lunes, 29 de julio de 2013



ALZAR LA PIERNA

Un edificio de tres o cuatro plantas, con antenas parabólicas. Al lado, una casa con techo de teja y tabanco; asimismo, al lado de una cortina metálica, una puerta de madera, tradicional. Esto no es más que la convivencia en este tiempo de otros tiempos. Por fortuna, el cemento y las estructuras de aluminio no han logrado erradicar a las vigas de madera y a las paredes maestras. En Comitán, diversos estilos arquitectónicos, se dan chance de convivir. De igual manera, viejas maneras de transportarse siguen vigentes. El tipo de camioneta que se ve en esta imagen es el transporte que da servicio de las comunidades rurales cercanas a la ciudad. Son camionetas que dan servicio, por ejemplo, de Los Riegos a Comitán. Es la gente de Los Riegos la que viaja, desde temprano, por todos los motivos habidos y por haber: visita médica, venta de huevos y gallinas de rancho, compra de fertilizante, venta de flores, ida a la Central de Abasto, compra de la “mudada” para estrenar en la feria, ir a la Plaza Las Flores o compra de refacción para la bicicleta.
El local de la cortina metálica es una carpintería, el local de la puerta de madera es una talabartería. Ambos son oficios tradicionales en una calle tradicional (bajada a San Sebastián). De igual manera, la forma en que viajan estas mujeres y hombres es tradicional.
El “natural” de esta camioneta era tener una góndola abierta al aire libre, pero ¿y la lluvia? ¿Y el viento? ¿Y el sol? Las camionetas que son utilizadas para transporte público (¡sic!) cambian de vocación. Les colocan un plástico para que sus viajantes se resguarden de las inclemencias. Esto hace que la góndola se convierta en un ligero horno. El calor se concentra, pero todo se olvida cuando el pasajero ve que el cielo toma otra tonalidad. ¿Ya vieron la belleza de “cielo”? A pesar de que el plástico es grueso, el sol logra filtrarse y provoca una pantalla donde las sombras juegan a las escondidas.
La estructura metálica que soporta el cielo de plástico tiene una parrilla en la parte superior. La parrilla sirve para llevar las cosas. Ya dije que la gente de Los Riegos trae guajolotes, huevos de rancho, verduras, hatos de flores y mil chunches más. Luego regresan bolsas de plástico con ropa nueva, medicinas, devedés piratas y doscientos treinta y dos chucherías más. Para eso está la canastilla que tiene un espacio abierto para colocarse.
¿Cómo suben las personas? Es necesario emplear cierta destreza. La mujer (es simpático, pero siempre he visto más mujeres que hombres en este tipo de transporte, desde alumnas de bachillerato hasta señoras que van a la Central de Abasto) debe subir un pie (el derecho de preferencia sobre el primer peldaño, en el espacio reservado para la placa (que en este caso sigue “reservado”). Luego, en movimiento similar al que realiza un trapecista, debe colocar el pie izquierdo sobre el siguiente peldaño. A continuación viene el momento sublime: debe abrir la pierna derecha en ángulo superior a los noventa grados y salvar la altura de la tapa (cuando la mujer lleva falda, el movimiento exige una mano que detiene la falda sobre el muslo, para que los peatones no miren de más). Una vez salvado el obstáculo, la viajera se sienta en los asientos laterales, que no son más que dos tablones de madera empotrados en los extremos de la góndola. Ahí, la mujer sonríe tantito, a la mujer que lleva al frente y mira hacia abajo. A partir de ahí, todo será un juego interminable de miradas. La muchacha que le toca estar sentada al lado de la tapa debe estar acostumbrada a mirar a la banqueta. Si comete el error de mirar hacia atrás se topará, irremediablemente, con el chofer del auto que va detrás y esto es una posición muy incómoda, porque el chofer tiene la ventaja de estar aferrado al volante y esto le provoca algo como una ligera soberbia. La muchacha se “chivea”.
Quienes viajan de esta manera saben que no hay posición más incómoda que estar de frente con el otro. Algo nos enfrenta, algo nos dice que no nos gusta que nos vean como espejo. Por esto, la mayoría de transportes públicos usa el sistema de asientos de fila. En este caso, a lo más que nos enfrentamos es a tener un compañero al lado, pero siempre miramos de frente. En estas camionetitas cuesta trabajo mirar de frente.

sábado, 27 de julio de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL CANDADO ES LA EMOCIÓN DE LA LLAVE





Querida Mariana: el tío Epigmenio dice que la llave es el mayor invento de la humanidad. Vos sabés que el tío es ojito alegre y en cuanto le presentan a una muchacha bonita pregunta, coqueto: “¿me regalás la llave de tu corazoncito?”. ¿Por qué la llave, tío?, le pregunté un día. “¡Ah, porque es el objeto más inútil y el más útil!”. Y entonces me explicó que la llave sin candado o sin cerradura para nada sirve. En cambio, ¡qué necesaria es para abrir el candado!
No sé vos, querida mía, pero yo, en el llavero, llevo una bola de llaves inútiles. Ya no recuerdo qué abren (¿abren la cerradura de tu corazoncito? ¡Ah, qué mamila me estoy viendo! Bueno, soy sobrino de tío Epi).
Vos sos muy joven y no has de recordar que una vez hubo una campaña para hacer una estatua de bronce del Papa en turno. La campaña solicitó llevar llaves, de esas inútiles. Por esto, cuando la tía Eufrosia (esposa del tío Epi) buscaba una llave extraviada, el tío le decía: “Ah, andá a buscarla entre la sotana de Juan Pablo II”.
En parte, el tío tiene razón. Una llave es un objeto maravilloso. Aunque ya no por mucho tiempo. Las llaves han sido indispensables durante muchos siglos. Mirá las llaves hermosas que se usaban en tiempo de tu abuelita, acá en Comitán. Dicen que las sirvientas llevaban la gran llave en la mano, les servía para abrir la puerta y para meterle un llavazo al taxista que siempre quería propasarse con ellas. Es que antes, no era como ahora. En los años setenta, los taxistas no andaban vuelta y vuelta en las calles, buscando pasaje. Había un Sitio (sólo uno), frente al parque central. El compa que necesitaba un taxi iba al Sitio y lo abordaba. Te parecerá chiste, pero un compa de La Pila caminaba hasta el centro para subir al taxi y decirle: “llevemesté a San Sebastián” (pucha, caminaba más de lo que iba en carro). Como la clientela era escasa, los taxistas pasaban el tiempo esperando a los clientes y se dedicaban a joder a las sirvientas: les aventaban piropos, les decían: “te cargo la canasta, si querés, hasta el fin del mundo”. Bueno, dijo una vez una sirvienta, y le pasó al taxista la canasta llena de tzolitos, frijol, naranjas, cilantro, chicharrón de hebra (envuelto en papel estraza, ya lleno de grasa) y tres elotes bien granados. El taxista pensó que ya había pegado su chicle. “¿Cómo te llamás, pues, bonitía?”, preguntó y la sirvienta nada dijo, echó la carrera. El taxista se descontroló y comenzó a correr detrás de ella, cargando la canasta y no se hubiera parado si un compañero no le grita: “¡No seás pendejo, dejá la canasta!”. El taxista reaccionó y dejó la canasta en la banqueta. La sirvienta desde la esquina, acezando, miró la escena, se rió, con el mismo gusto con que todos los demás taxistas lo hicieron, y regresó por la canasta. Cuentan que la sirvienta, días después, pasó por el Sitio y encaró al galán: “¿No me quiere’sté llevar mi canasta?”. Todos los compas se columpiaron de la risa. “Ah, ¡salí de acá!”, dijo el taxista y la muchacha caminó como si fuese la Reina de Inglaterra.
Digo que las llaves, en el futuro cercano ¡ya no serán lo que han sido durante siglos! El otro día miré un documental en la televisión. Las cerraduras de las puertas ya no se abren con llaves. Las puertas tienen un dispositivo electrónico que reconoce el iris del ojo. Si los propietarios de la casa se paran frente a la puerta, ésta se abre de inmediato y, de manera automática, se cierra en cuanto entran a la casa. ¡Esto es una proeza de la ciencia! Los hombres de los próximos años ya no cargarán llaves en las bolsas del pantalón. Las mujeres no tienen este problema porque el llavero lo llevan en un bolso de marca Louis Vuitton (de esos que usaba la paisana Elba Esther). Pero, ¿los hombres? Los hombres, Dios mío, siempre tienen hoyos en las bolsas del pantalón por el rimero de llaves que cargan.
Los papás de una amiga no le dan llave de su casa porque ¡siempre la pierde! Su mamá siempre le recrimina que pierde todo, ¡todo! “Seguro que ya perdiste también tu virginidad”, remata la mamá. Mi amiga (muchacha bonita de diecisiete años) sonríe con una sonrisa que no se sabe si dice: “¡Ay, mamá, qué cosas se te ocurren!” o “¡Uh, desde cuando!”.
De acuerdo con lo que dice el tío, las llaves son los objetos que más duele extraviar, además, dice, la llave es uno de los objetos que más se extravía. Si se pierde un celular, su propietario lo lamenta, pero el mundo no se cae sin celular. Es un engorro porque luego debe uno integrar el directorio de nuevo, pero de ahí no pasa la cosa. Pero, ¿si se pierde la llave del departamento? ¿Qué hacer? El tío Epi me contó que un sobrino suyo (que no era mi primo, porque era su sobrino del lado materno y yo soy su sobrino por el lado paterno) perdió la llave de su casa. En esa ocasión todos los de casa habían ido a un paseo a Cancún y él quedó solo, encargado de cuidar la casa. Fue al restaurante Tono Gallos, con unos amigos y se resbaló unas cuantas frías. Cuando llegó a su casa, como a las once de la noche, metió su mano en la bolsa del pantalón y no encontró la llave, como si fuera gallo, palmeó sobre las dos bolsas y no oyó el sonido característico del montón de llaves. ¡Ni a quién hablarle! Fue a casa de un amigo y pidió posada. Al día siguiente, después de aceptar el desayuno que le ofreció la mamá del amigo, se despidió, llamó a un cerrajero y lo citó en su casa. Al llegar vio el portón abierto y al tío recargado en la pared. “¿Ya vino el cerrajero?”, preguntó el sobrino. El tío le reviró con otra pregunta: “¿Para qué querés cerrajero?”, y el sobrino explicó la pérdida de la llave. “¡Serás pendejo! -dijo el tío- el ladrón no necesitó cerrajero!”, y le mostró la cerradura destrozada, por eso la puerta estaba completamente abierta. ¡La casa estaba vacía! Se llevaron las computadoras, las televisiones, la lavadora, la mesa del comedor y las sillas, los muebles de la sala, las camas, bueno, con decir que los ladrones se llevaron hasta la jaula que fue de Paco, el loro de la casa. “¿Y mi carro?”, dijo el sobrino. El tío nada dijo. El sobrino se sentó a mitad del patio y se puso a llorar.
La ironía de la llave es su indefensión. Protege, pero siempre es burlada. Aparenta ser única, pero a cada rato es clonada. En la película “El secreto de Thomas Crown”, la muchacha bonita seduce al galán, le mete la mano al saco, le saca el llavero y éste lo entrega a su cómplice, quien, echo la mocha, va a sacar un duplicado. Es tan indefensa una llave que es clonada con una simple barra de plastilina o con un jabón. Basta colocar la llave sobre una barra de plastilina y aplastarla para obtener el molde perfecto. La seguridad de una residencia puede resbalar con una simple pastilla de jabón.
Antes, en Comitán las puertas de las casas permanecían abiertas. Como había dos o tres delincuentes (¡nunca faltan!), por las noches se aseguraba con doble llave y tranca. Mi papá fue Corresponsal del Banco de México. En ese tiempo no existían las sucursales como hoy. Medio mundo del pueblo hacía transacciones bancarias en la casa, por lo que era necesaria una caja fuerte para guardar valores. Sólo mi papá sabía la “combinación”. La casa tenía las puertas abiertas todo el día, ¡nunca alguien se atrevió a dar un susto! ¡Eran otros tiempos! Muchos años después me topé con un auto que se abría mediante una “combinación“ que sólo conocía el propietario. Ese día le dije al tío Epi que el mundo se preparaba para dar el adiós a la llave. Él se enojó, dijo que no era posible. ¡Dios mío, qué pensará cuando vea que la puerta de su casa se abre a través del dispositivo que reconoce el iris del ojo! Las llaves, como los tucanes, están en peligro de extinción. Un día, todo mundo tendrá en sus casas bonches de llaves inútiles. Tal vez en ese tiempo ya ni sirvan para hacer estatuas para Papas. A alguien se le ocurrirá (ojalá sea en Comitán) abrir el Museo de La Llave. Si lo abren en Comitán, dado nuestro carácter picarón, habrá alguna sala que muestre llaves de lucha libre. El Museo, por supuesto, será interactivo y con pantallas touch screen, como anuncian, será el Museo de Rosario Castellanos.
Hay, lo sabés, hombres llave y mujeres llave. Mentira que las mujeres sólo reciben; mentira que sólo sean cerradura. Hay muchas, maravillosas, bellas, que poseen la llave para abrir el universo. No es fácil toparse con una de ellas. Vos, niña bonita, sos una llave que nunca se extravía en mi bolso. Siempre vas, siempre reconocés el iris de mi corazón. ¡Dichoso tu novio!
Los hoteles de estos tiempos ya no usan llaves (bueno, algunos de acá ¡sí!). En los hoteles modernos, a la hora que firmás tu registro, te dan una tarjeta (como esas que dan en Aurrerá o en Banamex) y con la banda magnética, abrís la puerta del cuarto. Existe aún el riesgo de pérdida. Peor si estás de vacaciones y te pasaste de tragos en el antro. Por eso, el futuro, aunque se enoje el tío Epi, pinta mucho mejor. Ya sólo que estés butul de bolo no podrás abrir la puerta de tu casa. Porque la mayoría de bolos llega dormido a la casa y con los ojos cerrados. ¿Cuál iris? Pero, bueno, la ciencia es tan maravillosa, que el día menos pensado, los dispositivos electrónicos de las puertas no sólo identificarán los iris, sino tu aroma y el tamaño de tus pestañas. Así, si el tipo llega bolo, queda el recurso de identificar las pestañas.
¡Ah, la llave! Un día el mundo amanecerá sin llaves. Los primeros que detecten este cambio lo lamentarán y, a la hora de tomar un café, platicarán de las llaves con nostalgia, meterán la mano a la bolsa del pantalón y hallarán sólo unas cuantas monedas, que les servirá para pagar el café y la línea azul de la ausencia. Nos quedaremos sin llaves, nos quedaremos sin cerraduras. Los voyeristas no tendrán el huequito de las puertas para ver a las primas a la hora que se sueltan el sujetador y dejan libres sus pechitos a la hora del baño. No sólo las llaves se perderán, no sólo las cerraduras, también se perderá algo de la luz que llena las estancias de los solitarios.

Posdata: el otro día, Francoise me entregó un obsequio que me envió su hermano Manolo. Manolo, vos lo sabés anda por Italia. El obsequio es una moleskine, que es una libreta que usan los viajeros como bitácora. Son famosísimas en el mundo entero. El obsequio lo recibí con agrado por dos circunstancias: la primera por venir de quien viene, y la segunda, porque me recordó los tiempos en que llevaba una libreta a todas partes. En estas libretas anotaba todo lo que se me ocurría y más, hacía dibujos, escribía textos, mensajitos de amor, pegaba boletos, postales, fotografías antiguas, en fin, un montón de mudencadas (dijera don Toñito Villatoro). Esas mudencadas eran como la síntesis de mis instantes. Bastaba abrir la libreta para toparme con recuerdos. En ocasiones, a la hora de tomar una cerveza o de comer una costillita asada, como botana, se caía la cerveza y se regaba y manchaba una hoja. Esa mancha era el recuerdo de ese instante, la mancha grasosa de la costilla ¡igual! Todo estaba contenido ahí. Un día, vos lo sabés, me harté de ese recuento y decidí quemar todas las libretas. Hoy haré el intento de que este obsequio de Manolo no se pierda en las llamas del infierno. Pero, nada puedo prometer. Así como las llaves desaparecerán un día, todo lo del mundo también desaparecerá. Ya lo dijo el precepto bíblico ¡todo volverá al polvo! Así que, ¿para qué andar guardando “chivas”? Tal vez el tío tiene razón, el invento más grande de la humanidad es la llave, pero la llave que abre los corazones. Tal vez el corazón, desde siempre, ha tenido un dispositivo que lee los arcos y los iris del infinito.
Nos quedaremos sin llaves y el mundo será una ventana abierta por siempre. Ya comenzamos a perder intimidad. Antes las puertas de las casas estaban abiertas y todo mundo podía entrar; después se tapiaron las casas para evitar a los maleantes. Ahora, todo mundo abre la puerta de su casa y de su corazón a través del facebook. La intimidad ya es un valor que desapareció hace mucho. No hay cerradura que impida la lectura del mundo. Ahora ¡todo mundo tiene la llave!

miércoles, 24 de julio de 2013

¿A CUÁNTO EL KILO DE OSCURIDAD?





Te regalo una palabra, me dijo Karina. Me dio a elegir, pero yo, como siempre, cometí el error de dejarlo todo al arbitrio. “Regalame la que querás”, dije. Entonces ella, mientras comía esquites en la banca del parque, cerró tantito los ojos, como si pensara (tal vez, ahora que lo escribo, ella cerró los ojos para buscar la palabra en el muro ciego de su pensamiento). Yo quedé expectante. En el parque todo era armonía, el viento corría lento, los niños corrían más rápido y el tiempo, ¡ah, el tiempo!, casi casi volaba. No sé porqué el viento tiene una vocación de ave. No se conforma con ser tiempo.
MI expectación terminó cuando ella extendió la mano como si me entregara un tesoro y dijo: “herida”. ¿Qué? ¿Por qué Karina me regaló esa palabra? A mí esa palabra no me gusta. No me gusta porque no me da opción de dividirla. A mí me gustan las palabras que se pueden dividir en dos o en tres, como si fuesen árboles y cada rama aportara un significado. El otro día, el grabador alemán, Holger Roick, pronunció la palabra “Mexylo”, que es una palabra inventada por él donde mezcla la palabra México y Xilografía. Holger estuvo en Comitán la noche de inauguración de la muestra de grabado: Posada 13-100, una exposición tributo a José Guadalupe Posada, en el Centenario de su fallecimiento. Holger comentó que la técnica de la xilografía es la más cercana a su corazón de tinta. ¿Mirás qué bonita palabra: Mexylo?
No invento palabras, soy muy simple para ello. Pero sí me gusta dividir las palabras. Pero Karina me regaló una palabra que no puedo dividirla, porque ningún mortal es capaz de dividir la herida. Puedo, en todo caso, eliminar la hache porque no ayuda más que a la estética de la palabra, pero, aún sin la hache, la erida sigue siendo rotunda, miserable, dadora de sombra.
El recuerdo más lejano que tengo de una herida lo tengo grabado en la muñeca de mi mano derecha. Fue una tarde, en el comedor, a la hora que comíamos. Tal vez (no recuerdo bien), la herida me la provoqué en un berrinche. Me levanté de la mesa y fui a una vitrina empotrada en la pared. Ahí, mi mamá tenía vasos y tazas. Las puertas de las vitrinas tenían cristales esmerilados, bien bonitos. Abrí la vitrina para sacar un vaso y, en mi berrinche, tal vez porque mi mamá o mi papá me habían exigido que fuese por el vaso y yo, niño consentido y malcriado, pensé que no debía hacerlo yo sino la sirvienta. Saqué el vaso y a la hora de cerrar lo hice con fuerza, con coraje y mi mano se fue contra el cristal y el vidrio roto me causó una herida en la muñeca de la mano derecha. La sangre manó como si fuese manantial. Quedé con la mano adentro. No tuve capacidad para sacarla. Fue necesario que mis papás se pararan y corrieran para ver qué me había pasado. Lloraba. Lloraba mucho, con la mano adentro del cristal roto. Mi mamá me colocó un trapo y me dijo que subiera el brazo, en intento de cerrar la llave. Mi papá me llevó al consultorio del Doctor César Guillén (su consultorio estaba frente a donde actualmente está el Archivo Municipal). El doctor dijo que era necesario ponerme varios “puntos”. Lloré más. Después de un minuto, más o menos, me dijo: “¿Estás preparado para que yo costure?”. No, dije. Lloraba. “¡Así me gusta -dijo- valiente, porque ya te costuré!”. Miré mi brazo y vi que ya no sangraba. Ya me había costurado la herida. Dejé de llorar. A la usanza de aquellos tiempos, mi papá dijo que le diera las gracias al doctor. Lo hice. Salimos. Ya no lloraba. Desde entonces no he llorado por herida alguna. Desde entonces he tenido muchas, físicas y morales (éstas son las más jodidas, porque no se pueden costurar). No me gusta la palabra “herida”. Gracias, le dije a Karina. Lo que no le dije fue que, minutos después, pasé al basurero que estaba al lado de la fuente y ahí la boté. ¡Tontito de mí! Ahora he vuelto a recuperarla. Uno no puede cerrar los ojos ante la miseria, ante la vida. La vida es así y uno debe aceptarla. Karina lo sabe, por eso me regaló la palabra “herida”. A final de cuentas esa palabra es parte de nuestro diccionario permanente.

lunes, 22 de julio de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE NO QUEDA MÁS QUE HACER CASO A LAS INDICACIONES





Uno camina. Lo hace por cualquier calle de cualquier ciudad. Camina sin rumbo fijo. Uno lo hace sólo para vivir, para beberse otras calles, toparse con gente diferente. Uno advierte que, sin importar el lugar, todo es tan semejante. No hay novedad en el mundo. En todas partes hay senderos, banquetas, piedras, nubes, árboles, gatos y gente. Gente en todo el mundo, Hay más gente que casas, más que puentes, más que ríos, más que elefantes. Pareciera que el mundo no tiene más vocación que alentar. Y la gente, ¡pendeja!, no entiende la vocación de la tierra.
Uno camina e intenta dejar huella. ¡Qué iluso! Todo quiere permanecer, pero lo único que permanece es la idea.
Uno camina y se topa, a cada rato, con instrucciones, indicaciones y manuales para sobrevivir a la rutina y al viento. De pronto, un anuncio dice: “asómate” y uno, ¡qué tonto!, hace caso y se asoma para ver qué hay detrás del muro, detrás de la nube. Y he aquí que se encuentra con un par de pies, cruzados, como si estuviesen en la cruz, pero, no, gracias a Dios, están “volando”. Por un rato, cansados de querer dejar huella, decidieron rebelarse y dejar de estar “bien puestos en la tierra”. Si el lector ve con atención mirará que el dedo gordo del pie izquierdo quiere encaramarse sobre el meñique del pie derecho. Tiene razón. Quiere jugar. Por lo regular, los pies permanecen separados. Apenas se ven, apenas se saludan, por las noches o a la hora del baño. Casi siempre los separa un muro de aire; casi siempre están encerrados en las jaulas del zapato. Por esto, ahora que se dieron un respiro, ahora que pueden mirarse y platicar, el dedo gordo decidió encaramarse tantito sobre el pequeño del otro pie. Se cuentan historias de cuando el tío abuelo era el “de los pies alados”. Porque no sólo talón de Aquiles tiene el pliegue, también la posibilidad del vuelo.
Uno camina y quiere encontrar la novedad en medio de la rutina, en medio de lo mismo. Basta, a veces, sentarse, descalzarse, para ver que la vida no es el encierro del cuarto ni el encierro del zapato. Basta entrar en el misterio de la cortina del aire y del viento para descubrir que hay un mundo por debajo, o por detrás, o por delante, del mundo.
Pobre del bolero que se coloca una mochila sobre la espalda. Como si no bastara el cargamento de piedras de la vida.
Uno camina por la calle, lo hace hincando el zapato. Uno camina y, sin darse cuenta, sigue las indicaciones que por cualquier lado asoman. “Entrada” dice el letrero y uno entra por ahí. Por esto, llama mi atención la posibilidad que enmarca esta fotografía. El hombre tiene el pie encadenado a un zapato; un poco más allá, el zapato de la mujer reposa sobre el suelo; y, en la mínima altura, el par de pies disfruta de la libertad. Por esto, uno, de pronto, decide sentarse en una banca del parque y, como si la vida fuese un dulce, se descalza, sólo para sentir cómo es la vida sin ataduras, sin jaulas.
Uno camina. No le queda de otra. No puede aceptar el encierro. Uno no tiene vocación de pie calzado.

sábado, 20 de julio de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UNA RUEDA DE CABALLITOS





Querida Mariana: la mayoría de niños disfruta los juegos mecánicos de las ferias. Estos niños, cuando crecen, son quienes suben a la Montaña Rusa o a los juegos deslumbrantes en Six Flags o en Disneylandia. Son los muchachos que suben los brazos cuando el chorizo de carros baja en caída libre, y ríen y el viento juega con sus cabelleras. Son quienes bajan, mareados, pero felices, y vuelven a hacer fila para subir otra vez. ¡Qué maravilla de muchachos! Yo, ya platiqué en una ocasión, a lo más que subí fue a una rueda de caballitos. He sido temeroso desde siempre. Las alturas me producen vértigo. Cuando subo a una azotea, me tiro al piso de inmediato y, pecho a tierra, como si fuese un soldado valiente, me arrastro hacia la orilla y, como tortuga, saco la cabeza y miro, desde la altura de dos o tres metros, el fondo. Me da cierta vergüenza, pues veo que mis sobrinos, parados, disfrutan de la vista, como si estuviesen a mitad del patio de su casa. Sólo una vez subí a una rueda de caballitos. Lo hice en una feria de agosto, cuando la feria se colocaba en el parque central de Comitán. Pero no era el único “tutuldioso”. Esa misma vez vi a un niño que se resistió subir a un caballo y, molesto, se sentó en una banca de la rueda y se limitó a dar vueltas y vueltas, sin sentir ese movimiento de látigo que produce el caballo que sube y baja por un tubo.
Esa primera y única vez tuve cierta confusión. Mi mamá me preguntó si quería subir a la rueda de los caballitos. Sí, dije, un poco sin conciencia. Mi mamá buscó una moneda en su bolso, la entregó al hombre del carrusel y subimos. Ese paso sencillo me emocionó: ¡estaba por encima del piso! La plataforma de madera y metal era como una nave espacial. Los demás se habían quedado en la tierra. Yo tenía la posibilidad de estar por encima de ellos. ¡Me gustó! Caminamos por la plataforma, en medio de las figuras y de los tubos; en medio de las luces deslumbrantes de muchos colores. Pero, cuando mi mamá me tomó de las axilas y me subió al camello ¡me confundí! ¿Por qué se llamaba rueda de caballitos si también había elefantes y camellos? Mi abuela Esperanza era lectora de La Biblia. Todas las tardes prendía un cigarro (mi abuelita era una gran fumadora), se sentaba en una poltrona en el corredor de la casa, me llamaba y leía algunos “pasajes” de ese libro. Cuando estuve arriba del camello, en lugar de sentirme a gusto y pensar que era Lawrence de Arabia, pensé en la imagen del Arca de Noé y no sé porqué me puse triste. Y más tristeza me dio cuando el tiovivo comenzó a funcionar y a dar vueltas, a un mismo ritmo (¿viste que usé los sinónimos de la rueda de caballitos: carrusel y tiovivo? En Comitán nadie usa la palabra carrusel, mucho menos la de tiovivo. Si yo las pronunciara dirían que soy un mamila, pero, ¿sabés qué?, a mí me encanta la palabra tiovivo). En fin, decía que me dio “gutzera” ver que la gente estaba parada frente a mí, mientras yo subía y bajaba y daba vueltas. Bien agarrado del tubo, con las dos manos, miraba que el camello subía y bajaba, pero no avanzaba. ¿Eso era todo? ¿Ese era el chiste de la rueda? Mi mamá iba al lado mío, con sus dos manos me detenía. Lo mismo hacía otra mamá con un niño que iba adelante, él sí sentado sobre un caballo. Pero el compa de adelante iba inquieto, a cada rato volvía la mirada a su mamá y le pedía que lo bajara, comenzó a patalear, dejó de agarrar el tubo y manoteó, lloró. El boletero se acercó a la mamá y al niño inquieto y tomó a éste de la cintura y lo cargó, lo llevó hasta el asiento donde iba el niño tutuldioso. La inquietud de este niño me alteró. Le pedí a mi mamá que me bajara, quería subirme al caballo (algo en mi interior me decía que si debía estar cabalgando sobre un animal debía ser un caballo y no un camello). ¡No!, dijo mi mamá. Ahora no. La rueda giraba. Yo subía y bajaba y la gente que miraba desde el piso nos señalaba, como si nosotros fuésemos figuras de escaparate y les sirviéramos para su diversión. Me sentí infeliz. Menos atrevido que el otro compa, en lugar de patalear y rebelarme, me abracé más al tubo y lloré. En medio de la cortina de llanto miré que la gente que estaba abajo se reía.
El otro día, Paco Molina (Director de la Escuela Preparatoria de Comitán, turno vespertino) recordó que de niño, con toda la palomilla de su cuadra, jugaba al carretón. Todos los niños subían el carretón en lo alto de la calle donde está la Casa del Cantarito y se aventaban hasta llegar a una zanja que estaba frente a la casa de don Ramiro Gamboa (quien en ese tiempo tenía una Armería). La zanja los detenía en su carrera desenfrenada. Los niños como Paco son los niños que disfrutaban subir a todos los juegos. La adrenalina fue un elemento natural en su crecimiento. Yo no recuerdo ni siquiera haber visto a un niño jugando carretón. Mis juegos eran en el interior de mi casa y se reducían a carritos y soldados de plástico.
Paco también recordó las “temporadas de juegos”. De pronto, sin que se supiera bien a bien, todo mundo de Comitán jugaba trompo, “gallitos”, canicas o balero. ¡Nunca jugué trompo! Miraba, en el patio de juegos de la Matías, a los niños enredar el cordel alrededor del trompo, con clavo de asiento, subirlo al lado de la cara con el brazo derecho y soltarlo en un movimiento preciso que requería un jalón hacia atrás. El trompo se “dormía” en el piso y el jugador, con un movimiento también calculado, hacía cuchara con su mano y lo levantaba. Orgulloso lo mostraba a medio mundo. El trompo bailaba en la palma de su mano, hasta que, mareado, cansado de dar tanta vuelta, perdía fuerza y tatarateaba sobre la mano y caía. ¡Nunca jugué “gallito”! ¡Nunca jugué balero! Si acaso, de vez en vez, jugué canicas, porque esto era un juego más sencillo, casi simple. Por esto, Javier un día me dijo que yo no jugué “ni mi caca cuando fui niño”. Tal vez por esto, ahora, juego juegos que no juegan los adultos. Tal vez tengo necesidad de reafirmar mi niñez, de rescatar algo que dejé extraviado.
Disfruto ver los niños que, felices, suben a los juegos mecánicos y los disfrutan. Los veo desde mi orilla y pienso que así, sobre la Montaña Rusa o arriba de la Rueda de la Fortuna pueden alcanzar otros cielos. A los espíritus gusano (un poco como soy yo) les cuesta despegarse del suelo; les cuesta tener otras experiencias. A los osados los miro arriba de El Ratón Loco y veo cómo el viento besa sus caras. Aún cuando suene como una perogrullada, la única manera de sentir el viento por encima del aire es estar arriba del aire.
Ahora que está cerca la Feria Comitán 2013, sé que los niños disfrutarán los juegos mecánicos. Nuestro Presidente Municipal ha prometido que, de tres a cinco de la tarde, del 26 de julio al 2 de agosto, todos los niños podrán disfrutar los juegos, de forma gratuita. ¿Imaginás lo que esto significa, niña mía? Cuando fui niño, mis amigos, que no tenían paga, “chicaban” en la Rueda de Caballitos. Mientras el boletero se entretenía en atender a un niño llorón, mis amigos brincaban a la plataforma en movimiento y por algunos instantes aprovechaban la vuelta, sin pagar. En cuanto el boletero los veía levantaba la mano y los amenazaba, en ese instante, mis compas se bajaban. Para bajar de la Rueda en movimiento requerían de una destreza especial. Los novatos bajaban con el pie equivocado, la inercia trababa sus pies y caían y se raspaban. Nunca vi llorar a uno de ellos, los raspones los “curaban” con saliva. ¡Dios mío! Disfruto a los niños que no se arredran, los que están dispuestos a enfrentar la vida con todas sus consecuencias. Los muy cuidaditos nos perdemos parte de la vida. Pensamos (¡qué tontitos!) que luego hallaremos alguna compensación. No reconocemos que la vida es sólo un instante y que hay que tomarlo como mis amigos tomaban los tubos del tiovivo: ¡al vuelo!
Quienes trepaban, de robado, al carrusel daban un ligero salto. Era como desprenderse del suelo. Como si fuesen árboles que trataran de volar. La pena era que al final debían regresar al suelo. No bastaban las palabras que decían: “Es un pequeño salto para el hombre, pero un gran paso para la humanidad”. No bastaba, porque en ese tiempo el hombre aún no había llegado a la luna. Todo era un sueño, una utopía.

Posdata: mis juegos fueron con carritos y con soldados de plomo. Mi papá, en un viaje, me trajo una colección de soldaditos de plomo, que compró en Puebla. Mis juegos, ya desde ese entonces, eran juegos formulados a través de los libros y de las revistas ilustradas, que en ese tiempo llamábamos cuentos. Ya mi destino estaba trazado: nunca llegaría a la luna subiéndome a una Rueda de la Fortuna; mis viajes a la luna los haría a todas horas a través de la lectura; nunca cabalgaría en los desiertos del Sahara, trepado en un camello; mis viajes serían menos intensos pero más poéticos, tal vez, tal vez, montaría sobre un caballito bello llamado Platero, de Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura.
Gustavo Sainz dice que los índices de lectura en México no se han mantenido estáticos, la pena es que se han movido a la baja. Actualmente, los mexicanos leemos menos que antes. Y si antes leíamos poco, ahora leemos más poco.
Pero, como la talentosa narradora Nadia Villafuerte repite a cada rato: No todo está podrido en Dinamarca (la cita original es de la obra “Hamlet”, de Shakespeare). En Comitán, la actual administración municipal 2012-2015 promueve una propuesta editorial que no tiene parangón en todo el estado de Chiapas. Si ves con atención la fotografía que adjunto, verás que una niña, sentada en un escalón del templo de Santo Domingo, lee con atención la gaceta que el Ayuntamiento edita, mes a mes, con un tiraje de diez mil ejemplares, en forma gratuita. La niña del moño blanco y pantalón rojo corrió a pedir un ejemplar de la gaceta a quien la repartía y se puso a leer con emoción la sección infantil. Tal vez lo primero que leyó fue un cuentito de Estefani Sofía Morales Islas, intitulado: “Un árbol lleno de hojas de luz”. Vos, que sabés de literatura, coincidirás conmigo en que el cuentito es bueno, muy bueno. Sigue las indicaciones del famoso escritor José Saramago, también Premio Nobel de Literatura, quien recomendaba que, para escribir cuentos infantiles, debe hacerse con palabras sencillas. La sencillez es el ideal de todo escritor. Estefani Sofía recién terminó el cuarto semestre de bachillerato en el Cbtis 108, y es integrante del Centro Comiteco de Creación Literaria, un espacio que se creó durante la administración anterior y continúa impulsando el Ayuntamiento actual. ¿Mirás? En Comitán se fomenta la lectura y la creación literaria. Algún día, alguna escritora comiteca superará lo hecho por Rosario. ¡Segurísimo!
El Kujchil se distribuye en muchas escuelas primarias del municipio. Ya varios niños la esperan con ansiedad. La leen, la disfrutan, viajan con ella. Los niños de hoy son niños que se atreven a subir a todas las montañas rusas del mundo. No sólo las rusas también las gringas. Tal vez, igual que millones de mexicanos, sueñan con el Sueño Americano. ¿Cuándo estos niños soñarán con el Sueño Mexicano? ¿Con el sueño que debemos soñar todos? Tal vez las bases de este sueño, que debe convertirse en realidad, estén cimentadas en la lectura. El Kujchil es como un tiovivo que sube y baja en el terreno de la imaginación. Esta rueda no sólo tiene camellos, elefantes y caballos; también tiene ríos, nubes, pueblos, magos, brujos, mocos, chicles, pantuflas, pijamas, cohetes, lunas y guerreros. El tiovivo que está en los libros funciona las veinticuatro horas de todos los días de toda la vida, de la eternidad. Le da mil vueltas al mundo, le da mil vueltas a la vida.
Ahora que lo pienso, tal vez no soy tan cobarde. Se necesita valor para leer las historias de Tarzán. Leer también es una hazaña y puede ser, si el lector es ducho, una aventura tan fascinante como la de treparse sobre un carretón de madera y bajar por la calle de la Casa del Cantarito. Nunca, lo juro, nunca me he mareado en las trescientas doce mil cuatrocientas treinta y dos vueltas que he dado en el tiovivo de la literatura. Esto es una ventaja, ¿a poco no?

viernes, 19 de julio de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LAS PALABRAS PARECEN COLGADAS DEL CIELO





Porque no es una pared, ¡no! Si el lector ve con atención advertirá que ese espacio blanco es como el cielo. Claro, el cielo debe estar sostenido con alguna estructura. En este caso (porque habrá que admitir que hay muchas clases de cielo) el cielo está detenido con una columna de ladrillo, rojo, recocido, que se levanta discreto y que sirve de sostén, tanto al cielo, como al ángel quien, sorprendida, mira hacia donde el fotógrafo le roba un instante.
Las palabras tienen un significado como están acomodadas, pero estas palabras son nubes, por lo tanto, un minuto después ya han cambiado de posición. El viento las mueve, de igual manera el viento acaricia la cabellera negra de la muchacha bonita que mira al fotógrafo. Ella subió la mirada como buscando una palabra que le hacía falta en el texto que escribía. Porque, un segundo antes estaba concentrada en su escritura, pero le faltó una palabra que encajara, como llave en cerradura, y levantó la mirada. Se sabe que este acto es costumbre en los escritores. A veces una palabra no llega y entonces es bueno dejar de ver el teclado o el cuaderno y buscar palabras entre árboles, como si fuesen aves; o buscar palabras tiradas en el suelo o colgadas en el cielo. Acá, las palabras están colgadas en el cielo blanco, sin nubes. En ese cielo está colgada la palabra “bellas” (todo está escrito con palabras mayúsculas, porque dicen que las palabras del cielo van escritas así; las de la tierra llevan bajas y altas, porque así es la condición humana).
La muchacha bonita levantó la vista y se topó con el fotógrafo. ¿Alguna palabra vio en su rostro? ¿Pudo rascar algo en esa cara de pared vieja y húmeda? No lo sé.
No es una pared, es apenas parte de un cielo. A veces el prodigio ocurre y el cielo, como si fuese un cubo de Rubik, se muestra fragmentado. Cuando el cielo adopta esta particularidad el universo se convierte en un juego. Por esto, el ángel con suéter grueso, pantalones de mezclilla y bolsa tejida, juega. Juega a que cierra los ojos y busca una palabra; juega a que eleva la mirada y busca una palabra. Cuando cierra los ojos encuentra palabras en los laberintos del sueño; cuando abre los ojos y eleva la mirada encuentra palabras en las grietas de las paredes del sueño. Porque, los lectores estarán de acuerdo, hay una gran diferencia entre buscar en los laberintos y buscar en las paredes. Es más emocionante el laberinto, pero (habrá que decirlo), la mayor parte del tiempo el hombre busca palabras en las paredes. Pero, cuando la pared es, como en este caso, un pedazo de cielo. Todo se vuelve más sencillo. Estoy seguro que la muchacha bonita, la de tenis y colguije de cinta de cuero, no tuvo que buscar mucho para hallar la palabra. Ahí, casi al alcance de su mano (levantada y dispuesta a escribir en el teclado) estaba la palabra “artes”, como si fuese un pato migrando de un territorio a otro.
La única manera de soportar la humedad del piso de ladrillo es estar a la orilla del cielo. Esta niña bonita, por esto, se reclina contra la estructura que detiene el fragmento de cielo, a mitad del suelo.
¿Qué palabra buscaba? ¿Dejó que fuese el azar quien guiara su mano? Ella mira al fotógrafo y el fotógrafo la vio a ella. El fotógrafo no buscaba palabra alguna. Caminaba cerca del Arco del Carmen, en San Cristóbal, y buscaba una mirada, un rostro. El azar le permitió mirar el cielo y toparse con un ángel que, afanosa, buscaba palabras en intento de encontrar sus alas.

miércoles, 17 de julio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL ARCO DEFINE EL SUEÑO

La columna de piedra enmarca el techo de teja. En un “filito” se ve parte de un balcón, apenas unas líneas de hierro y una franja de madera. Dos parasoles, uno azul y otro naranja, son la línea de horizonte de la muchacha bonita que espera.
Ella, la muchacha bonita, está sentada en la escalera principal del Centro Cultural Rosario Castellanos. ¡Espera! Cuando alguien ve la fotografía sabe que ella espera. En la mano derecha sostiene un teléfono celular. Tal vez acaba de enviar un mensaje, tal vez acaba de decir dónde se ubica. Los jóvenes de hoy no advierten el prodigio de estos chunches. En los años sesenta no había modo de decir en dónde estaba uno, todo el mundo estaba dispuesto al azar. ¿Alguien recuerda la famosa película de los años cincuenta (An affair to remember), con Cary Grant y Deborah Kerr? Esa historia de amor ya no sería creíble en este tiempo. Ambos se citan en el Empire State, pero ella no llega porque sufre un accidente. Él cree que ella no acudió a la cita por otra circunstancia y se siente miserable. Ah, si hubiesen existido celulares en ese tiempo, la historia sería diferente. Hoy todo es diferente. Los amados se mensajean a cada instante: “¿Ya llegaste?”. “¡Estoy a una cuadra de la Casa de la Cultura!”. “¡Te estoy viendo!” (¡Por el amor de Dios, qué prodigio!).
Quienes viven en Comitán saben que esos paraguas los colocan los vendedores de elotes hervidos y “esquites”. La presencia de estos vendedores afea el paisaje urbano, pero ya se convirtieron en un referente de la ciudad (un referente equívoco, pero referente al fin). Mucha gente se acerca y comprar lo que ahí ofrecen. Quien no tuviera el referente podría decir que ella, la muchacha bonita, quien espera algo o espera a alguien, ha convertido ese espacio de tierra en un espacio de mar. Es posible imaginar que, desde ahí, puede uno viajar a una playa. Tal vez la muchacha bonita, ahora que es verano, imaginó una playa, las olas besando apenas las orillas y regresando al mar; tal vez imaginó una estrella de mar. Uno nunca sabe hasta dónde puede llegar la imaginación. Antes acostumbrábamos a ofrecer “un peso por tus pensamientos”. ¿Un peso? ¡Qué poco! Era un juego que tenía la pretensión de saber qué pensaba la otra persona. A veces, la otra persona también jugaba y mentía (no conozco a alguien que, en efecto, cuente al ciento por ciento lo que piensa). Los pensamientos son tan esquivos, tan traviesos, que resulta imposible que el “pensador” pueda expresar en palabras el total de un pensamiento. Son tantas imágenes las que cruzan en la mente que es como un tren que no alcanza el andén final. Por esto, nadie puede saber qué piensa esta muchacha bonita. Podemos imaginar, podemos inventar, pero jamás llegaremos a acercarnos al dintel de su mente. ¿Ya vieron la mirada que tiene? Es la clásica mirada que adopta el hombre o mujer que está ensimismada, que imagina.
Puede imaginar mil mundos (mil mundos es una cifra muy corta). Espera, de esto no cabe duda. Hay algo en el ambiente que provoca sueños tenues: la solidez de la piedra, la sensualidad de la teja, la utopía de la sombrilla playera.
Los colores de su vestimenta son colores sencillos (si el color permite este término): pantalón azul fuerte, blusa amarilla y chamarra que se camufla con el color de la piedra. ¿Se recuesta en la piedra o se confunde en la piedra, sale de ella? Piensa, espera. Sólo estos dos conceptos son ciertos. ¿Qué piensa y qué espera? Sus pensamientos, gracias a Dios, son tersos, se advierte en su mirada. No está confundida ni preocupada. Sólo espera. Tal vez el secreto está en su celular. Si uno pudiese leer el último mensaje, tal vez ahí encontraría la clave.

lunes, 15 de julio de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA A DOS DE TRES CAÍDAS SIN LÍMITE DE TIEMPO

Siempre llama mi atención cómo llaman la atención en las luchas. El conductor del programa se para al centro del cuadrilátero, alza el brazo y baja el micrófono: “a dos de tres caídas…”. Sólo en las luchas se da ese prodigio de que un micrófono baje del cielo. Es como una reminiscencia del instante en que Moisés subió al Monte Sinaí y escuchó la voz de Dios, la cual provenía directamente del cielo. Claro, Dios no necesitó micrófono alguno.
En esta fotografía, María Bonita está al centro. Dos luchadores la acompañan, uno vestido en tonos azules y blancos, y el otro en blanco y negro (un poco como si fuese función del Cine Comitán en los años sesenta: una película a color y otra en blanco y negro. La de color presenta a Blue Demon contra los cuatrocientos zipizapes y la de blanco y negro presenta al máximo ídolo de todos los tiempos: Santo, el enmascarado de plata, contra las mujeres de la calle catorce).
¿Qué hace María Bonita trepada en el cuadrilátero? ¿Se trepa, a veces, en los paralelepípedos de la vida y del sueño? En tiempos de El Santo, las mujeres luchadoras eran inexistentes; digo, las terrícolas, porque las marcianas eran rebuenas para el candado y otras linduras de este deporte. Agustín Lara se extrañaría, pero tendría que modificar un poco la letra de la canción: “Acuérdate de las luchas, María Bonita, María del Alma; acuérdate que en las cuerdas, con tus manitas las cabelleras las repelabas…” ¿Qué hace María Bonita? ¿Nos reta? Su mirada, sin duda, es retadora. Su mirada dice: “Ándale, súbete”, pero uno no sabe bien a bien en qué consiste el reto. ¿Necesita un compañero para hacer la de relevos? ¿Qué papel juegan los dos luchadores que están como a la expectativa? ¿Cómo se llaman los dos luchadores? No pregunto por los nombres que les pusieron de pila, sino por los nombres que ostentan cuando se enmascaran. Me gusta que María no tenga máscara. Me gusta que su vestido color celeste sea el más sencillo. El de la máscara de barbitas es un azul eléctrico, y el de la máscara negra anuncia la noche. ¿Qué anuncia María? Tal vez le da una torcedura a lo que siempre se dice y ella, con sus ojos, dice: “de dos a tres tiempos sin límite de caídas”. Porque ella sabe que en la vida no alcanza el tiempo para tantas caídas. Por esto (lo saben los aficionados) el ring siempre tiene cuerdas. Esto es así para dar cuerda al reloj y para evitar las caídas. Porque las caídas en el cuadrilátero son bienvenidas (casi casi buscadas), pero las caídas fuera del ring son dolorosas y vergonzantes. Arriba está acolchonadito, abajo es el puro cemento.
María Bonita ¿lucha con las zapatillas puestas? ¿Le gusta la hurracarrana o hacer manita de puerco? Hay algo, se advierte en la mirada de María, que la hace sentirse dueña de las llaves de la lucha (acá no sirve el viejo chiste de que no hay peor lucha que la Lucha Villa, no sirve para este texto).
No soy aficionado a las luchas, pero sí soy aficionado al cine. Crecí viendo cine de luchadores (los expertos dicen que éste es el género cinematográfico que México aportó al mundo). Así, una noche, en una película memorable, vi que un luchador, ya vencido, ya sangrante, ya sobre el piso del ring, a punto de la derrota; en el instante en que el réferi se tiró al piso y con su mano derecha comenzó a somatarlo para la cuenta de uno, dos, tres, cuatro, cinco…, el vencido sacó una llave de esas que antes se usaban en las puertas de las casas comitecas y le metió un llavazo al vencedor que, con el golpe, terminó siendo vencido. Era una comedia, una simple comedia bobalicona que jugaba con el término más popular de las luchas: las llaves. ¿Por qué se llaman llaves las llaves de la lucha libre? ¿La lucha es libre porque no está encerrada y por esto tiene tantas llaves?
Si el lector ve con atención, mirará que María, hunde el tacón de la zapatilla derecha sobre la carpeta, lo hunde con elegancia. Tal vez lo hace para que el espectador vea la cadena que lleva en su tobillo. ¿Qué señales envía? Esta fotografía muestra un ring de lucha libre al aire libre con una mujer libre. Vaya pues. ¿Alguien está dispuesto a perder la cabellera?

sábado, 13 de julio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE MIRA CÓMO HAY MÁS DESPUÉS DEL MÁS

Querida Mariana: las fórmulas de cortesía llaman mi atención. A veces me topo con fulano en la calle y le pregunto: ¿cómo estás? El fulano, ufano, sonríe y responde: “No tan bien como vos”. ¿Cómo sabe el otro cómo estoy? Una vez andaba “enfermito de mi pancita”, así que pensé cómo andaría de jodido el otro, y, sin embargo, él sí se miraba muy bien, porque no andaba con la cursera que a mí me llevaba al baño hora tras hora. Esta respuesta de sabihondo no me agrada. Pero entiendo que es una mera fórmula de cortesía, es un poco como decir “no te contaré cómo estoy”. El fulano tiene razón, no puede uno andar contando cómo está a medio mundo. ¡Qué le importa al otro si en la mañana me machuqué mi dedo! Pero no todo mundo aplica las respuestas automáticas, hay gente que se toma en serio la pregunta. Mi tía Epigmenia sí cree que el otro, en serio, desea saber cómo está. A la pregunta del sobrino: ¿cómo estás, tía? Ella suelta una relación de tragedias que parece que tuviera cursera mental. “Ay, hijito, jodida, jodida como siempre. Parece que Dios ya se olvidó de pasar a tomar café por mi casa. Tu prima Alicia me la hizo otra vez, ya está embarazada de nuevo. El problema no es que esté esperando pichito, el problema es que… a que no sabés quién es el padre. ¿Con quién creés que se revolcó la muy ingrata?” El sobrino, en este momento, ya se arrepintió de haber preguntado, porque tiene prisa por llegar a la oficina, pero, también ya le picó la curiosidad y quiere saber con quién anda cogiendo la Alicia. Las cuatro hijitas de la tía Epi le salieron gallinas ponedoras. Una vez la tía llegó a la casa y, en cuanto vio a mi papá, se soltó a llorar como si fuese nube en mes de junio. ¿Qué hago?, le preguntó a mi papá, y le contó las travesuras que sus hijas hacían. Al término se limpió sus ojos con la punta del chal y esperó la recomendación de mi papá, quien, sin inmutarse, le dijo: “No te preocupés, tus hijas te salieron calientes”. Pucha, no encontró consuelo.
Quienes, a la menor provocación, cuentan cómo están, no son mayoría. La mayoría la conforman los “más o menos”. Camino hacia la oficina, me topo con un fulano que, igual que yo, va a su chamba, nos paramos a mitad de la calle, nos saludamos y extendemos la clásica fórmula de cortesía. Yo digo: ¿cómo estás?, y él responde “más o menos”. Esta fórmula de cortesía es más fastidiosa que la ofrecida por los “no tan bien como vos”. El más o menos te deja en la indefinición. No sabés si están más más o menos menos. De acuerdo con las leyes de las matemáticas, el más menos fluctúa entre ambos límites; es decir, la indefinición total. Esta respuesta obliga a ver al fulano como si fuese un microbio a través de microscopio. ¿Cómo estará? Cuando menos, la primera respuesta da un indicador: no tan bien como vos. Bueno, si yo estoy muy bien, quiere decir que el otro está bien; si estoy bien, el otro está mal; si estoy mal, el otro está jodido; y si estoy jodido, el otro está rejodido y es hora de despedirse no vaya a ser que la jodidez sea contagiosa. Pero, ¿qué se hace con el tipo que dice más o menos?
Óscar Bonifaz me cae bien, porque a la pregunta de cómo estás responde: “¡a toda madre!”. Ernesto Carboney me cae bien porque él contesta: “¡a todas margaritas!”. Y como así se sienten ¡así se miran! A sus amigos nos da gusto esas respuestas, a quienes estos poetas no les caen tan bien ¡deben hacer un entripado de Dios padre!
Claro, hay cabrones que se olvidan de las fórmulas de cortesía y responden, con cara de buldog, con un cortante “¡qué te importa!”. A mí, niña de mi vida, los “qué te importa” ¡me caen bien! Me caen bien porque en términos estrictos al otro no le puede importar en grado sumo el estado de uno. Entiendo que a mi mamá le importa mi estado de salud, mental y física; entiendo que mi Paty (a veces) se preocupa por mí como yo me preocupo por ella, pero a Juan de Las Pitas ¿le importa mucho cómo estoy? ¡No! Habría que instituir un Manual de Cortesía donde estuviese prohibido preguntar acerca del estado del otro. Que todo fuese un simple buenos días, buenas tardes, buenas noches y luego se pasara a abordar temas que no aludieran a la situación física, sentimental o anímica del otro. Así, nos toparíamos con don fulano y diríamos: buenos días, don fulano, el clima para hoy está pronosticado en veinticuatro grados Celsius. Así, todo mundo entablaría conversaciones más sanas.
“Los que te importa” tienen una subdivisión maravillosa, una versión abreviada, son “Los queti”. Éstos son maravillosos, porque no dan chance de rebatir la respuesta. ¿Cómo estás?, pregunta uno, y el otro responde: “Queti”. ¡Estos sí son dignos de alabanza! Ignoran al otro con una elegancia que ya lo quisiera Fantomas, la Amenaza Elegante. No sólo a la pregunta de cómo están responden con un queti, también lo hacen con cualquier otra pregunta: ¿vas a ir a ver a tu novia?, pregunta uno y el queti contesta queti. No necesitan, como sí necesitamos los demás, una relación de posibles respuestas. No se preocupan, viven en armonía con el universo.
Algunos amigos me cuentan que en otras culturas nada preguntan. Se concretan a saludar, a decir algo como “buen día, hermano, que la paz esté contigo”. ¡Pucha! ¡Qué decencia! Como que en nuestras culturas nos gana el gusano del chisme. ¿A poco no? Eso de andar preguntando ¿cómo estás?, tiene su jiribilla. No se trata de una mera fórmula de cortesía, lleva implícito un cierto afán morboso. Si el aludido cae en la trampa se lo lleva la tía de las muchachas, porque, como el sobrino de tía Epigmenia, comienza a rascar para saber más. Lo que llama la atención es la miseria, la enfermedad; es decir, todo aquello que vuelve indefenso al hombre.
En el cuento: “La verdad por encima de nada”, de Camilo José Cela, famoso escritor español, se cuenta la historia de un hombre, vestido con traje de gala, zapatos de charol, reloj de oro y gomina en el cabello, que a la hora de la pregunta ¿cómo está, don Ramoncillo?, sacaba un sobre con papelitos. Como hábil tahúr abría los papelitos a manera de abanico y daba a elegir al preguntón. Era un juego como el del canario de la feria que, con su pico, saca los papelitos de la suerte. El preguntón elegía un papel y leía. “Así estoy”, decía don Ramoncillo y con una leve inclinación de la cabeza y con un toque de los zapatos a la usanza militar, se despedía. Los niños se acercaban y jugaban con don Ramoncillo. “Don Ramoncillo, ¿cómo está usía?”, preguntaban a coro y él, viejo condescendiente, les extendía el ramillete de papelitos para que eligieran. El viejo jugaba con ellos. Pero con los adultos no jugaba, lo hacía sólo para joderlos, para callarles la boca apestosa. Camilo José Cela no cuenta qué decían los papelitos, pero es posible imaginarlo. Podrían ser textos humorísticos, ofensivos, cachondos o miserables. La primera vez que leí el cuento imaginé que podía hacer algo similar en Comitán. Llevaría un sobre blanco en medio de una libreta y cuando fulano se acercara y me preguntara ¿cómo estás?, yo le extendería el abanico y le diría que tomara un papelito para conocer mi estado, que dependería del azar (a final de cuentas el Estar siempre depende de la vuelta del Destino). ¿Imaginás la cara del fulano a la hora que leyera: “estoy con un pedo atravesado”? Claro que llevaría un sobre especial para cuando fuese una muchacha bonita la que hiciera la pregunta. Ahí haría trampa. Todos los papelitos llevarían la misma respuesta. Cuando ella preguntara cómo estoy yo extendería el abanico, ella “elegiría” y leería: “con ganas de besarte donde quieras”. Sé que ninguna me pegaría una cachetada, la mayoría sonreiría y tomaría a broma la respuesta, pero sé, que dos o tres, se pondrían coloradas. Esas niñas vírgenes serían mis elegidas. Todo sería como un mero juego.
Nuestras fórmulas de cortesía nos han vuelto muy formales, muy solemnes. Ustedes, los jóvenes, deberían hacer nuevos reglamentos, reglamentos que fueran flexibles. ¿Por qué no elegir una serie de versos de poetas famosos para responder? ¿Por qué no? ¿Imaginás la cara de fulano cuando te preguntara cómo estás y vos dijeras: “tu cuerpo está a mi lado, fácil, dulce, callado”. Callado se quedaría él con estos dos versos de Sabines. Ah, y si eligieras unos versos de un poema de Fabio Morábito como respuesta. Ante la pregunta: ¿cómo estás?, vos responderías: “ya no me acuerdo qué buscaba, nadie recuerda lo que busca”. ¡Pucha, seguro que se quedaría sin palabras! Los más inútiles pensarían que ya no te llega agua al tinaco, pero los sensibles, los amorosos, quedarían profundamente maravillados. Y vos sabés que no hay cosa más bella en el mundo que causar “enmaravillamiento” en una persona (borrá esa pinche palabrita de “enmaravillamiento”, suena pésimo).

Posdata: las reglas de cortesía deberían aplicarse también al saludo de mano. Ustedes acostumbran saludar de beso. Los de mi generación no lo acostumbramos. Ahora, viejos chochos, cedemos tantito y nos hacemos “los modernos” y ahí andamos dando el cachete a medio mundo. Dios mío, si las bisabuelas nos vieran. Antes, contaba mi abuela Esperanza, a la hora del baile, los caballeros colocaban un pañuelo en la palma de su mano izquierda para que la mano de la dama no estuviese en contacto directo. Digo que eso era una fregonería porque así el sudor de las manos no se mezclaba. Hay gente que suda tanto que te dejan la mano como trapo de mesero de cantina. El otro día fui a una graduación de alumnos de secundaria. Me invitaron a estar en la mesa de honor, lo cual lo consideré un ídem. El maestro de ceremonias anunciaba el nombre de fulano, del tercer grado, grupo c, para que pasara a recibir su diploma; el susodicho, acompañado del padrino o de la madrina, pasaba al frente y daba la mano a cada uno de los integrantes de la mesa de honor. ¡Dios mío! Hubo dos niñas y un niño cuyas manos eran como trapo de lavacoches. ¡Estaban nerviosos! El otro día (no lo hubiese hecho) entré a un local que llaman antro. El ambiente estaba lleno de humo y de sudores. Una niña se acercó a saludar a mi amigo y por cortesía, por mera fórmula de cortesía, ella se acercó y me saludó de beso. Yo, un tanto desconcertado, pero animoso, puse mi cachete. Ella sudaba, a la hora que acercó su mejilla besó el aire y me dejó su sudor. Yo (confieso ante Dios todopoderoso que he pecado de pensamiento, casi no de obra y siempre de omisión) llevé mi mano a la mejilla y la sentí mojada. Resbalé mis dedos índice, medio y anular hacia abajo y sentí que se impregnaron del sudor de la niña (¿dieciséis años, diecisiete?), y, en acto reflejo, los llevé a mi nariz. Era su aroma. Mi amigo me vio y sonrió. Yo, desconcertado, pero animoso, bajé mi mano y la limpié sobre mi camisa. Mi amigo rió y dijo: “Una vez en México saludé a Elena Poniatowska, juré que no me lavaría la mano dos días”. Entendí el mensaje.
Cuando doy la mano la doy con ciertas reservas. En ese sentido soy un pedante. Digo que como soy escritor, como soy pintor, un artista (perdón por la inmodestia, mi niña bonita), debo cuidar mis manos. Hay compas que son medio brutos y tienen manos grandes y fuertes y cuando te saludan lo hacen como si sus manos fuesen tenazas e insistieran en doblar una cáscara de nuez. Aprietan como si dijesen: ¡soy muy fuerte o soy tu padre! Por esto me gusta el saludo de los chavos que apenas acercan la palma abierta y luego chocan los nudillos. Así lo hago, pero (nunca falta el pero) algunos amigos, más solemnes, se enojan conmigo y me dicen que ese saludo es vulgar.
Llaman mi atención los hindúes. Cuando se topan con un compa unen las palmas de sus manos frente a su pecho y dicen “namaste”. Punto. No más. Cero contacto físico. Se me hace buena onda. Nuestra civilización obliga a dar la mano a gente que andá a saber si acaba de salir del baño y no se lavó o saludar a gente que se anduvo hurgando la nariz minutos antes. A esto nos obligan nuestras fórmulas de cortesía. ¡Uf!

viernes, 12 de julio de 2013

DONDE SE CUENTA CÓMO EL TREN VA SOBRE UN DURMIENTE





Me gusta la palabra durmiente. Siempre que la escucho recuerdo la conocida anécdota de Camilo José Cela, quien explicó que hay una diferencia sustancial entre estar dormido y estar durmiendo. Para ejemplificarlo dijo que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.
¿Por qué las tiras de madera que componen las vías del tren se llaman durmientes? Mi tío Andrés, quien viajó a todo el mundo, me explicaba que en Europa esos lienzos transversales de madera que están en las vías férreas no se llaman durmientes. Parece ser que sólo en estas tierras de América se les llama así. Debe tener una causa. No sé cuál sea ella. Pero siempre me ha parecido interesante el uso que le damos a la palabreja en cuestión. Cuando yo era niño, tenía una vecinita a quien le gustaba interpretar papeles de los cuentos infantiles que su mamá nos contaba. A ella le fascinaba la historia de La Caperucita Roja. Pero, la muy ingrata, cuando yo iba a verla a su casa, para ir al sitio a jugar, ella me obligaba a hacer los personajes de esos cuentos. No, no, le decía, pero ella terminaba convenciéndome. Tenía un buen recurso para lograrlo. Me ofrecía que si yo aceptaba nos meteríamos debajo de su cama y jugaríamos un jueguito que a mí me encantaba: “El juego de los encantados”. Así, entonces, me obligaba a hacer el papel del Caperuzo rojo. Ahora que lo pienso, tal vez me vi absurdo, caminando entre los árboles, cargando una canasta de mimbre, con un gorro en la cabeza, cantando: “Soy caperucito rojo, un niñito muy feliz”. Y ella, ¡válgame Dios!, le encantaba hacer el papel del lobo (la loba). Se acostaba en el pasto y cuando yo llegaba a ver a la abuelita, ella me decía que me acercara y yo debía preguntarle: ¿por qué tienes los ojos tan grandes? ¡Para mirarte mejor!, y así continuaba con la letanía, hasta que debía decir algo que ella había agregado: ¿Por qué tienes la nariz tan grande? Entonces, ella se metía el dedo a la nariz y, sacándose un moco, decía: “para embarrarte los mocos ¡mejor!”, y me embarraba el moco en mi boca. A punto de vómito terminábamos el juego y comenzábamos con el del Bello Durmiente. Éste sí me gustaba. Ya lo dije, desde siempre me ha gustado esta palabrita. Aunque, tal vez, mi gusto inició con el juego. Ella, mi amiguita, me daba a comer una manzana (confundiendo el cuento original con el de Blanca Nieves), como la manzana tenía polvitos mágicos malos ¡yo me dormía! Sobre el césped me tiraba y ella, convertida en la princesa, debía besarme para que yo despertara. Como siempre jugábamos en serio, yo, en serio, cerraba los ojos y jugaba a que estaba dormido (que no durmiendo). La primera vez que jugamos el juego del Bello Durmiente, cerré mis ojos y le dije a mi amiga que me besara, lo dije con los ojos cerrados. Ella dijo, ya voy, ya voy, no abras los ojos hasta que te bese. Sí, dije y apreté más los ojos. Sentí su cercanía y luego una lengua que pasaba una y otra vez sobre mis labios y mi cara entera. Sí (ya lo supieron), la muy ingrata había llevado a su perra maltés y ésta lamía mi cara como si fuese un plato de croquetas (ahora hago esta comparación, pero en ese tiempo las perras no comían croquetas). ¡La muy perra!, pensé. Me levanté y le dije que jamás volvería a jugar con ella. Pues yo tampoco juego más contigo, dijo. Pero, un segundo después me arrepentí. ¿Con quién jugaría? Ella era mi única amiga, con quien jugaba todas las tardes. Ella quedó parada en la puerta que daba acceso al zaguán que llevaba al patio central. Me acerqué y le pedí perdón, ella me vio, me tomó de las manos y me dijo: te perdono. Me tomó de la mano y fuimos a su cuarto, nos metimos debajo de su cama y jugamos a los encantados. ¿Yo? ¡Encantadísimo!
Me gusta la palabra durmiente. Suena a sueño, a cielo.

lunes, 8 de julio de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UNA MUJER ESTÁ SENTADA FRENTE A UNA PUERTA





La puerta de madera tiene dos armellas, gruesas, con estrías coquetas, como si jugaran un juego de aros. Las dos armellas, que por definición están separadas, aparecen unidas por un candado, que por definición, nunca une. La puerta es una puerta digna, apenas muestra ciertos signos de tristeza en su barniz deslavado.
En primer plano aparece una mujer de perfil. Su perfil muestra la belleza de los murales mayas. Ella, la mujer, también coqueta, tiene un arete dorado, que tiene semejanza con las armellas de la puerta. El arete es sencillo, menos ostentoso y conserva su libertad, pues, a pesar de que tiene un par, éste siempre está colocado del otro lado. Nada los une, a pesar de que siempre forman un par.
Si observan con atención, la mujer pela cacahuates. Tiene en sus manos un cacahuate al que le quita la cáscara. En la bolsa donde tiene las manos queda el desecho, en la otra bolsa, la que se aprecia más al fondo, coloca los cacahuates pelados. Luego forma bolsitas que vende a cinco y a diez pesos. Sobre sus piernas coloca un trozo de tela a fin de evitar el polvillo de la cáscara. Cada vez que tiene un montón de cacahuates pelados, la mujer lleva ambas manos cerca de su boca y sopla, sopla para que la cascarita menuda vuele y los cacahuates queden limpios. Por esto, Arminda dice que no compra cacahuates pelados, ella (a quien le encantan los cacahuates comitecos, porque, modestia aparte, son los cacahuates más ricos del mundo) siempre compra la “medida” con cáscara. Ella, cuando llega a su casa, los pela, con cuidado. Los cacahuates pelados los pone en un recipiente de porcelana, le echa limón, un poco de chile piquín y un tantito de sal. Remueve bien, con una cuchara y come los cacahuates, poco a poco.
Cuando ve a una vendedora de cacahuates y ve que la mujer acerca los cacahuates pelados a su boca y sopla dice que algo de saliva sale de su boca, por esto, los llama “los escupiditos”. Los escupiditos no sólo son los cacahuates. Arminda recuerda una taquería donde la vendedora de tacos sacaba una tortilla caliente, la colocaba en sus manos y ahí ponía la carne de cerdo, pero, como la tortilla casi quemaba, ella acercaba la tortilla a su boca y, de igual manera, soplaba para no quemarse. Los tacos también fueron “los escupiditos”.
La vendedora de cacahuates mira al frente, por donde los hombres y mujeres caminan con rumbo al mercado. Ella está sentada cerca de la entrada principal del Mercado Primero de Mayo. Su utilería es muy sencilla: un canasto; bolsas de plástico, transparentes; una cubeta que le sirve de base para colocar el canasto; y los cacahuates. ¿Cuánto gana al día? No debe ser mucho, pero debe alcanzarle para su diaria manutención. Todos los días llega a vender. ¿Desde hace cuánto tiempo? Sólo ella y Dios lo saben. La gente pasa, a veces se detiene y compra. Los simpáticos siempre hacen la broma cuando ven a un hombre comiendo estos cacahuates. Corre la versión de que el cacahuate es afrodisiaco, que ayuda a “recargar pilas”. Por esto, en Comitán al cacahuate le dicen el “viagra de los pobres”. Dicen que controla el colesterol. No sé. Yo a veces compro estos cacahuates, no para el colesterol, ni para lo otro. Lo como porque tiene un sabor exquisito y siempre, siempre, me remite a mi infancia. Es como un boleto hacia el pasado, hacia mi identidad. No como los cacahuates transnacionales, siempre prefiero los de casa, aunque estén escupiditos.

sábado, 6 de julio de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN CUARTO PUEDE SER UN MEDIO





Querida Mariana: el título de esta carta no es problema de matemáticas. ¡No! Es un simple juego de palabras. ¿Un cuarto puede ser un medio? Sí, un cuarto de hotel o un cuarto de casa puede ser un medio para acceder a otro espacio. Incluso, hay gente tan lista que hace de los cuartos ¡enteros! Son los genios.
Los cuartos de hotel y de las casas alientan mi imaginación. Pienso que la mayor intimidad se logra en esos espacios. El cuarto es el mejor refugio para el espíritu. Todos los demás espacios de las casas están pensados para albergar “multitudes” (esto de multitudes, lo digo en sentido figurado, porque en el patio de la casa no cabe lo que sí cabe, por ejemplo, en el Estadio Azteca). El cuarto está pensado (diseñado, iba a decir) para uno o dos. Claro, hay familias que meten hasta el loro en los cuartos.
Ya sé, ahora dirás que el baño también está diseñado para individuos y que el cuarto no se llama cuarto sino recámara. Pues no, en Comitán, la palabra cuarto lo usamos como sinónimo de recámara o dormitorio. Por esto un cuarto puede ser un medio: ¡un medio para hallar la armonía! Puede ser esto, pero también puede ser lo contrario: un medio para entrar al laberinto del terror. En los cuartos se concentra la vida, con intensidad.
Los cuartos poseen un misterio. A los cuartos sólo entran los muy cercanos, los más íntimos. Cuando alguien llega a casa lo recibimos en la sala. La sala, por lo regular, está más o menos limpia. ¿Los cuartos? ¡Ni me digás! Estoy seguro que vos no tenés una pantaleta encima de un sofá de la sala; sin embargo, en tu cuarto, a veces, aparece una pantaleta encima de la silla de plástico, color rosa. Los cuartos (sobre todo los de ustedes, las adolescentes) son un tiradero, como si fueran tianguis de Tepito.
Vos, igual que yo, has estado en muchos cuartos. No, no te enojés, no estoy tratando de decir lo que no digo. Digo que vos has viajado a muchas partes de México en compañía de tus papás, incluso de Estados Unidos, por lo que, como barco mareado, has atracado en muchos cuartos de hotel. Y yo -aunque no soy viajero-, por mi edad he andado metido en muchos cuartos (los de las casas donde he vivido, los de alguna posada y los de las casas de huéspedes en mi tiempo de estudiante). ¡Muchos cuartos! En algunos sólo he estado una noche, en otros he pasado más tiempo, mucho tiempo (¡muchas horas de nuestras vidas se quedan botadas en cuartos!).
En los cuartos hemos pasado buena parte de nuestra vida. Cada uno recuerda los cuartos con afecto o con odio. Ya te conté que en la casa de mi infancia había un cuarto que nunca se abría, bueno, había dos. Uno era un cuarto donde la propietaria (una señora de alta alcurnia, de apellido Esponda) guardaba el menaje original de la casa: candelabros de cristal cortado, muebles estilo Luis quién sabe qué siglo, alfombras turcas, bibelots de porcelana finísima y pinturas maravillosas. El otro cuarto, cuarto húmedo, oscuro, nunca se abría por quién sabe qué razón. La sirvienta decía que porque ahí había muerto fulano de tal y el muertito se acordaba de vez en vez de su cuarto y regresaba como alma en pena. Esto último me causaba escalofríos y me repegaba a ella cuando lo contaba. Ella reía. Pero, ahora que lo recuerdo, pienso que esta historia reafirma mi tesis de la importancia del cuarto. ¡Hasta los fantasmas adoran los cuartos! Si alguien hiciera una encuesta vería que el cuarto es el espacio que más visitan los fantasmas. Los fantasmas casi no se aparecen en los patios centrales; casi no se aparecen en las cocinas (debe ser que ya no necesitan comer). ¡Ah!, pero cómo se aparecen en los cuartos. Por esto, los niños temen la llegada de la noche, por esto piden a sus mamis que no apaguen la luz, piden que se queden con ellos hasta que el sueño los alcance. ¿Recordás la película Monsters, inc.? Pues entonces recordarás la escena donde el monstruo (simpatiquísimo) se le aparece a la niña. Todos los monstruos entran a los dormitorios. Los cuartos son los espacios donde obtenemos las mejores experiencias de la vida, en medio del misterio (por esto, los moteles son negocios redonditos).
En casa de tía Anita compartí cuarto con Enrique. Recién habíamos llegado a la ciudad de México, para estudiar, yo en la UNAM y Enrique en la UAM. El cuarto daba a un patio trasero, un patio que era patio común con el vecino. El cuarto tenía una gran ventana y ésta lo llenaba de luz. ¡Era un cuarto iluminado! A mí me deslumbró, porque el cuarto de mi casa paterna era un cuarto más bien oscuro. Como la casa tenía toda la traza de la casa comiteca, mi cuarto estaba al fondo de un corredor. No tenía ventanas, sólo una puerta con dos breves ventanucos que, en la noche, se protegían con postigos de madera. De esta manera, en la noche, todo quedaba a oscuras. La luz del patio sólo lograba colarse por una más breve línea que había encima de la puerta. Por esto, ya podrás imaginar el deslumbre que me significó aquel cuarto de la ciudad de México, con la enorme ventana. En la noche corríamos la cortina transparente y ella apenas disimulaba la luz, la hacía más tenue, más afectuosa. En noche de luna llena el cuarto era como el patio de mi casa paterna.
A mí nunca me ha gustado el género de terror en el cine. No soy afecto al género de terror en ninguna de sus manifestaciones. Odio las caricaturas donde aparecen descabezados. Pero, por insistencia de Enrique, lo acompañé al estreno mundial de El exorcista (película en donde la actriz principal vomita un vómito verde que hasta la fecha me resulta repulsivo; película donde la cabeza de la niña exorcizada da vueltas como si fuese trapiche loco). ¡Dios mío, qué película tan de cuarto oscuro! Cuando regresamos a casa (como a las doce de la noche), Enrique entró al baño a lavarse los dientes, yo me quité la ropa, me puse el pijama y me acosté en mi cama, aún con la sensación de terror provocado por la cinta. Enrique entró al cuarto y apagó la luz. La claridad del patio entró al cuarto. No sólo la claridad, también el lamento de un perro, del perro cuyo dueño era el vecino (ya te dije que el patio era compartido). ¡A mí se me heló todo el cuerpo! El perro no ladraba, se lamentaba. No podía cerrar los ojos, porque la imagen de la exorcista aparecía. “¡Puta madre!”, dijo Enrique. Tampoco podía dormir. Esa noche dormimos con la luz prendida. Hasta la fecha, cierro los ojos cuando veo un cartel que anuncia El exorcista.
¿Por qué te cuento esta historia boba? Porque creo que los cuartos completamente a oscuras no producen tanto miedo como los que permiten el paso de la claridad de la luna. La penumbra es más terrorífica, permite que el hombre mire sombras y mire cómo las cortinas se mueven. Y esta idea me llega desde el Cine Comitán. Ahora sé que las películas de Santo contra los zombis o contra los marcianos eran filmadas a plena luz del día, pero para dar la sensación de penumbra colocaban algunos filtros a las cámaras. Este aditamento hacía que las escenas adquirieran un tono de cuarto de casa de tía Anita, en noche de exorcista, con lamentos de perro. Quien está encerrado en un cuarto completamente oscuro permanece en la ceguera y los ciegos no se espantan. No tienen referentes contrarios. El terror de un cuarto aparece en el instante que nuestro ojo (gracias al prodigio de la luz) mira sombras. Los ciegos, me han contado, no miran fantasmas (este verbo lo coloco acá sin intención irónica). Podrás decir que sí los sienten. ¡No, tampoco! Tampoco porque si un fantasma toca sus manos, ellos (los ciegos) creen que es alguien de carne y hueso. “¡Pucha! -dicen- que frío estás vos, ponete un suéter”, y el fantasma se atonta y se sienta a llorar, porque, se sabe, el oficio de todo buen fantasma es espantar. Los ciegos no se espantan.
Hoy, las nuevas tendencias arquitectónicas demandan recámaras iluminadas y con mucho aire. Los cuartos de las viejas casas comitecas, con techos altísimos, eran húmedos y oscuros. Recuerdo que mi tía Elena, cuando se puso malita, permanecía en su recámara todo el día. Como no recibía el sol, su piel tomó la coloración de un mango seco y comenzó a desgajarse como si fuese una de esas cortinas bordadas que comienzan a pudrirse. En su oratorio, siempre, ardía una veladora frente a la imagen de la Virgen de los Remedios (que no debe ser muy milagrosa, porque la enfermedad de mi tía se agravaba y no hallaba remedio). Siempre pensé que si a mi tía la hubiesen sacado al sol y al aire del patio ¡no habría muerto tan pronto, ni de manera tan jodida!

Posdata: no me gusta viajar porque debo dormir en cuartos ajenos, de hoteles de buena o mala muerte (Cortázar se quejó toda su vida del hotel Camino Real, de la ciudad de México). Dios mío, no sé tu experiencia, pero la mía ha sido ingrata. Me han tocado unos dormitorios horribles. No duermo, porque pienso en el hombre o en la mujer que durmió en esa misma cama la noche anterior. Si fue mujer, puedo imaginar que fue una muchacha bonita y entonces tengo la propensión a oler el colchón para ver si algo de su aroma quedó impregnado y entonces no duermo porque pienso en ella y en su cuerpo, sus pechitos, sus piernas y su cuello. Pero, la mayoría de veces, pienso que fue un hombre quien durmió en esa cama de hotel y entonces, ¡Dios mío!, pienso en un viejo borracho, con la baba a mitad de la almohada. Tampoco duermo. Perdón, niña bonita, pero entro a un cuarto de hotel y huelo un tufo de pedo y de semen. ¡Perdón, estoy muy prosaico!, pero así es.
Tal vez la sirvienta de mi casa de infancia tenía razón y el cuarto permanecía cerrado porque algún fulano murió ahí (la mayoría de personas muere en sus camas, en sus cuartos. ¡Dios mío!). Por pudor, entonces, los dueños de casa cierran esos cuartos. Bueno, probablemente ahora ya no se da el fenómeno. Ahora las casas son tan pequeñas. Pero, ¿qué sucede en un hotel? Nunca he visto un cuarto cerrado. Si alguien muere adentro de una habitación (y esto se da a cada rato en todo el mundo), a la semana siguiente un vivo entra a dormir a ese cuarto, porque todos los viajeros no saben las historias que se dan en los cuartos de hotel. A veces, al entrar a una habitación de un hotel, siento una energía extraña, oscura. Pienso que una noche anterior pudo haber alguien, borracho, golpeando a una mujer. Por esto no me gusta viajar.
Hace muchos años estaba enamorado de una niña bonita. Una tarde que tomaba una cerveza en el bar del Hotel Robert’s, un amigo entró y me dijo que había visto a mi amor platónico salir del cuarto número tal, en compañía de un hombre (me lo dijo para causarme celos). Yo, me levanté de la mesa, dije que iría al baño y fui a la recepción. La recepcionista era mi conocida, había trabajado para mi papá. Le pedí que me prestara la llave del cuarto número tal. Ella me dijo que no, que estaba prohibido. Como había visto en las películas saqué un billete y lo puse sobre la barra. Ella dijo que no, vio hacia los lados y se dio la vuelta. Pensé que había fallado el método. No, ella se dio la vuelta para buscar la llave. Me la entregó apurada y luego se guardó el billete. “No tardes”, dijo. Entré a la habitación. Tenía una ventana enorme, que daba al patio del estacionamiento. Las sábanas estaban desperdigadas por la cama. En una mesa redonda había un vaso con olor de alcohol. Deduje que había sido de su acompañante. Cerré la puerta y levanté las sábanas, toqué el colchón. Ahí había estado mi afecto, minutos antes. Cerré los ojos e imaginé la escena. ¿Por qué tuve esa reacción? Aún ahora no lo sé. Regresé a la mesa y pedí otra cerveza. Conté a mi amigo qué había hecho. Él se llevó las manos al estómago para calmar tantito su risa. “Qué pendejo, sos -me dijo- fue una broma, no fue cierto”.
¿Cómo pude pensar que era verdad? El Robert’s no era un hotel de paso. Aunque, ahora que lo pienso, pienso que tal vez alquilaban las habitaciones a más de dos calientes que salían de la Disco Tzizquirín, en los años setenta.
Un cuarto puede ser un medio, un medio para reflexionar acerca de la vida y de la muerte; de la fragilidad del ser humano. En los cuartos pasamos una buena parte de nuestra vida. ¿Qué hacemos en ellos? ¿Qué travesuras hacés vos en ese espacio tan íntimo? ¡No, no me lo digás! Soy celoso, por naturaleza. Sufro.

viernes, 5 de julio de 2013

LÍNEAS EN LA CARRETERA



Fotografía: Archivo de El Heraldo de Chiapas.



A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como nieve en medio del desierto, y mujeres que son como alces para que calces.
La mujer nieve en medio del desierto es como una alcancía sin dinero. Elige las palabras en la oscuridad, lo hace así para no errar. Ya se sabe que quien camina en la mañana puede equivocarse a la hora de pescar libros por la tarde.
Invita a su amado a caminar en la carretera, como si fuese un pato en laguna o como si fuese la tristeza trepando a la montaña. Caminan, él y ella, a la hora en que la luna se desgaja como anillo de Saturno a mitad del cielo.
Si algún monstruo aparece en medio del bosque y la atrapa, ella intenta desasirse, mientras grita: “¡Auxilio, un monstruo me coge, me coge!”. En las cabañas del Centro Recreativo nadie hace caso. El viejo Eusebio, mientras mastica el habano, comenta: “Ah, qué fastidio, otra muchacha caliente”. Pero ella no se derrite en las garras de fuego, sobrepasa la niebla de fastidio. Sabe que todos los hombres son como dunas, como relojes que no se detienen ante el témpano.
La mujer nieve en medio del desierto es como una hielera a mitad del horno. No reconoce la coincidencia de la piedra, ni la similitud del aire. Siempre imagina que la naturaleza puede modificarse con voluntad. Imagina que el arco iris es una alfombra en la sala de teve; imagina que los hombres tienen alas y vuelan por encima de los rascacielos; imagina que las guitarras tocan ondas eléctricas y son como turbinas generadoras de energía. Por esto, imagina que no son necesarias las presas eléctricas, bastan ochenta y dos grupos de rock para iluminar a una ciudad como Tuxtla Gutiérrez.
Le gusta dibujar. Dibuja sobre cartones, con lápices grasos. Le gusta dibujar ilustraciones de carros de carreras. Por esto, odia la inmovilidad; por esto siempre lleva en su bolso una autopista sin “fantasmas”.
Asimismo disfruta reconocer las ventanas de las loncherías y de los cafés que atienden veinticuatro horas al día. Se acerca a las vidrieras y mira las mesas de plástico, las sillas de color naranja; le fascina ver a las meseras, con sus vestidos cortos y sus mandiles más breves; le encanta ver cómo la gente mira las cartas y elige. Ese momento es como cuando alguien se acerca y pregunta ¿me quieres?, y ella cuestiona: ¿Será bueno el platillo de este amado? ¿Estará bien condimentado? ¿Usará vegetales orgánicos a la hora de usar su órgano en mi vegetal?
En el anverso de la puerta de su casa tiene un pizarrón colgado. Un pizarrón similar al que existió en la escuela donde estudió su primaria. Lo hace para conjurar los complejos donde la fórmula del sodio era una lata y la lata era un cilindro y el área del rectángulo se confundía con el perímetro del sueño.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un cuadro de Van Gogh a mitad del río, y mujeres que son como el escenario donde los cuadros del museo son simples sueños.

miércoles, 3 de julio de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN TROMPE-TISTA





Escribo en julio para Julio. Porque Juanita jugó ayer al juego de “¿quién es?”, y Marcos (siempre Marcos, encuadrando todo) dijo que era un famoso trompetista que tocaba en el Metro de París, que colocaba un sombrero frente a él (para las monedas) y sacaba el instrumento de la caja. ¿De la caja? ¡Por amor de Dios! Bueno, bueno, del estuche. Juanita se rió, no tanto por lo del estuche caja cajón, sino porque el de la foto es Julio y él sólo tocaba adentro de su cuarto de juegos. Él tocaba la trompeta como un juego más. ¿De veras?
La escena es precisa, exacta. En el cintillo inferior se lee que Alberto Jonquiéres fue quien tomó la foto. Alberto fue gran amigo de Julio (por ahí, el año pasado, apareció un libro que se llama “Cartas a los Jonquiéres”, donde, dicen los presentadores, se advierte que eso de que era casi imposible intimar con Julio ¡es falso! Claro, no todo mundo podía esquivar las piedras de su montaña, pero había gente con la que Julio era más que agosto, más que septiembre).
Escribo en julio para Julio, quien cierra los ojos y toca. En la pared del fondo se advierte la esquina inferior de un cuadro. Es un paisaje. Pareciera un paisaje marino o un paisaje terrestre. El paisaje celestial es el que está concentrado en sus manos enormes, que casi casi cubren el instrumento. Julio se recarga en la otra pared, en la pared que coincide con la del cuadro. Está en una esquina y el día es luminoso, tan luminoso que provoca sombras rotundas en las paredes. ¿Qué hace Julio en una esquina a mitad del día? ¡Toca! Bueno, bueno, esto fue lo que hizo en cada instante de su vida: tocó el mundo para tocarnos con sus letras. Aunque, acá se ve, también le encantaba tocar la trompeta. Quienes conocen a Julio saben que acá toca un jazz (nada de música grupera o de banda. ¡Por amor a Dios!).
Junta los labios para dejar un solo huequito por donde escape el aire e inflame el globo metálico que se llama trompeta (también para besar deben juntarse los labios, también para hacer que las palabras vuelen).
Si los lectores ven con atención mirarán que la magia está concentrada en el extremo de la trompeta, ahí donde, por lo regular, salen las notas. ¿Ven que, en este caso, hay algo como sombras que se confunden con los destellos de luz? ¿Lo ven? Esas sombras son cronopios que, traviesos, juguetones, se asoman como ratoncitos y miran cómo está el clima del mundo. ¿Será bueno salir ahora o quedarse adentro de esta cuevita, donde estamos tan a gusto? Por esto, Julio cierra los ojos, porque siente que los cronopios (los invisibles) trepan por sus dedos que se mueven al ritmo de la música. ¡Ah!, a los cronopios invisibles les encanta trepar por sus dedos (enormes dedos) que son como montañas que se contonean al paso de un temblor. Juegan, los cronopios juegan al sube y baja. Julio juega, juega a que se recarga contra una pared y sueña, sueña a que en los cachetes se le forman hoyitos donde, los cronopios, ¡siempre!, resbalan y dejan que el mar del aire se azote contra ellos.
Escribo en julio para Julio, sólo para advertirle que acá, de este lado, celebramos los cincuenta años de Rayuela, los celebramos sin cuenta para comenzar otra cuenta, donde Juanita juega el eterno juego de “¿Qué es una trompeta que no es un barco, que no es una mesa, que no es una cuchufleta?”.

lunes, 1 de julio de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE DESCUBRE UN HILO DEL SECRETO DE MIRTHA





Mirtha Luz es poeta. Su papá, mi maestro de quinto de primaria, advirtió la hendija por donde se cuela la luz y la llamó así, en segundo nombre, la llamó Luz, no Hendija. Y la llamó Luz en segundo nombre, porque no es bueno ser el primero de la fila. Los primeros son los primeros en caer al vacío, los primeros en recibir la bala del contrario, los primeros en atar la cuerda al condenado. Por esto, es bueno tener dos nombres y elegir, para cuestiones de vocaciones, para asuntos de vida, el segundo nombre. Mirtha se llama Luz, es luz. Acá, en esta fotografía, se ve una mesa de plástico, blanca; unas hojas con textos, unos brazos vestidos y una botella de agua, minúscula, casi casi como envase de esos tradicionales refrescos mexicanos que se llaman “chaparritas” (a mí me gusta la “chaparrita” de uva, a mi Paty también le gusta este sabor y este refresco). Estas “chaparritas” parecieran ser primas hermanas de las botellas que contienen alcohol y que se llaman “charritos”. Todo en diminutivo. Así se pasa la vida. Las chaparritas dando vida y los charritos procurando la muerte.
Mirtha se llama Luz y Luz es, igual que las chaparritas, una mujer como seto de esos que delimitan terrenos, de esos setos que dejan pasar el sol, el aire y la vista. Dan vida, pero lo hacen de manera tan sutil que pareciera que no tienen más oficio que descifrar el oficio de las plantas al crecer. Este, parece ser, el oficio de Luz, el oficio de poeta.
Mirtha se llama Luz y tiene un secreto. Un hilo de ese secreto está expuesto en esta fotografía. ¿Ya vieron el hato de papeles del primer plano? ¿Alguien sabe qué es? Cada uno de estos papeles es una bolsita de alguna infusión. Ya es tarea de los Sherlock Holmes del mundo descubrir qué infusión es. Las pistas son “con anís” y “Sevillana”, palabras que se muestran como huellas de nube. Imagino que la poeta bebe esta infusión y aprovecha las bolsitas para escribir ideas, mundos, universos. Este es un hilo que nos hereda: el papel debe ser mínimo para que las palabras sean precisas. Si el poeta tiene en su escritorio un rollo de papel higiénico (por ejemplo) escribirá y escribirá metros y metros de palabras y tanta prolijidad tiene el riesgo de terminar siendo palabra higiénica y ya se sabe que la palabra sin medida sirve para maldita la cosa. En cambio, si el poeta tiene una bolsita de infusión no tendrá más opción que elegir las palabras para que no se salgan del cuadrito. Así, tal vez, la poeta logra escribir poemas condensados, granos de luz, infusión para el espíritu.
Mirtha acaba de publicar el libro “Luna Riluna”, que es una selección de poemas mínimos dedicados a los niños. Un poema de Mirtha dice: “La luna es un cántaro de luz”. Punto. Punto final. Sí, el papel de la infusión no permite rebosar ese cántaro. Todo buen poema cabe en un papelito sabiéndolo acomodar.
Tal vez esto es un hilo del secreto de Mirtha. No usa rollos de papel higiénico, ni pesados rollos de papel para la prensa. Ella, como si fuese un consumado perfumista, busca la esencia y la decanta. Basta una gota de Mirto para perfumar el espíritu; basta una gota de luz para iluminar el corazón. Nunca el primer nombre, mejor el segundo, porque detrás del muro de viento siempre está el hilo que jala el aire de la vida.