jueves, 1 de septiembre de 2016

EL PAÍS DEL MAÑANA




No podemos asegurar cuál palabra usamos más a diario. Tal vez la palabra baño se cuela entre las palabras que usamos a diario. ¿La palabra comida? Buenos y buenas las usamos con frecuencia, las decimos a la hora que deseamos buenos días a los otros y buenas noches a las otras. Por experiencia digo que la palabra mañana también es una que está presente todos los días.
En casa, tal vez, las primeras palabras son buenos días. Cuando llego a la oficina también aparecen los buenos días como soles, a veces soles tristes en boca de alumnos desmañanados, siempre soles alegres en la boca de esa maestra bonita que es un colibrí.
La palabra mañana está en boca de todos. En apariencia es una palabra que no asoma con la frecuencia de las mencionadas, pero siempre está, porque alude a un futuro que todo mundo espera.
A cada rato, sin saberlo, invocamos a aquel dicho que dice: “Nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Pero yo pregunto: En este país, ¿quién hace hoy lo que puede hacer mañana? A veces veo a este país como el país del mañana; es decir, todo está por hacerse. Lo bueno y lo malo. Lo bueno tarda mucho en llegar y eso es malo.
No es malo que exista esa puerta que se llama mañana. El problema, en México, cuando menos, es que esa puerta la abrimos hoy para acceder al cuarto del mañana, pero ahí, en ese cuarto, abrimos otra puerta que tiene el mismo nombre. Ah, es un juego divertido, pero perverso. Estos juegos son como esas muñecas rusas que al abrirlas encontramos otra más pequeña y luego una más pequeña. En el juego de las matrioskas, la pequeñez de la muñeca siguiente es un prodigio. Nos sorprende, nos coloca una sonrisa en el rostro. Pero, en el caso de la puerta del mañana, la mañana siguiente (cada vez más débil y más pequeña) cancela la posibilidad de la sorpresa y del milagro.
La palabra mañana tiene una carga más pesada que el granizo sobre un techo de lámina de cartón.
“Manuelito, ¿a qué hora vas a limpiar tu cuarto?” ¡Mañana! Este ejemplo de un diálogo cotidiano entre una madre y su hijo puede llevarse a muchos planos de la vida social y política de este país. “Enriquito, ¿a qué hora vas a limpiar el país?”; “Maestro, ¿a qué hora va a limpiar el aula?”. ¡Mañana! Mientras el país comienza a pudrirse como fruto maduro, decimos la palabra que podría ser promesa de albricias y es lápida. Abrimos la puerta que dice “mañana” y luego hallamos otra y otra y otra. Abrimos una y luego la siguiente y cada vez la mañana matrioska es más pequeña, más delgada, más tenue. Conforme pasamos de un mañana al siguiente nuestra esperanza se convierte en hartazgo y en decepción.
“Ciudadano, ¿a qué hora vas a limpiar el país?” ¡Mañana! Y llega el tiempo de elección y, ¡Dios mío!, abrimos la puerta que dice “mañana” y cada vez la puerta se hace más grande, pero la promesa se minimiza, se vuelve espuma de polvo.
Hay palabras que usamos todos los días. Son palabras que se pronuncian por millones. Son como mantras que, sin duda, ejercen su influjo en la conformación de nuestro paisaje cotidiano. Cuando millones y millones de hispanohablantes pronunciamos la palabra azul, el cielo es una carcajada; cuando decimos la palabra violencia, la tierra se llena de hollín. Cuando pronunciamos la palabra mañana, al menos en México, un pájaro cae desde la rama más alta. Los niños que están en el piso le dicen que ¡vuele!, que ¡aletee!, que impida despanzurrarse en el suelo.
Hay aves que no vuelan, porque cuando debieron aprender la ciencia del vuelo pensaron que podrían hacerlo al día siguiente.
“¿Cuándo aprenderás a volar, María, José, Juan?”. ¡Mañana, papá, mañana!
Hay palabras que pronunciamos a diario. Cada una de ellas es un mantra, la palabra que más se repite es la que modela el futuro.