sábado, 10 de septiembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON HUELLAS ENDEBLES





Querida Mariana: hay expertos en seguir huellas. Recuerdo una película donde un indio navajo se acuclillaba para revisar la arena y la maleza quebrada por las pisadas del hombre que iba persiguiendo. Era como un perro de esos que usan los agentes policiales, que tienen un olfato privilegiado.
A veces me da por ir detrás de mis huellas, las que fui dejando por todos los caminos. Me cuesta mucho trabajo, porque esta labor no es física sino intelectual, memorística. Y vos sabés que mi memoria es endeble. Mi memoria sólo logra recuperar algunos retazos, retazos que, al final, no logran dar forma a una tela. Una vez, cuando jugábamos a formar un rompecabezas en la sala de la casa, mi tío Enrique dijo que su memoria era como un conejo que siempre se le escapaba. Como en la caja del rompecabezas decía que esa imagen contenía mil piezas, dijo que de las mil piezas de su rompecabezas mental ya se le habían perdido novecientas. Según él (tenía ya ochenta y dos años) el rompecabezas de su vida jamás se completaría. En ese momento vi su vida como un cuadro incompleto, como si fuese una carretera llena de baches y los baches fueran, ¡Dios mío!, lo más importante de su historia.
Muchos dicen que lo más importante es lo que se recuerda, lo que se imprime en la memoria. Los científicos dicen que enloqueceríamos si no olvidáramos, dicen que el olvido hace bien al espíritu y al cuerpo.
Yo no creo eso. A mí el olvido no me ayuda mucho a sobrevivir. Quisiera tener la memoria que, juran, tenía Carlos Monsiváis, quien no enloqueció a pesar de que el olvido no era su amigo dilecto.
Dichosos los escritores que, en edad temprana, comienzan a redactar cuaderno tras cuaderno a manera de bitácora. Cuando llegan a la edad de ochenta años les basta revisar esos cuadernos para hallar los instantes más importantes de su vida. Y como los escritores tienen la facultad de describir con precisión los lugares y las emociones, recuperan los aromas y las texturas de los instantes.
Pero yo nunca fui previsor. Cuando estudiaba en la prepa y ya era un lector consumado comencé a escribir una especie de diario, pero éste no prosperó. Como leía con voracidad pensé que no podía perder mi tiempo en redactar notas que no tenían mayor interés. A la hora que comencé a leer a Unamuno mis textitos me parecieron ridículos. Mi error estuvo en compararme con don Miguel y en creer que mis notas debían tener rasgos literarios. No supe que esa bitácora sólo era el sustituto grandioso de mi memoria tunca. Ahora pienso que si hubiese continuado con esos diarios tendría la historia de mi vida en la palma de mi mano. Pero, como dice tío Concho, si mi abuela tuviera llantas fuera un dinosaurio en patines; es decir, si deseo recuperar algún momento de mi vida no tengo más que jugar a ser un cazador de huellas, ponerme en cuclillas y rascar la tierra para ver si por ahí logro advertir una mínima traza de mis pasos.
A veces sucede que un amigo me pregunta si recuerdo tal hecho y me da pormenores de él. A mí me da pena cuando veo que ese hecho es como si mi amigo me contara una película que nunca he visto o me platicara la historia de una novela que jamás he hojeado. Más pena me da cuando el amigo insiste en que yo fui protagonista de esa película o de esa novela.
Julio Cortázar aseguraba que la memoria guarda todo. Él, con frecuencia, hacia el ejercicio de recordar, no lo primero que asomaba en su mente, sino lo que estaba detrás. Era un convencido de que, en algún momento, aparecería el recuerdo de lo mínimo, de lo insustancial, que a la hora de recordarlo se convierte en lo más importante.
¿Qué había en la sala de mi casa de infancia? No lo recuerdo con precisión, apenas recuerdo un aparato que se llamaba radiola y que, en la parte frontal, donde estaba la bocina, tenía un tejido de mimbre por donde salía el sonido. Recuerdo que yo me recostaba sobre el piso de madera y pegaba mi oído a la bocina para tratar de desentrañar los mensajes que alguien enviaba desde otra parte. En ese tiempo, en Comitán era imposible captar con fidelidad las estaciones radiofónicas de otros lugares del mundo. Había algo que se llamaba “estática” y que era una interferencia, como si alguien, con hilos metálicos, golpeara una placa de hierro. Las tardes eran plácidas. Mi papá entraba a la sala y me preguntaba qué escuchaba. ¿Qué podía decirle? ¡Inventaba! Inventaba historias. Debo agradecer a mi papá que siempre tuvo la tolerancia para jalar una silla y sentarse a mi lado para escuchar lo que, según yo, había oído en la radio. Recuerdo (ahora, en este juego de buscador de huellas) que una de las historias que le conté fue la del niño al que le robaron su bicicleta.
Nunca tuve una bicicleta. En el territorio de los juguetes (te parecerá fantástico, pero es cierto) pasé del triciclo al auto. En una navidad mi papá me regaló un carro de pedales. Era un auto magnífico con el que le daba vueltas y vueltas a los corredores de la casa. A veces me cansaba de pedalear y le pedía a Víctor, quien era el hijo de la sirvienta y era cinco años mayor que yo, que me empujara. Víctor no se negaba. Yo veía (o al menos así lo creía) que él se divertía al agacharse sobre el capó trasero del auto y empujar. Cuando se agotaba se tiraba al piso de ladrillos y pedía agua, agua. Yo (muy generoso) iba a la cocina, pedía un vaso de agua a su mamá y regresaba para hacerle beber.
¿Por qué pepeno tan pocos elementos de mi memoria? A veces creo entenderlo. Es porque, además de que mi memoria es endeble, tengo propensión a inventar. Sigo practicando lo que hacía cuando escuchaba radio y mi papá preguntaba qué oía. Decir que escuchaba radio tiene cierto grado de verdad, porque aunque captar la estación con fidelidad era muy difícil, yo sí alcanzaba a oír las historias que me inventaba. Era como, si en la voz de los grandes locutores de la XEW, las historias salieran de la bocina, se elevaran y circularan por la sala de la casa. Esas voces eran como fantasmas, pero no fantasmas terroríficos, ¡no!, eran fantasmas como el de Canterville, que inventó el escritor británico Óscar Wilde, y que era un fantasma que no producía miedo. Mis fantasmas bailaban, silbaban y cantaban por el aire y yo veía cómo se integraban de manera afectuosa a mi imaginación.
Era muy fácil, en ese tiempo, inventar historias, porque el cine y las revistas de monitos nos habían entrenado en ese maravilloso oficio de contar historias. Tal vez -ahora lo pienso- los comitecos son rebuenos para contar anécdotas, porque tuvieron que inventarse sus propias historias. Los habitantes de la Ciudad de México tenían las historias que la W narraba todas las tardes. Ellos vivieron esa terrorífica historia en la que el locutor casi ordenaba: “Apague la luz y escuche”. Acá en Comitán, con la luz del quinqué, los comitecos se reunían en torno al abuelo y escuchaban, maravillados, las historias que el abuelo contaba.
Tal vez algo de eso se me pegó y, mientras el común de los mortales registraba los hechos históricos que pasaba cada día a toda hora, yo me sentaba a inventar la realidad. Por esto, entonces, a la hora que trato de hallar huellas la costumbre me gana y termino inventando mi pasado.
¿Por qué te digo esto? ¡Fácil! Siempre recordé un perro negro sobre el que yo me subía como caballo. Mi recuerdo es tan vívido, que recuerdo que el pobre perro se pandeaba tantito cuando yo, gordo en aquel tiempo, me inclinaba sobre su lomo. Mi mamá, una tarde, me dijo que nunca habíamos tenido un perro en casa. Pero, ¿cómo?, quise protestar. Callé. Supe que no podía convencer a mi mamá de la veracidad de ese recuerdo. Mi mamá nunca me preguntó qué oía en la radio, ni nunca se sentó a mi lado para oír mis historias.
Debo concluir que soy muy malo para pepenar huellas reales. Por eso, a veces, mis amigos me exigen bajar de mi nube (como si fuera yo Cornelio Reyna). Los entiendo. Ya comprendí que, la mayor parte del tiempo, estoy pepenando sueños e historias inventadas.

Posdata: Esto que cuento no es sencillo. A mis cincuenta y nueve años de edad tengo una necesidad imperiosa de buscar mis huellas del pasado, de armar mi rompecabezas. Pero, en ocasiones, creo que estoy igual que mi tío Enrique, del rompecabezas de mil piezas apenas logro pepenar cien o doscientas. ¿En dónde se quedaron las demás? Y, sin embargo, cuando veo sobre la mesa encuentro que el rompecabezas casi está completo. ¿Por qué? Ah, muy sencillo, porque he llenado los baches y huecos con figuras inventadas. Por eso digo que mi vida no es sencilla: he creado una historia que entremezcla los recuerdos reales con la invención completa y, la mayor parte del tiempo, ya no sé diferenciar entre un territorio y otro.
Cuando íbamos al rancho de Jorge, había un hombre que era experto en reconocer la trilla de los animales. Veía la huella sobre la tierra y, sin dudar un instante, decía: “Acá hay venado”. Me gustaría volver a toparme con este hombre para que me hiciera favor de revisar mis huellas y decir si eso que ve es la trilla de un hombre o de un fantasma.