martes, 6 de septiembre de 2016

LENGUAJE AL NATURAL




Podría mencionar, cuando menos, diez razones por las cuales leo novelas. Diez razones que son como esas líneas que escriben los enamorados cuando describen las cualidades de sus muchachas bonitas. Puede ser que una sea cursi. Se sabe que cuando alguien ama omite los defectos y privilegia las virtudes. ¡El colmo, convierte en virtud el defecto!
Podría mencionar más de diez, pero ahora sólo digo una: La novela tiene la capacidad de nombrar pan al pan y vino al vino; es decir, no necesita emplear sucedáneos para nombrar los objetos y las acciones. Esto ayuda a evitar la creciente hipocresía en el mundo. El avance hipócrita es tan intenso que llega al lenguaje (¿o parte de acá?).
Me irrita el diálogo de oficina. ¡Es tan quirúrgico, tan impoluto, tan falso! Si llego a una oficina, el diálogo se da más o menos así:
―Buenos días. ¿Está el director?
―Buenos días. ¿De parte de quién?
―De Alejandro Molinari, servidor.
―Permítame. Voy a ver si puede recibirlo. Tome asiento, por favor.
―Sí, gracias.
¡Es tan plástico! Y así debe darse. Porque el diálogo de oficina obliga a mantenerlo dentro de lo que se considera la franja de la decencia y de las buenas formas. Es de mala educación omitir, por ejemplo, el saludo; es decir, el diálogo no podría darse así:
―¡Quiero ver al director!
―Buenos días. ¿De parte de quién?
―¡No tengo nombre!
―Permítame. Voy a ver si puede recibirlo. Tome asiento, por favor.
―No, ni madres. Espero aquí.
¡No, no puede darse así!
Me gusta la novela, porque no busca eufemismos. Usa las palabras que tenemos en la mente, las que pensamos. Jamás un personaje se reprime. Sería absurdo que un escritor se reprimiera cuando cabalga por el territorio donde todo, ¡todo!, está permitido.
Recuerdo cuando Gabrielito García Márquez tituló a su novela con un desenfadado: “Memoria de mis putas tristes”. Cuando los conductores de programas de televisión dieron la noticia, la audiencia televisiva escuchó algo como esto: “Gabriel García Márquez, premio nobel de literatura, presentó su novela más reciente: “Memoria de mis (piiiiiiiiii) tristes”. Fueron incapaces de pronunciar la palabra puta. Es que, así como existe el lenguaje de oficina, también existe el lenguaje televisivo y el radiofónico y el familiar y el de aula. El lenguaje político es el que más ha contribuido (en mala hora) a que nuestra sociedad se maneje en la hipocresía rotunda. Cualquier ciudadano escucha que un político da razones contrarias a la realidad. Un político cualquiera puede decir: “Lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho”; cuando, si pudiéramos escuchar la oración cercana a la realidad sería que nada bueno hay para contar. El país ya se cansó de contar todos los agravios y falsedades. Pero, también, hay un lenguaje periodístico y un lenguaje de salón, donde el pensamiento preciso y el análisis objetivo están ausentes.
Por eso me gusta leer novelas. En manos de un escritor, el diálogo inicial podría ser así:
―Buenos días. ¿Está el director? ―Alejandro sostuvo sus manos en el barandal frente al escritorio y pensó: ¡Padre eterno! Qué buenas tetitas tiene esta niña.
―Buenos días. ¿De parte de quién? (¡Uf! Viejo asqueroso. Le apesta la boca a albañal).
―De Alejandro Molinari, servidor. ―Mientras lo dijo, hizo un movimiento hacia adelante, para ver un poco más el nacimiento de esos pechos que asomaban como panes en el horno. La blusa de ella era transparente, de una tela vaporosa. Su sostén, de un brocado tenue, dejaba ver las areolas: ojos cafés a mitad de una montaña blanca. Alejandro pensó: Las tiene ricas.
―Permítame. Voy a ver si puede recibirlo. Tome asiento, por favor. (Pinche viejo asqueroso, ¡lárguese de acá, y vaya a verle las tetas de vaca tísica a su pinche madre!).
―Sí, gracias. ―Pero Alejandro se queda parado ahí. Abre un libro y, de reojo, ve los pechos de la secretaria. Calcula cuántos años tiene. ¿Diecinueve? Sí, diecinueve muy bien puestos. Vuelve a pensar que tiene unas tetitas ricas.
Me gusta el lenguaje de las novelas. La creación literaria no usa eufemismos. Contribuye a que la sociedad sea menos hipócrita, hace que el vuelo sea más libre, menos falso. La literatura llama pan al pan y tetitas a las tetitas.
No sé los demás, pero yo (siempre) elijo la libertad en el lenguaje. Me roen el espíritu esos diálogos falsos que, como hongos, crecen al amparo de año nuevo, donde los compañeros de oficina dicen frases tan plásticas como: “Que el próximo año sea lleno de felicidad”, cuando, en realidad, a la hora del abrazo hipócrita, piensan algo diferente.
Por eso me gustan los diálogos literarios y prefiero leer una novela a escuchar los diálogos tontos, hipócritas y planos de la realidad real.