sábado, 22 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA DE LIBRERÍA




Querida Mariana: la noticia en Comitán es la nueva librería. ¡Claro que es la noticia, la noticia del mes, la del año! En un país donde los índices de lectura son bajos y en un estado que ostenta los últimos lugares en educación, es noticia sorprendente que en nuestro pueblo se inaugure una librería del consorcio Porrúa.
Tal noticia hizo que recordara a los libreros que han existido en nuestro pueblo, libreros comitecos. En mi infancia conocí a don Ramiro Ruiz Alfonzo, propietario de la Proveedora Cultural, espacio que siguen manteniendo sus herederos, primero estuvo en manos de don Alonso y doña Carmelita, yerno e hija de don Rami, y ahora Alonso, uno de sus nietos, es quien atiende el negocio.
¿Se vale decir que por un tiempo corto también fui librero? En los años ochenta firmé un convenio con EDUCAL y abrí una librería que ofrecía el catálogo de ese fondo editorial. La librería la abrí en un local del Pasaje Morales, mismo lugar donde Pepe Morales Cantoral (que en paz descanse) también tuvo una librería pequeña. En esta librería compré la novela “Muerte en la carretera”, novela policiaca de Rafael Ramírez Heredia, quien, años después, sería mi maestro de cuento en un taller que impartía en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, taller auspiciado por el Instituto Chiapaneco de Cultura.
Los libreros más recientes que he conocido son Sol y Samy, propietarios de la Librería Lalilu, que abrió sus puertas hará cosa de dos años y que fue uno de los actos celebrados por todos los lectores comitecos.
Debo reconocer que don Rami no fue el gran librero, digo que no lo fue, en el sentido clásico del hombre que ama y conoce de libros, ideal que poco a poco se ha perdido, él amaba los libros, pero no era experto en literatura.
Ya te conté que en una ocasión estuve con el escritor Sergio Pitol, en Xalapa, lugar donde radica. Me había recibido en su casa un día antes, día en que me sugirió la lectura de “Las puertas del Paraíso”, novela escrita por el polaco Jerzy Andrzejewski. Novela que es un prodigio y que Pitol tradujo al español. Yo, ni tardo ni perezoso fui a la librería Gandhi, de la capital veracruzana y compré la novelilla. Así que, cuando nos topamos en una calle, al día siguiente, el escritor me halló con el libro sugerido en mis manos. Celebró que hubiese aceptado su sugerencia y me invitó a que lo acompañara a la Feria del Libro que se celebraba en esos días en el patio y corredores de un edificio bellísimo (un amigo me dice que es el Colegio Preparatorio, de aquella ciudad). Cuando entramos al recinto muchas personas reconocían al famoso escritor y lo saludaban. Como era el año de 1999 los celulares aún no eran la plaga de hoy, porque de lo contrario, estoy seguro, muchos hubieran pedido tomarse la selfie con él. Llegamos a un stand que atendía uno de sus conocidos. Pitol se acercó a una muchacha (bien bonita) que hojeaba un libro. Pitol reconoció la portada, fue a un estante metálico, bajó dos libros, y le dijo a ella que esos dos eran como el encuache perfecto para el libro que hojeaba y le dio sendas síntesis. La muchacha escuchaba casi como si estuviese parada en el título de la novela de Andrzejewski: “en las puertas del paraíso”, y, al final, le dijo al librero que llevaría los tres. Yo, recargado en un pilar, registré este instante maravilloso. Cuando Pitol se despidió de la muchacha y de su amigo, me dijo que siguiéramos viendo los demás estantes y me comentó dos cosas, la primera, que, por desgracia, ya son escasos los verdaderos libreros, los que decimos que aman y conocen lo que ofrecen; y la segunda, que ahora (en ese momento) había un escritor brasileño que estaba de moda, pero que era malísimo. ¿Quién? ¡Ya adivinaste, mi niña! El tal Paulo Coelho. Concluyó diciendo que me sugería a Rubem Fonseca. En lo íntimo sonreí. En casa de mi tía Eloy, en la mesa de noche, tenía una antología de los cuentos de Rubem Fonseca, publicado por Alfaguara. Supe que andaba en el camino certero, estaba al lado de Pitol (autor que conocí por sugerencia de mi amigo Gustavo Ruiz Pascacio, una de las voces mayores de la poesía chiapaneca), llevaba a Jerzy en las manos y tenía a Rubem Fonseca sobre el buró. Tutto bene, dijeran mis ancestros italianos. ¡Todo bien!
Digo que don Rami no fue el gran librero, pero fue el viejo afectuoso que siempre que tendió su mano la tendió con un libro abierto como flor. Él no se equivocó en el nombre de su negociación: Proveedora Cultural. Supo que su negocio consistía en proveer de cultura a este pueblo lleno de cultura, pero escaso en lectura (‘pa que rime). En los años sesenta, Comitán no tenía más librerías, pero, los de entonces, los comitecos sabíamos que esa pequeña puerta, apenas ventanuco, también conducía al paraíso. Los de mi generación crecimos al amparo de ese árbol chaparrón, pero enormísimo, al que nuestro cariño lo designaba con el apócope de Rami, don Rami. Los niños de entonces comprábamos ahí las figuritas para llenar los álbumes, las revistas de monitos (Los Supersabios, de Germán Butze; además del Memín Pinguín, de Yolanda Vargas Dulché), y libros, muchos libros. Los primeros libros que compré fueron los de una colección que se llamaba Biblioteca Básica Salvat. Cada semana aparecía un ejemplar y la colección completa reunía cien títulos, cien títulos de novelas, cuentos, poesía, teatro y temas científicos. Llegué a completar la colección. Fui fiel visitante de la Proveedora durante cien semanas; es decir, compré un libro cada semana por el lapso de casi dos años. De ahí entonces me aficioné a leer un libro por semana. Actualmente mantengo un promedio de cuatro o cinco libros al mes. Desde la secundaria recibí el don, la gracia divina de la lectura, actividad intelectual que me ha proporcionado las horas más bellas y felices de mi vida.
Siempre he sostenido que pasar de la revista de monitos a los libros es tan fácil como dar un paso y luego el otro. Grandes lectores de todo el mundo comenzaron su pasión leyendo cómics.
En los dos últimos años los comitecos hemos tenido la bendición de contar con dos grandes libreros: Sol y Samy. Ellos son dos de los ideales de Pitol: gente que ama a los libros y conoce de libros.
¿Imaginás a alguien que no supiera nada de productos del mar vendiendo en el mercado de La Viga, que es el mercado especializado en venta de mariscos y pescados, de la Ciudad de México? ¿Que no supiera la variedad de pescados, que no supiera sacar el callo de hacha de su concha? ¿Que no supiera separar la tinta del pulpo?
Pongo este ejemplo del vendedor de pescados y mariscos porque yo nada sé de esta vaina aguada. Yo no me atrevería a atender un local de venta de camarones, bueno, vos sabés que no lo haría no solo por desconocimiento sino por el olor. Odio el aroma de los pescados. Me causan escozor los ojos de los pescados que me ven como si me acusaran de algo. Me dan ganas de cerrarles los ojos, los ojos de los muertos son ventanas infectas. Me dan escalofrío los cadáveres de pollos que cuelgan en los mercados, que cuelgan de las patas, con el culo para arriba.
Digo que todo mundo debería conocer el área de su profesión, pero, vos sabés que no siempre es así, por desgracia. Hay mucha improvisación en este mundo. En el mundo de los libros (tan magro) sucede lo que Pitol diagnosticó: es escaso el número de verdaderos libreros, amantes y conocedores de ese maravilloso objeto llamado libro.
El destino me bendijo con la presencia de don Rami en el instante en que todo estaba por decidirse, en el momento que conocí el libro y supe que ahí estaba el mejor modo de vivir. Ya no tenía necesidad de pensar a qué deseaba dedicarme cuando fuera grande. Supe que desde la edad de doce años me dedicaría a ser lector por siempre, porque el libro era el agua de mis lluvias, el aire de mis campos, el cielo de mis cielos.
Un día de estos me topé con un simple vendedor de libros y pregunté si tenían en existencia el libro más reciente de mi amigo Fabio Morábito, escritor excelente, y cuando vi que buscó en la pantalla y anotó el nombre de Favio Moravito supe que estaba frente a un ignorante en vaina de libros y ya no quise saber si amaba realmente el trabajo que estaba haciendo.
A mí me sucede lo mismo que le sucede a Ethel Krauze, muy buena escritora. En su libro “Cómo acercarse a la poesía” cuenta cómo conoció a un muchacho hermoso en Acapulco y quedó prendada de él, pero cesó el encanto en cuanto recibió una carta de él con una pésima ortografía.
Me sucede lo mismo. No puedo leer un texto que esté plagado de errores ortográficos. Sé que las erratas aparecen en todas las hojas, pero cuando el error es reiterativo yo, como torero chambón, elijo la graciosa huida.

Posdata: El universo tiene coincidencias bellas. Cuando atendí la librería Educal tuve un cliente frecuente. Cada mes adquiría tres o cuatro libros. Era mi cliente consentido. ¿Sabés quién era? Hugo, el papá de Samy, el maravilloso librero de Lalilu. Desde entonces ya estaba escrito en el cielo que dos estrellas iluminarían estos cielos hermosos de nuestro pueblo.