sábado, 13 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA A COMITECO




Querida Mariana: en esta carta la palabra comiteco no alude al originario de Comitán sino a la bebida mítica que así se llama.
Hace como dos años acudí a una reunión. Ahí estaba, entre otros amigos funcionarios, un compañero que no me conocía de tiempo atrás. La mesa estaba llena de botanas: chorizos, tostadas con asiento, chicharrón de hebra, quesillo, butifarras y demás delicias de la gastronomía comiteca. Cuando se acercó el mesero y ofreció bebidas todo mundo pidió cervezas, güisqui, ron y otras bebidas alcohólicas. Yo pedí un vaso con agua y un limón que exprimí para hacer una limonada sin azúcar. “¿Con hielo?”, preguntó el mesero. No, dije, no bebo con hielo. El compañero ocasional estaba frente a mí, vi que metía su mano en la bolsa del pantalón, sacaba su cartera y de ésta dos billetes de quinientos pesos que puso sobre la mesa. Pregunté qué apostaban. Sergio, quien hace más de veinte años fue mi alumno en secundaria, se paró y ordenó que todos callaran, dijo: “Acá, fulano de tal, apostó mil pesos a que Molinari jamás ha bebido trago”. Todo mundo soltó la carcajada, fulano de tal miró a uno y otro lado de la mesa, con cara de ardilla desorientada. Yo, con pena, le dije: “Gracias por su generosidad, pero debo notificarle que ya perdió sus mil pesos”. Hubo aplausos, Sergio tomó los dos billetes, pidió a la marimba que tocara una diana y cuando la diana terminó, soltó los dos billetes sobre la mesa, como si la apuesta iniciara y dijo: “La otra de Buchanan’s corre por cuenta de fulano de tal”, de nuevo todos aplaudieron y gritaron, y los marimbistas volvieron a ejecutar una diana.
Sí, los demás compas me conocían perfectamente. Fulano creyó que siempre había sido un abstemio. ¡No! En mi juventud conocí todas las cantinas de Comitán.
Ahora te cuento esto porque leyendo el libro “Vida de un escritor”, de Gay Talese, me enteré que en Nueva York hubo un restaurante que quebró porque su propietario era “el mejor cliente” de su propio restaurante. Acá en Comitán yo fui testigo de un comportamiento semejante. A don Armando, papá de un querido amigo, se le ocurrió una tarde invertir su paga, tiempo y trabajo en la atención de un bar: “El apolo”, que estaba ubicado a media cuadra de donde ahora está la biblioteca pública regional Rosario Castellanos. Cuando Comitán se enteró de la noticia, la mayoría de bebedores estuvo de acuerdo que le iría muy bien, porque don Armando tenía muchos amigos y su esposa, doña Chelo, tenía una mano para los guisos que los paladares más exigentes se rendían ante su sazón. Así fue en efecto, los primeros días. Los bebedores comitecos abarrotaron el local y salieron (medios bolos) hablando exquisiteces de las exquisiteces que preparaba doña Chelo. Una tarde, la noticia corrió como reguero de pólvora: don Armando y doña Chelo estaban traspasando el local. ¿Por qué? Alguien (nunca falta) comentó que el negocio estaba a punto de la quiebra. ¿Cómo era posible si todos los días “El apolo” estaba a reventar y los comensales más que satisfechos? Entonces se supo que a don Armando le había dado el mal del ilustre restaurantero de Nueva York. Don Armando, ya que estaban llenas todas las mesas, se sentaba en una y departía con el grupo de amigos que la ocupaba. A las seis de la tarde, las cervezas y una que otra cuba ya habían hecho estragos en el organismo del dueño, casi anfitrión, y a la hora de pedir la cuenta, él movía las manos como espantando moscas y decía que no, que no era nada, que él invitaba. ¡Padre mío! Ahí, como en coladera, se iba la ganancia del día.
Lo de don Armando es una simple anécdota de las cantinas, porque en estos establecimientos se da la síntesis de la vida. Ahí aparece la risa más desbocada, como caballo a mitad de una pradera; el enojo más atrevido, como piedra filosa que cae en alud; así como el dolor de elefante en su santuario. En la cantina se celebran victorias y se lamentan derrotas. Y yo, no podía ser de otra manera, viví toda esa gama de emociones. Como cualquier bebedor lloré de alegría y de dolor y, en ocasiones, hubo necesidad de que el mesero llegara a decirme que ya era hora de cerrar y me ayudó a subir a un taxi para que me llevaran a casa.
Todo mundo conoce las anécdotas de la cantina de tío Tavo, cantinero que ofrecía las famosas macharnudas exigiendo que el bebedor dijera de cuántas cuadras la quería. Cuenta el mito que, en efecto, si el bebedor la pedía de diez cuadras, cuando éste salía a la calle caminaba diez cuadras y quedaba rendido, agotado, reclinado sobre una puerta. Por eso, los expertos recomendaban que el bebedor midiera bien la distancia del bar a su casa y pidiera la bebida con dos cuadras de sobra, para que le diera tiempo de llegar a botarse en su cama.
Pero un rasgo admirable en tío Tavo era su horario. Como a las cuatro y media de la tarde avisaba que ya iba a cerrar porque era hora de comer. A las cuatro y media (todo mundo lo sabe) es la hora que los comensales comienzan a agarrar fuerza en la bebida, es la hora en que ya todo mundo bebió cervezas y aparece el amigo con la idea de pedir una botella a consumo (que los bebedores saben que es la mayor mentira del mundo, porque siempre la botella se agota). Los bebedores que no conocían el protocolo de tío Tavo se molestaban, pero él no les hacía caso, casi casi los corría, cerraba el bar e iba a su casa a comer, como Dios manda. A las siete de la noche volvía a abrir. Con este horario era muy difícil que alguien se emborrachara en su local. Tío Tavo era un verdadero sacerdote de Baco (en su casa tenía un letrero que decía: “Laboratorio del Dios Baco”). Propiciaba el encuentro entre amigos, la plática mordaz, el comentario gracioso. Jamás se dio la tragedia del llanto o el filo de la violencia. Por eso todo mundo pedía ¡larga vida a tío Tavo! Hoy su memoria sigue brillando en la sucesión, pues sus herederos ofrecen la famosa bebida y ya la convirtieron en franquicia. Claro, su protocolo ya no es respetado.
Otro dueño de bar – restaurante famoso fue el propietario de Puerto Arturo, local que estaba en una lateral del bulevar y al lado del edificio que mandó a construir y que se llamó Salón Paty, en honor a su hija. Una vez fuimos los amigos a tomar unas cervezas. Nos pusimos de acuerdo que no fueran más de tres, porque todos teníamos compromisos para la tarde, Quique debía ver a su novia, Javier iba a firmar un documento con su papá, y Jorge y yo habíamos decidido ir al cine a ver Ben-Hur, con la actuación de Charlton Heston. En teoría nuestro plan estaba resultando tal como lo habíamos pronosticado. Pedimos la tercera ronda de cervezas y la cuenta. El mesero nos llevó las cervezas y mixiotes, como botana. En ese tiempo sólo don Arturo preparaba esa comida, que es más común en regiones del centro de México. La plática fluyó sabrosa, casi al ritmo en que fluyó el río de la cebada y el lúpulo en nuestras gargantas. Acabamos la bebida, la comida y Jorge llamó al mesero para exigir lo que ya habíamos pedido con antelación: ¡la cuenta! Pero, ¡oh, sorpresa!, el mesero no llegó con la nota de consumo, sino con una charola con cuatro cervezas más y dos platos con chicharrón de hebra y frijoles refritos. “Que dice don Arturo que éstas son por cuenta de la casa”, y las dejó sobre la mesa con su mejor sonrisa. ¡Pucha, qué generosidad del dueño! Todos coincidimos que seríamos unos desgraciados si despreciábamos tan noble acto, así que, sin dar tregua, comenzamos a beber las cervezas.
Sí, mi niña, ya descubriste la estrategia, ¿verdad? Al terminar la cerveza invitada nos sentimos comprometidos a pedir la quinta y después de la quinta, ya bien picados, pedimos la botella a consumo, que se agotó a la par que nosotros agotamos nuestros planes y nuestra paga. Ben-Hur nos valió un soberano cacahuate, el papá de Javier lo castigó, y la novia de Quique estuvo a punto de mandarlo a volar a Uninajab sin boleto de regreso.
Te he contado anécdotas de La Jungla, cantina que estaba en la calle que va al Club Campestre. No sé si la afición desmedida de Quique por el equipo de Jaguares sea porque él presenció el nacimiento de ese equipo o porque crecimos en medio de la Jungla, al ritmo de canciones de Fernando Valadez. Porque, si debo ser sincero, en dos o tres tardes salimos rugiendo de bolos de la famosa cantina.

Posdata: Gay Talese ha sido un consumado visitante de los restaurantes más famosos de Nueva York y del mundo, de ahí ha pepenado miles de anécdotas y comportamientos. La gente en los restaurantes adopta otra personalidad. Lo mismo sucede en las cantinas. Hay varias cantinas comitecas que son nombradas con emoción, bien por el entorno o por la riqueza de las botanas que sirven. Yo recuerdo los primeros tiempos del Camino Secreto, cuando bajábamos hasta el fondo del sitio de la casa y nos servían cervezas bien frías en una mesa que colocaban al amparo de la sombra de un árbol de aguacate. Ahí platicábamos bien galán. Algún pájaro se atrevía a cagar nuestras botanas o nuestras camisas, pero eso no cortaba en absoluto la carcajada fresca de la vida.
En las cantinas está concentrada la vida y la muerte. Larga vida a las cantinas que eluden esta última y sólo dan cabida a la camaradería y al feliz convivio.