sábado, 3 de septiembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON RECUERDOS DEL CINE





Querida Mariana: ¿Has oído alguna vez el nombre de Emilio García Riera? Él es un referente para el conocimiento del cine mexicano. Don Emilio fue uno de los tantos españoles que llegaron a México en tiempos de la guerra civil de aquel país.
A Don Emilio lo recuerdo por tres actos: el primero es porque él escribió la Historia Documental del Cine Mexicano, donde, en varios tomos, explica la evolución de nuestro cine, desde sus inicios hasta la época de Luis Echeverría; el segundo es porque escribió un libro que se llama: “El cine es mejor que la vida”, con el cual ganó el premio Xavier Villaurrutia; y el tercero es porque (para dar sustento al título de su libro) un día declaró “Viendo cine encontré un desmentido de la trágica realidad. Mientras en la realidad ganaban los malos, ganaba Franco, en el cine ganaban los buenos, ganaba Gary Cooper”.
Cuando me enteré de su muerte, la lamenté. Pero luego pensé que había sido una vida fructífera y dio lo que pudo, que pudo mucho. Un migrante español nos dio un buen legado: documentó la historia de nuestro cine. Para ello, sin duda, tuvo que ver todas las películas del cine mexicano, ¡todas!
En una ocasión, un compa comiteco que estudió cine se burló porque le dije que yo había visto mucho cine de Santo, el enmascarado de plata, y cine de Cantinflas y de Viruta y Capulina. Él, con cierta petulancia, me habló del cine de Kieslowski, Fellini, Kurosawa y varios directores de cine de arte.
Debo confesar que me gusta el buen cine, el cine de arte. A veces no le entiendo a cabalidad, pero detecto (nací con un detector especial) cuando hay una propuesta interesante e inteligente. Lo mismo me sucede con la poesía, con la música, con la literatura, en general con todo lo relacionado al arte. Sé diferenciar el buen cine del malo, pero, igual que García Riera, no desprecio a este último. No lo desprecio, porque me interesa pepenar la mayoría de imágenes que dan cuenta de la historia de nuestra patria, sean éstas buenas o malas. De igual manera, leo lo bueno y lo malo; escucho música buena y mala. ¿Cómo establecer la diferencia entre la letra de una canción de Arjona y la letra de una canción de Joan Manuel Serrat? La única manera de hacerlo es escuchando, con atención, ambas canciones. ¿Cómo identificar los valores culturales de los pastelazos del cine de Capulina?
En mis años de infancia tuve la fortuna de vivir los años de gloria de los cines Comitán y Montebello. Y digo los años de gloria, como decir la etapa de oro de las salas de cine de este pueblo, porque, como en todo el país, llegó el momento en que las salas cinematográficas comenzaron a desfallecer. ¿Quién iba a decir que aquellas salas que se llenaban al tope los domingos iban a ser salas con funciones donde había uno o dos espectadores y no más? El Cine Comitán era una sala especializada en exhibir películas mexicanas, el dueño buscó la manera de revivir al moribundo y ofreció funciones con películas XXX. El cine comenzaba a agonizar y todo mundo lo reconocía.
Los cinéfilos que habíamos crecido en esa plenitud de la imagen lamentamos el cierre de esas salas. Supimos que la vida había perdido la puertecita que nos permitía entrar a ese mundo que, como bien dijo García Riera, era mucho mejor que la vida.
El cierre de esas salas fue, para muchos, tan trágica como el derribe de la manzana de la discordia, que estaba frente al parque central. Nos arrebataban algo importante, algo que había significado mucho en nuestra infancia.
Cuando fui a estudiar a la Ciudad de México, la única compensación que hallé fue precisamente la enorme oferta cinematográfica. Por primera vez tuve la oportunidad de elegir entre un gran abanico de posibilidades y opté, por supuesto, por el cine de arte. En Comitán no había más que elegir entre el Cine Comitán, con sus estrenos y refritos mexicanos, y el Cine Montebello con sus películas norteamericanas, pero, como lo has de suponer, no existía la posibilidad de elección. Los cinéfilos veíamos las películas que el programador determinaba. A nosotros nos importaba ir al cine por el placer de acudir al cine, sin darle mayor relevancia al tipo de cine que veríamos. Por ahí, de vez en vez, se colaba alguna película que tenía un guion notable, por ejemplo, “Los olvidados”, de Luis Buñuel, que la exhibieron en el cine junto a una película de Clavillazo.
Me maravillé el primer día que estuve en Ciudad Universitaria de la UNAM. Mi mente jamás había vislumbrado que esa palabra de Ciudad nombraba a una gran extensión donde había papelerías, cafés, bibliotecas, decenas de facultades y, con éstas, decenas de auditorios donde, ¡bendito Dios!, programaban ciclos de cine.
Bueno, mi niña, mentiría si dijera que sólo vi cine de arte. No. En los años setenta se puso de moda el cine de ficheras y de albures del cine mexicano y no dejé de ver ninguna de esas películas. Como si fuese alumno de García Riera me justificaba diciendo que debía ver todo el cine que se producía en el país. Que nada me fuera ajeno, que todo me significara algo. Por eso, también, cada vez que veíamos el cartel de un estreno de Edwige Fenech, Quique y yo estábamos en primera fila. Y esto era así, porque la Fenech (Eduviges para los cuates) era una actriz italiana que participó en películas eróticas. ¿Qué podés imaginar si, como ejemplo, escribo el título de uno de sus films: “La profesora enseñante”? Ah, maravillosas lecciones recibimos en esas salas de la Ciudad de México.
En aquella maravillosa y caótica ciudad esperaba con ansias la llegada de la Muestra Internacional de Cine, que me permitía conocer un poco de lo mejor que se filmaba en diversos países. Siempre adquiría mi pase para ver todas las cintas.
No hallé el camino, no supe qué hacer, porque, hubo un instante, uno solo, en que pensé si existiría una carrera universitaria en la que pudiera estudiarse la profesión de crítico de cine (hasta la fecha no sé si exista tal posibilidad). Soñé, sólo un instante, en ser como Tomás Pérez Turrent, quien era un renombrado crítico cinematográfico. Lo soñé, porque me fascinó la idea de vivir haciendo tal actividad. ¿Imaginás ver cine todos los días, ver muchas películas para escribir las reseñas que se publican en periódicos o revistas especializadas? ¿Imaginás ir a todos los festivales cinematográficos del mundo con gastos pagados por la empresa editorial para la cual se trabaja? ¡Ah, ir a Cannes y tener el privilegio de ver, aunque sea de lejitos, a los grandes directores y a las grandes actrices! Yo sabía que la tal Eduviges no asistía a los festivales del mejor cine, pero imaginaba que sí acudía a los Festivales de Cine Erótico que en el mundo debían realizarse. Imaginaba a la Eduviges caminando sobre la alfombra roja, con un vestido negro, que dejaba ver su espalda y la parte superior de sus pechos generosos; la imaginaba saludando a medio mundo con la mano levantada y aventando besos con esos labios que eran como alas húmedas de mariposa.
Y digo que sólo lo imaginé por un instante, porque no era una pasión. Nunca tuve pasiones desbordadas. O tal vez sí y el cine era una de ellas. Nunca soñé ser actor ni director. Me gustaba la actividad de cinéfilo, de espectador. Eso era maravilloso. Me gustaba que me contaran historias. Veía muchas de las historias bobas del cine mexicano y mundial (incluidas las de la Eduviges), pero siempre buscaba las historias inteligentes que me mostraban diversas aristas de culturas muy lejanas. Pero, por lo mismo, la labor de crítico está aparejada con el gusto del cinéfilo. No se puede ser crítico cinematográfico si antes no se es apasionado del cine. Así como nadie puede ser un buen escritor si antes no es un apasionado lector.
Y un día, Comitán se quedó sin salas. El arquitecto Pascasio que había construido los Cinemas Galaxia 2000 también los cerró porque ya la televisión y el video estaban metidos en todas las salas familiares. La gente había descubierto que se podía ver cine sin necesidad de acudir a una sala cinematográfica y habían aceptado tal trueque. A mí me causaba escozor, me provocaba nostalgia.
No creerías si te digo que en la Ciudad de México hubo un cine que se llamó Estadio, porque era enorme. Había parejas que buscaban las butacas finales para hacer travesuras y las hacían sin que nadie más se enterara. Yo imaginaba, como si fuese una escena de película de misterio, que una pareja era violada y asesinada en esa penumbra y sus cadáveres eran descubiertos sólo cuando la peste de la pudrición ya era insoportable.

Posdata: De manera frecuente pienso en lo que dijo García Riera, en el cine ganaban los buenos y en la vida real ganaban los malos. La vida es así. Lo constato a cada día, por esto, cada vez los malos son más, y esto es así, porque los jóvenes encuentran en esos vencedores su modelo a seguir. Yo, por esto, como don Emilio, prefiero mil veces el cine a la vida real. Siempre que puedo procuro ver cine, cine de arte, cine que me hace olvidar la tonta idea de que en la vida no ganan los buenos sino los malos.