lunes, 3 de octubre de 2016

AL LADO DEL AGUA




Lo tengo muy claro: Hay que apagar la luz para, en medio de la oscuridad, ver la luz. El primer suceso fue en Uninajab, un espacio de recreo que los comitecos conocen de sobra y al cual acuden en temporada de vacaciones (“temporada” le llaman). Antes, los paseantes mandaban a construir jacales, más tarde mandaron a construir residencias y ahora el espacio cuenta con todas las comodidades de la modernidad. Ganó en comodidad, perdió en naturalidad.
Fue en la casa del maestro Hermilo Vives Werner. Adolfo y yo fuimos un domingo. Cuando la tarde se asomó y luego la noche, salimos al patio y el maestro Hermilo levantó la mano y con ello instruyó para que un muchacho fuera a apagar las luces. Estábamos junto al canal donde corría el agua que baja desde el Ojo de agua; se escuchaba el bramido sosegado de un chorro que caía, desde una gárgola simple, a un extremo de la alberca. El muchacho apagó la luz y la oscuridad se hizo y, en medio de esta oscuridad, apareció el cielo iluminado por cientos de estrellas. ¡Ah, qué cielo oscuro más luminoso!
Lo tengo muy claro: Hay que apagar la luz para, en medio de la oscuridad, ver la luz. La tía Chilita le gustaba leer, pero más le gustaba que le leyeran. Rosario, que era la menor de las primas, había heredado el gusto de la tía: le gustaba leer, pero adoraba leer en voz alta. Los primos la rehuían, porque ella, siempre con el libro de cuentos infantiles, debajo del brazo, insistía en leerles en voz alta, a la hora que los demás querían jugar a las escondidas, a treparse a los árboles a cortar jocotes, a deslizarse por el pasamanos como si éste fuese una resbaladilla, a echarse una “chica” en la bicicleta del tío Antolino. Pero Rosario no se acongojaba, porque sabía que a la hora que la Chilita terminaba con su quehacer se sentaba en el corredor de la casa al lado de una maceta con helechos, sacaba su tejido y le pedía a Rosario que le leyera en voz alta. Yo veía cómo la tía cerraba los ojos y así, como si fuese ciega, continuaba tejiendo con sus hábiles manos y escuchaba las historias que Rosario leía en voz alta y con correctas modulaciones de voz.
Una vez le pregunté a la tía cómo le hacía para tejer con los ojos cerrados, me dijo que tenía una experiencia de más de cuarenta años, dijo: “Mis manos ya saben el camino”. Cuando le pregunté si la lectura también era un camino conocido y por eso escuchaba con los ojos cerrados, me dijo: “Los besos saben más ricos si cerrás los ojos”.
A X un día le pedí que me enseñara a besar y ella me dijo que el primer paso era cerrar los ojos. Así lo hice y descubrí que, en efecto, así, en medio de la oscuridad, se hacía la luz, esa luz de la que habla la Biblia cuando Dios, con un pase mágico, brillante, rotundo, hizo el universo.
Con los ojos cerrados se logra ver la luz. Sé que lo mismo hacen los místicos, lo mismo hacen quienes meditan. No se puede alcanzar la luz divina con los ojos abiertos. Para que la luz llegue al espíritu es preciso apagar todas las luces, las fluorescentes, las de las velas, las impertinentes de las esquinas, las de las pantallas led.
La noche de Uninajab me sorprendió. Jamás había visto el cielo con tanta luciérnaga suspendida. Conforme el tiempo pasó el resplandor se hizo más evidente. Creí que llegaría el instante en que todo sería luz, porque pensé que ese destello de cientos de estrellas se agrandaba hasta hacer minúsculo el espacio de sombra, era como si las estrellas jugaran a tomarse de las manos, a través de los hilos de luz que habían expedido millones de años luz atrás. ¡Millones de luz! Es decir, esa luz que advertíamos había recorrido túneles oscuros a través de miles de galaxias. Entonces decidí hacer lo que la tía Chilita había recomendado: cerré los ojos y dejé de ver el cielo, abrí los labios y esperé que el universo, al estilo de Julio Cortázar, “tocara mi boca, con el borde de su dedo”. ¡Y fui tocado! Y sentí su beso y sentí rico, muy rico, como si los labios de una muchacha bonita posaran sus alas en los míos.
No tengo duda, lo tengo muy claro: Hay que apagar la luz para, como ciego, atrapar la luz. Y el rumor del agua al lado, de la corriente que fluye, el tiempo, la nada.