sábado, 17 de septiembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON EL CIELO ABIERTO




Querida Mariana: Nada descubro si digo que hay días claros y días grises. El gran escritor Roberto Bolaño, en su novela 2666, dice que un día gris es como “una nube de mil kilómetros de largo”. El otro día, el cielo comiteco se oscureció con una nube inmensa, tan inmensa como la cola de un pavo real negro. Llovió, llovió mucho, horas y horas. Cuando dejó de llover, el cielo se aclaró y mostró una cara espléndida, limpia.
Pancracio dice que el cielo se abre cuando deja de llover, cuando esa nube “de mil kilómetros” se diluye; la tía Romelia dice que, de acuerdo con la Biblia, el cielo se abre cuando aparece el Espíritu Santo y desciende en forma de paloma.
Cuando fui niño, mis cielos siempre estuvieron abiertos. Si llovía, mi mamá cerraba la ventana de mi cuarto, encendía la lámpara del buró, tomaba un cuaderno, lápices de colores y me decía que dibujáramos paisajes con cielos azules y soles redondísimos, naranjísimos. Cuando dejaba de llover, mi mamá abría los postigos y yo veía un cielo claro, abierto, como si hubiese una ventana que dejara pasar la transparencia de la luz de la tarde. Nunca, que yo recuerde, hallé un cielo gris u oscuro. Todos mis cielos fueron luminosos, abiertos. Conforme crecí, los cielos, de vez en vez, se oscurecieron. Dicen que así es la vida. El otro día, una amiga me dijo que no quería que sus hijos crecieran, así, de cinco y seis años están bien. Estoy seguro que, por ahora, los cielos de esas criaturas están abiertos, son luminosos. Pero ellos crecerán y, es inevitable, sus cielos tomarán tintes grises.
Dicen que lo mismo sucede con la patria. Hubo un tiempo, cuentan, que sus mañanas eran limpias, diáfanas. Ahora, los cielos de este país se mueven en un rango de grises a oscuros impredecibles, rotundos, absurdos.
Rocío fue a Nueva York en agosto. A su regreso me trajo una postal del MET (Museo Metropolitano de Arte), con el siguiente mensaje: “Querido mío, Dante no lo dijo, pero éste es el séptimo círculo del cielo. Un beso”. El cuadro de la postal era un autorretrato de Vincent Van Gogh. El pintor impresionista que pintó los cielos más insólitos, los más bellos que jamás se pintaron y se pintarán.
¿De qué estaban formados mis cielos de infancia? Del cielo de mi cuarto, del cielo del Cine Comitán, del cielo del templo de Santo Domingo y del cielo cielo de pueblo. El cielo cielo del pueblo era, como hasta la fecha, un cielo limpio, apenas interrumpido por algunas nubes y por algunas líneas oscuras trazadas por los zanates; el cielo del Cine Comitán era de madera, cuando llovía se escuchaba la tronazón, era un cielo plano, de color amarillo chicle; el cielo de mi cuarto también era plano, cuando yo me acostaba bocarriba miraba cómo ese cielo era como un tablero de ajedrez. Mi papá había mandado a construir el plafón de mi cuarto con cuadrados de cincuenta por cincuenta centímetros, con fibracel. Los cuadros de las esquinas tenían huecos redondos. Imagino que era para que algo de aire circulara, el aire del tapanco. En realidad, por ahí pasaban las cucarachas y el polvo que removían las ratas que corrían en el techo. ¿Y el cielo del templo de Santo Domingo? Este cielo lo veía mientras comenzaba la misa, porque cuando el padre asomaba mi vista dejaba de ver hacia arriba y hacia el frente. Mi vista comenzaba a pasearse por las paredes, porque ahí, colgados estaban los cuadros pintados por el maestro Güero (Javier Mandujano Solórzano). El cielo del templo era como un manteado que protegía esos cuadros. El cielo del templo era como el resguardo de esa galería. Porque en Comitán, en ese tiempo, no había más sala de arte que la del templo. El padre Carlos, quien era el párroco de Santo Domingo, era un hombre culto. Cuando se hizo cargo del templo halló las paredes desnudas, con apenas unas cruces de madera que servían para que los fieles hicieran el ritual del viacrucis. Las paredes, altas y largas, a gritos pedían la presencia de imágenes religiosas, porque se sabe que los creyentes necesitan nichos para expresar sus pedimentos y sus agradecimientos.
El padre Carlos no se limitó a llenar de imágenes de bulto los nichos. Una tarde soñó que haría su capilla Sixtina a la comiteca y fue a visitar a su primo Javier, quien había estudiado pintura en la Ciudad de México. El maestro güero (amigo íntimo de Rosario Castellanos) aceptó el encargo y pintó lienzos de gran formato para que se integraran a los muros del templo. La mayoría de cuadros representaba imágenes donde estaban los santos y vírgenes en medio de un entorno lleno de luz y de vida. Esos cuadros compensaban la rigidez de las imágenes de bulto que, siempre, se presentan completamente inmóviles. Las pinturas del maestro güero (gran artista académico) estaban llenas de movimiento (condición indispensable de las obras de arte). El padre Carlos halló en el talento de su primo el cauce ideal para llenar de obras de arte sacro esas paredes vacías. De esta manera, el sacerdote se convirtió en el gran mecenas y el maestro Javier jugó a ser el Miguel Ángel comiteco.
Hoy sé que tuve grandes cielos en mi infancia. Los cielos de los salones de la escuela no fueron tan llamativos, a veces se convertían en losas enormes sobre mi cabeza, sobre todo cuando aparecía el molestoso que me chantajeaba con que si no le daba los veinte centavos de mi gasto me madrearía. El cielo de la escuela nunca fue un cielo grato. Pero, en compensación, los otros cielos que te he mencionado, mi niña querida, sí fueron cielos llenos de luz y de pájaros. El cielo de mi cuarto, el del Cine Comitán, el del templo y el cielo cielo de mi pueblo, fueron los cielos más afectuosos que niño alguno pudo tener. Me encantaba ir al parque o al cine acompañado de mis papás. Caminaba chento, de la mano de mi papá, por las avenidas llenas de árboles del parque central; asimismo, cuando me sentaba en una butaca roja del cine y miraba la vastedad de ese espacio sentía que ese cielo era el lugar donde había más estrellas (aparte de las que se presentaban en la pantalla, como María Félix y Dolores del Río).
Estos cielos que te cuento fueron los que más me definieron. Bajo el cielo cielo del pueblo jugué en el parque y en el sitio de mi casa. Estos dos espacios fueron los más bellos. Solo, o acompañado de mis papás, me sentía pleno. En el sitio de la casa me tiraba en el piso, bocarriba y jugaba el clásico juego de buscar forma a las nubes: un venado, un león, ¡un hipopótamo! ¿Dónde, dónde?, decía mi papá y yo señalaba y él decía que sí, sí, aunque fuera mentira, aunque él viera otra cosa, porque es muy difícil que dos personas coincidan con lo que ven al frente. Hay gente que mira un unicornio cuando el otro (o la otra) no mira más que un caballo triste. El otro cielo que me definió para siempre fue el cielo del Cine Comitán. ¿Cómo era posible que, en nuestro pueblo olvidado, tuviéramos al alcance de la mano a los artistas más grandes del cine mexicano? En ese tiempo las historias ahí contadas abrían una gran ventana en la pared oscura del pueblo. En Comitán todo era tan común, tan simple. Incluso (perdón) las historias de fantasmas que Sara contaba por las tardes al amparo de la brasa del fogón, en la penumbra de la cocina, eran bobas, comparadas con las historias que vivía Santo, el enmascarado de plata. ¿Por qué en las leyendas del pueblo no había alguna nave interplanetaria de donde bajara un grupo de hombres verdes y cabezas enormes? No, en el pueblo nunca nadie había visto un vampiro, lo más que aparecía era un murciélago escuálido que cagaba las paredes durante las noche. El cielo del cine estaba lleno de zombis (antes de que el cine norteamericano y las series de televisión los pusieran de moda). A veces, cuando salíamos del cine, a las nueve de la noche, y mi mamá me cerraba el abrigo hasta el cuello, yo imaginaba que lo hacía para que Drácula no pudiera clavarme sus colmillos. La casa estaba a dos cuadras del cine, a media cuadra del parque, pero yo miraba que la calle era interminable y descansaba hasta que entraba a la casa, porque creía que detrás de algún árbol del parque estaba oculto uno de los monstruos que habíamos visto en la pantalla del cine.
Y el cielo que más abonó para mi amor al arte fue el cielo del templo de Santo Domingo. Los cuadros pintados por el maestro güero fueron el museo que tuve a la mano. Mientras el padre levantaba la hostia y decía: “Tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo…”, yo bebía con pasión irrefrenable esos colores que hacían más amistosos esos muros húmedos y fríos.

Posdata: Mi infancia estuvo llena de días claros, cielos espléndidos. Ahora, los cuadros del artista están desperdigados. Cuando el padre Mejía llegó a hacerse cargo del templo los retiró. Eran otros tiempos. Los cuadros del maestro güero, un artista comiteco excepcional, se echan a perder. En el Salón Lino Morales hay dos o tres de esos cuadros, ahora están todos ahumados, porque lo que fue un salón de conferencias, ahora es una fonda que vende tacos de carne asada. ¿Comed todos de él, porque este es mi cuerpo? Y dicen los que saben, que se verán cosas peores.