lunes, 5 de septiembre de 2016

LAS ESTATUAS




La tía Elenita era una buena mujer. Se pasaba. Era una mujer sensacional. Siempre pendiente de los sobrinos, siempre orando por los demás. Tal vez por esto, el sobrino Armando, un día que celebrábamos el cumpleaños de la tía, dijo: “Vale su peso en oro”. Todos los que estábamos en la mesa aplaudimos, manifestando nuestro acuerdo. Ella era un tesoro para la familia.
Pero, horas después, yo dudé. A la hora que la fiesta estaba en todo su esplendor y que muchos bailaban al ritmo de la marimba; a la hora que el tío Ramiro ya servía el ron en los vasos vacíos; a la hora que la festejada (la mujer que valía su peso en oro) levantaba los platos sucios de la mesa; a la hora que los pájaros buscaban su refugio en lo alto del ciprés, yo pensé que no era un buen deseo lo propuesto por Armando.
¡No! Era un agravio decir eso. Comprendí que Armando repitió el refrán que dice medio México cuando alguien es una persona sensacional, pero yo vi que la tía Elenita, con su metro y medio de altura y su rostro inmaculado de virgen infinita, no podía ser como esas estatuas que los seres humanos levantan en las plazas de los pueblos. Porque así la imaginé, como una estatua de oro a mitad del parque central, parque que caminaba todas las mañanas para ir a misa primera.
La imaginé como esas estatuas de héroes que levantan un brazo, sosteniendo una cadena que era el oprobio y signo de esclavitud.
Yo no quería que la tía terminara a mitad de la plaza, cagada por las palomas, olvidada por todos nosotros. Porque a las estatuas, como al nopal cuando tiene tunas, sólo las visitan el día de su cumpleaños. Les colocan ofrendas florales, les pintan las bases carcomidas donde se sostienen, las cepillan con agua y jabón para limpiarles todas las cagadas de paloma, y las recuerdan a través de discursos emotivos. Pero, cuando el día termina vuelven a ser olvidadas. Se quedan ahí, solas. Cuando llueve son las únicas que se quedan a mitad del parque; cuando hace frío nadie se acomide a cubrirlas con una frazada. ¿Una chamarra para una estatua? ¡Qué tontería! Y sin embargo, cuando es invierno yo me he parado frente a una estatua, me he puesto en puntillas y he tocado su pie y lo he encontrado más frío que el corazón de un cadáver.
No, la tía Elenita valía su peso en nubes, en pájaros, en flores, en campos llenos de margaritas; la tía Elenita valía su peso en miles de rosarios, en cientos de abrazos, en decenas de vueltas a la rueda de caballitos. La tía Elenita valía su peso en toneladas de aire limpio.
¿Por qué ahora somos una sociedad materialista? Tal vez porque todo mundo, al ver a una persona excepcional dice que su peso vale en oro. Al oro le otorgamos el supremo valor. Confundimos la grandeza de espíritu con el tonelaje de un lingote de oro.
Para definir a seres excepcionales, los mexicanos de estos tiempos deberíamos hallar nuevos refranes. No compararlas con el oro. Porque, además de que es un agravio, se convierte en una burla. ¿Quién, en este país, vale su peso en oro? Tal categoría sólo lo alcanza un mínimo porcentaje de la población: los millonarios. La mayoría de mexicanos pedaleamos para llegar al fin de quincena de manera digna. Sólo Carlos Slim “vale su peso en oro”.
Esa tarde, cuando ya la tía se sentó en su poltrona y sonrió feliz porque la familia había celebrado con ella su cumpleaños, me acerqué y le dije que agradecía a Dios por la bendición de su presencia. Ella me tomó de la mano y nada dijo. Vio el jardín, como si fuese un chupamirto. La noche ya había llegado. En la mesa del patio sólo quedaban el tío Ramiro y el tío Neto. A la distancia los vi reír. Alguna travesura estaban contando. Los demás primos jugaban a saltar la cuerda. Mi mamá había ido a la sala por mi suéter. Mi papá ya se despedía del tío Ciro. Y yo estaba al lado de la tía dando gracias porque ella era de carne y no oro, ella era de nubes y no de metal. Ella era un chupamirto y, con su aleteo, refrescaba mi tarde, mi noche, mi vida.