles por el barrio de San Sebastián, de los patios, de las plazas, de las discotecas (hubo una que se llamó Tzizquirín en el ya extinto Hotel Robert’s), de los estadios, de los templos y de las imágenes que me marcaron de niño y de adolescente.
Si alguien, en este instante, husmeara a través de la ventana diría que estoy solo. Diría: es apenas un hombre que escribe frente a una computadora, con la luz tenue de una lámpara, pobre ¡qué solo! Pero ¡no!, no estoy solo. Como soy hijo único aprendí desde pequeño a vivir acompañado en medio de mi aparente soledad. Siempre, querida mía, ando acompañado por mil paisajes interiores. Por ahora escucho la voz de doña Carmelita, interpreta: “Presentimiento”. Un día me dijo que la letra de esta canción es su vida. Y es que ella, como medio mundo, más bien, como todo mundo, también está llena de paisajes interiores.
Cuando ella me dijo lo que me dijo, de inmediato fui a escuchar la canción. Sí, sí, pensé, la he oído con anterioridad. “…antes de conocerte te adiviné…el día que cruzaste por mi camino…”, dicen algunos versos de Guty Cárdenas, el enormísimo autor yucateco.
En este instante, mientras doña Carmelita interpreta “Qué bonito amor” y el gato afila sus uñas en el tapiz del sillón, no resisto la duda y entro al Internet a buscar la cita con la que inicié esta carta. ¿Quién escribió eso de los paisajes interiores? ¡Ya, ya, por supuesto, doña Elena Poniatowska! La escribió en el texto “El recado”. Me sorprendo al recordarlo (yo que tengo una memoria de alcantarilla); me sorprendo al darme cuenta, ya casi a las cinco de la mañana, que muchos hilos, a pesar de todo, siguen enredando mi espíritu. Algunos hilos son tormentosos y a pesar de su delgadez son tan resistentes; otros, por el contrario, son hilos luminosos. Dentro de estos últimos está el hilo que doña Carmelita enredó hace años en mi corazón.
Quique ha dicho que las mamás de los amigos son, también, nuestras mamás. Todos los que hemos tenido amigos con madres sabemos que eso es cierto. Doña Carmelita, mamá de mi amigo Jorge, ha sido, para la palomilla, nuestra madre. A pesar de que ya somos viejos, ellas (nuestras mamás) siguen pendientes de nosotros y también las mamás muertas, como ángeles protectores, nos bendicen desde las alturas de quién sabe qué misterio.
¿Cómo conocí a Jorge y cómo nos hicimos amigos? No sé responder bien a bien a esto. Así como no sé responder por qué vos y yo somos lo que somos. ¿En qué momento el destino hizo la feliz travesura de enredar nuestros caminos? Algunos no logran ver lo que doña Carmelita sí ve con claridad: existe ¡un presentimiento! Las madres llevan esta señal pegada en el lado derecho del corazón.
Todos estamos “tan llenos de paisajes interiores” y cada uno de esos paisajes está lleno de música. A veces es una música estruendosa, que suena a ensordecedora cohetería; a veces es apenas una línea de agua, como esa que cae desde las gárgolas cuando la lluvia cesa. Nuestros paisajes interiores jamás están en silencio, aún en las épocas más aciagas siempre existe el frotar de unas alas de luciérnagas o el murmullo intenso de un grillo. Tal vez el mismo grillo que ahora anda detrás de la puerta y hace que el gato comience a rascar esa esquina con su manita.
¡Claro, los paisajes cambian conforme cambia la edad! ¿Conforme la edad avanza, la música interior se hace más sosegada? ¡Mentira, mentira! (a propósito, este título es la canción favorita de don Jorge, esposo de doña Carmelita). Mentira, hay gente que, a pesar de la edad, no varía el ritmo. Es gente que sabe que la vida sólo tiene un ritmo: ¡el de la propia vida! Y la vida, ya lo sabemos, querida mía, es tumultuosa, siempre es como una avalancha, como un remolino intenso que no da tregua. No da tregua porque la característica más importante de la vida es precisamente el movimiento. Ahora mismo, en esta aparente tranquilidad de las cinco y media de la mañana advierto que todo es como una terminal del Metro a hora pico, en la ciudad de México. Hay un rumor que viene detrás de un radio antiguo, debe ser una convención de arañas revueltas con cucarachas y zancudos. Además, no sé si a vos te ha sucedido, hay un momento de la madrugada en que los chunches hacen ruidos extraños. Los objetos están sobre la mesa y, como gatos invisibles, se estiran y les truenan los huesos. Hoy, esta madrugada, he estirado los huesos del alma y he descubierto que estoy lleno de paisajes interiores, que han colocado todas las madres de mis amigos, que han sido como mis madres.
Por esto, al escuchar el disco que, con su voz, grabó doña Carmelita, a mi memoria han acudido las voces de Dolores Pradera y la de Chabela Vargas. En los años setenta, Rodolfo ponía el casete de Dolores y todos, menos Roge, disfrutábamos sus canciones. Claro, para que la voz de Dolores sonara mejor, nosotros (habitantes del departamento 521, de Avenida Cuauhtémoc, en la ciudad de México) tomábamos unos tragos. Conforme el licor quemaba amigablemente nuestras gargantas y se instalaba en nuestras panzas como un generoso lago de lava ardiente la música se hacía más intensa, más aliada de nuestros gritos y de nuestras lágrimas. Llegaba un instante en que la voz de Dolores era como la mano que tocaba las cuerdas de nuestra arpa y nos quebrábamos como se quiebran las ramas más débiles al paso de un huracán y nuestras caras se llenaban de llanto y extrañábamos mucho nuestro pueblo, nuestras casas, nuestros amores y nuestros padres. Y entonces no sabíamos qué chingados estábamos haciendo en esa inmensa ciudad tan lejos de la nuestra. Había un instante en que deseábamos mandar a volar todo y, a esa misma hora, trepar al autobús de la Colón para volver a lo que era nuestro hogar; pero un instante después otra canción de Dolores nos quitaba los ídems y nos hacía gritar el clásico grito de los bolos y entonces todo retomaba su cara de fiesta libertaria y botábamos lo que había oprimido nuestro corazón y le hacíamos coro a la Dolores y -sin conocerlo- imitábamos a Joaquín Sabina, con el cigarro en la mano izquierda y el vaso de ron en la derecha. Así amanecíamos. Casi a la misma hora en que escribo esta carta, bebiendo té de limón, en la ciudad de México bebíamos los últimos destellos de la madrugada y botábamos la nostalgia al basurero.
En este momento, Quique, Jorge y los demás, con su cara de “seguísiendoelmismobuey”, dirían que esta canción, “Yo sé que nunca”, se debe acompañar con un tequilita, cuando menos. Porque la voz de doña Carmelita viene del mismo río de Chabela Vargas y de la Dolores. Viene de ahí porque su voz está muy lejos de las orillas jodidas de las Paulinas Rubios y de las Alejandras Guzmanes. La voz de doña Carmelita tiene el trémolo de las intérpretes. A medida que escucho su disco me acomodo en el sillón, cruzo la pierna, cierro los ojos y sueño, sueño el mismo sueño que soñó ella al grabarlo. ¡Lo disfruto! Lo disfruto porque es un disco dedicado a sus hijos; no es, ni por asomo, un disco para venta en “Mixup”, ¡no! Este disco, así lo dice el cuadernillo interior, está dedicado a sus hijos. Doña Carmelita escribió: “La vida se alimenta de recuerdos y para disfrutarlos hay que volverlos a vivir. Con cariño para mis hijos les dedico este disco: Jorge Antonio, María del Carmen, Beatriz, Silvia, Flor de María y Gabriela”. En estas líneas descubro la esencia que también escribió la Pony: estamos llenos de paisajes interiores y para disfrutarlos hay que volverlos a vivir, con tal intensidad como si nunca hubiesen sucedido. Como si éste fuese el primer momento en que sus amigos entramos a la casa de Jorge, que entramos por la bodega que huele a thiner y a pintura, que nos sentamos en la sala y su hermana Silvia pone el disco de Barry White y Miguel, Javier, Jorge y yo, en la mesa del comedor con doce sillas, comenzamos a hacer la lámina para la clase de “Presupuestos II”, materia que nos da el arquitecto Roberto Zúñiga. Mientras Miguel traza y Jorge corta papel cascarón, Javier dice que mañana sábado habrá box en la tele. Jorge dice: “los espero acá en la casa”. No había necesidad de que lo dijera, sabemos que es como una manda. Todos los sábados llegamos a su casa y ahí, en la sala de televisión vemos el box, de diez a doce de la noche (siempre acompañamos la función con un bonche de cervezas Tecate, en bote). A las doce, con la emoción en nuestros bolsillos, ya medio bolencones, salimos, nos despedimos y cada uno va a su casa. Caminamos. Nos subimos el cuello de las chamarras. Hace un vientecillo fresco. Llegamos a casa, tranquilamente. ¡Eran otros tiempos!, dirá cualquiera. Yo no acepto esto. ¡Son estos tiempos, los mismos tiempos, los tiempos de siempre! Estos tiempos donde, como ayer, escucho la voz de doña Carmelita, con ese trémolo intenso que tienen los verdaderos intérpretes. Es como si estuviera, de nuevo, en la sala de la casa de Jorge y doña Carmelita se parara al lado de la consola, quitara el disco de Barry y pusiera una pista para cantar “Qué bonito amor, qué bonito cielo, qué bonita luna, qué bonito sol…” y nosotros, los amigos de Jorge, tomáramos cerveza (ahora Heineken).

Posdata: querida Mariana, un día te invitaré a que escuchés el disco de doña Carmelita; te invitaré a que te sentés a oír uno de los gajos más hermosos de este árbol intenso que se llama vida. Y ya encarrerado, tal vez te sirva un té de limón haciéndote creer que es tequila y vos y yo brindemos por el “presentimiento” que ahoga el corazón y que no es más que la señal que Dios nos pone en el camino para no andar de tumbo en tumbo. Ahora te mando mi cariño, ahora que el gato se para frente a la puerta y maúlla. Así me indica que ya quiere salir al patio, al patio pequeño de esta casa que está sembrada en el corazón de Comitán y desde donde te escribo y desde donde, solo, escucho el disco de doña Carmelita. Ya me voy a bañar para ir a la chamba, ya son las seis.