lunes, 15 de agosto de 2016

SIN PALABRAS




En el Facebook publican etiquetas graciosas, del estilo de: “Dejá vos lo guapo, ¡soy comiteco!”. Si alguien me forzara a definirme de esta manera diría: “Dejá vos la cara de piedra, soy callado”.
Si analizo por qué no tuve novia cuando fui adolescente llego a la conclusión de que no fui como Ramiro. Si Ramiro le echaba el ojo a una muchacha bonita, un día después ya andaba dando vueltas en el parque con ella. Ramiro poseía una gran capacidad para llamar la atención de la interfecta a través de una conversación agradable e ingeniosa.
Mi timidez estaba sustentada en que yo no sabía de qué hablar con una chica. O tal vez era al contrario, mi casi mudez provocaba que yo dudara en acercarme a ellas. Una vez vencí mi temor, que me hacía sudar como si estuviese en un yacusi, y me acerqué a la muchacha que me gustaba (desde siempre). “¿Te puedo acompañar?”. Sí, dijo ella, caminaba por el parque con rumbo a su casa, que estaba a tres cuadras. Ahora que lo escribo creo que no fui desleal, cumplí a cabalidad lo que prometí: La acompañé. Claro, lo hice sin decir palabra alguna. Mientras caminábamos juntos, yo, sintiendo un calor inusual en mi rostro, pensaba qué decirle. Lo más fácil hubiese sido preguntar cómo le iba en la escuela, pero eso (según yo) caía en el terreno de las preguntas comunes y Ramiro me había instruido en el arte de conversar, diciendo que lo más efectivo era contar alguna anécdota simpática, algo que hiciera reír a mi acompañante. Pero yo, ¿qué podía contar? No tenía anécdotas graciosas. Estaba convencido de que era un inútil para contarlas. Cuando estaba en el círculo de mis amigos, cuando en la conversación aparecía un tema que me recordaba alguna anécdota personal comenzaba a contarla, pero diez segundos después veía que la atención de mis amigos se diluía y yo, ya sintiéndome como clavadista mexicano en juegos olímpicos, me aventaba a la alberca, procurando terminar mi narración lo más pronto posible. Por la rapidez que le imprimía a mi relato, cuando estaba a punto de entrar al agua (siguiendo el ejemplo del clavadista) no lograba la vertical y mis calificaciones oscilaban entre cuatros y cincos, igual que los paisanos participantes en la olimpiada.
Aquella vez que me atreví, comencé a sudar más y más. Si en algún momento logré descubrir algún tema como plática ya el sudor había provocado mi mudez. Dos cuadras soporté acompañarla, porque percibí que ella también iba muy incómoda. Era una imagen poco prometedora ver a dos muchachos que caminaban cada vez más pronto para que el tormento mutuo cesara. Así que, al llegar a la esquina de la segunda cuadra, dije: “Adiós” y quedé parado, mientras ella continuó caminando. La vi alejarse, esperando que ella volviera su mirada y con ello me dijera que no todo había terminado, pero ella echó a correr, sin voltear para nada.
En camino de regreso al parque traté de recordar si ella había respondido a mi despedida, pero caí en la cuenta que ella nada había dicho. Es decir, mi intento de ligue había consistido en dos oraciones de mi parte: “¿Te puedo acompañar?” y “Adiós”, mientras ella sólo había mencionado un “Sí”, por cierto no muy emocionado.
Desde siempre he sido callado. Ahora lo soy más. Y lo soy más porque tal comportamiento lo he ido perfeccionando con base al oficio que practico: la lectura.
Ahora entiendo por qué la lectura y el cine han sido los grandes entretenimientos y pasiones de mi vida. Ambas actividades demandan mi atención sin exigir que yo diga alguna palabra.
Las relaciones sociales no están hechas para mí. Cuando debo atender a algún funcionario trato de eludir mi responsabilidad y si tal prodigio no me es dado hago una relación de preguntas comunes: “¿Cómo le va?”, “¿Hace calor en Tuxtla?”, “¿Cómo ve el asunto del magisterio?”, y las lanzo en cuanto recibo al personaje. Pido a Dios (lo pido con todo mi corazón) que la persona se extienda en sus respuestas, procurando que no se agoten a la primera vuelta. Pido también (con todas mis fuerzas) que se acerque alguien para formar el tercio que tanto odian los enamorados y que yo lo veo como mi tabla de salvación.
Quienes me conocen saben que soy un lector empedernido. Siempre me acompaño con un libro en las manos. A veces, para disimular mi complejo, antes de abrir el libro le pregunto: “¿Te puedo acompañar?”. Siempre, indefectiblemente, escucho que me dice sí. Lo abro y él (que Dios bendiga al libro) comienza a platicar conmigo. Nunca se agota. Pienso en que los libros son como Ramiro, son entes que saben conversar de manera agradable y no se agotan nunca, nunca.