sábado, 8 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CAMINA PASO A PASO





Querida Mariana: Caminamos. Algunos lo hacen con gran dignidad, como si caminaran sobre nubes. Otros, más totorecos, caminan como si fuesen güets, levantan las piernas como si el piso estuviera lleno de chinchetas con la punta hacia arriba. ¿Has visto cómo algunos caminan como faquires, como si fueran esos chamanes hindús que se acuestan en camas con clavos? Las puntas de los clavos no les preocupan, no les provoca ningún escozor. Tal vez estos compas son los que ya aprendieron que la razón de la vida es el camino y que, como decía la canción, “una piedra en el camino” enseña que el destino es rodar y rodar, siempre y cuando se hagan a un lado las piedras, para no tropezar, y se eludan los alambrados de púas, para no terminar con la piel en tiras.
Caminamos. Unos caminan como si fuesen Alejandro Magno y vieran a los demás desde la altura de una torre; otros, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, caminan como si fuesen de esos mendigos que, debajo de los puentes, no hacen más que tentalear el piso para buscar una botella de Charrito.
Comitán, lo ha dicho mucha gente, es una ciudad para caminar. Creo que todas las ciudades, pueblos y comarcas del mundo son para caminar (salvo esas moles de cemento donde ya los automóviles son los dinosaurios que regresaron para dominar la tierra).
Esto que diré te puede parecer una bobera, pero tiene su encanto. A veces voy en auto en una carretera y me dan ganas de orinar (ya estoy viejo y mi vejiga también). Busco, entonces, un espacio para estacionar el carro y bajar a hacer lo que debo hacer. Camino. Camino apenas diez pasos, pues urge hallar un arbolito que disimule mis miserias y no ofenda a los que viajan en otros autos y tienen sus caras repegadas a los cristales para extasiarse con el paisaje y con el verde de Chiapas. La urgencia me obnubila, bajo el cierre y hago lo que debo hacer, mientras cumplo con la urgencia, el paisaje se me presenta con toda su bendición, el aire es como una mano que limpia mi rostro y el aroma de los pinos suaviza el cristal de mi corazón. El ¡ah! que sale de mis labios lo propicia el alivio de mi vejiga y la piedra de viento que se deshace generosa frente a mí. Cuando vuelvo al auto ya tengo conciencia que camino (porque al buscar el arbolito casi corría) y sé que esos pasos son la pausa que hizo la diferencia.
¿Cuánto has caminado? Yo llevo cincuenta y nueve años caminando. He preferido caminar a correr. A veces he querido volar, pero la fuerza de gravedad me ha enseñado que mi vocación (como la de medio mundo) es caminar, caminar con la dignidad que sea posible.
No podemos ser como Nacho Loco que, cuenta la leyenda, caminaba de San Cristóbal a Comitán y cuando llegaba a este pueblo, daba media vuelta y emprendía de nuevo la caminata para regresar a San Cristóbal. No podemos hacerlo, porque los reparos sociales nos lo impiden. Es una pena (según cuenta la leyenda) que Nacho no tenía conciencia del prodigio de su caminar, porque su apodo indica que estaba loco y si caminaba lo hacía por lo mismo. ¿Sólo los locos caminan de un lado para otro sin saber bien a bien por qué lo hacen? Entonces, medio mundo tiene una cercanía rotunda con los Nachos del mundo.
Caminé de noche. Caminé de noche la Ciudad de México (en los años setenta) y caminé de noche, muchas noches, nuestro Comitán. Caminé nuestro pueblo en mi adolescencia, cuando salíamos del Club de Leones, después de estar en el festejo de los quince años de una amiga. Debía, a esa hora, subirme el cuello del saco, porque el viento de la Ciénega era una sábana helada. Caminé a las once de la noche, cuando, el sábado, terminaba la función de box que veíamos en la tele en blanco y negro, en la casa de Jorge. El Comitán de esas noches era un Comitán apacible, como una rama de mirto, con aroma a tenocté. A veces me topaba con algún bolo que cantaba su tristeza alegre, y como yo también iba entonado porque habíamos bebido cervezas con Miguel, Javier, Quique, Memo, Jorge y Armando, también cantaba. A mí me gustaba cantar esa canción de Alberto Cortez que habla de un árbol y que se llama “Mi árbol y yo”, la que dice: “Mi padre y yo lo plantamos / en el límite del patio / donde termina la casa…” Y es que en la casa mi papá había sembrado un árbol en el sitio y yo (cuando menos) había pasado la cubeta con agua para que la regara.
Pero llegó un día que dejé de caminar por las noches. Un poco por mi edad, me fui haciendo viejo (ahora, ¡el colmo!, vos sabés, me acuesto a las ocho), pero otro poco por la inseguridad. A veces (me da pena decirlo) hasta en las tardes me da temor caminar por las calles de la ciudad. Antes disfrutaba la tranquilidad de las calles. En una ocasión jugué con una amiga el juego de la calle solitaria. Por el rumbo de la Cruz Grande existe una calle que está entre dos avenidas, la calle es como un pasaje corto, no más de cien metros. A mí me encantaba recorrer ese espacio. Esa tarde invité a mi amiga a recorrerla. Llegamos y yo le dije que pusiera atención, que comprobara que nadie habitaba las casas de esa calle. Nos sentamos en la banqueta y pasaron los minutos y la calle estaba vacía, seguía vacía, mientras en las dos avenidas la gente caminaba y los autos pasaban. Conforme los minutos pasaron comencé a creerme la historia. ¿De verdad por ahí no iba a pasar ni un chucho? Pues no pasó ni un chucho. Mi amiga estaba fascinada. Comencé a contarle entonces la historia de cómo los habitantes de esa calle dejaron de vivir ahí. Inventé un cuento, un cuento fantástico. Ella, como niña de quinto de primaria, abría los ojos maravillados y no perdía palabra de lo que yo decía. Cuando puse el punto final a mi historia la puerta de la casa donde estábamos sentados se abrió, mi amiga y yo volteamos, vimos una mujer envuelta en un chal que le cubría la cabeza. Mi amiga me abrazó y cerró los ojos. Temblaba. Mi historia decía que los habitantes de esas casas las habían abandonado porque el fantasma de una mujer ciega se aparecía en los patios y reclamaba sus ojos. Las personas juraban que la mujer ciega llevaba un cuchillo en la mano derecha y extendía el brazo izquierdo, en medio del aire, intentando atrapar a la persona con que se topaba. Oímos que la puerta se cerró, volteé, pero ya no vi a nadie. Pensé que la mujer había entrado de nuevo, pero mi amiga juró (hasta la fecha sigue haciéndolo) que la mujer había desaparecido, que era el fantasma del callejón. Mi amiga, sin abrir los ojos, me pidió que nos saliéramos de ahí. Yo sentía un cordel helado recorrer mi espalda.
Hay tardes en Comitán que el pueblo está como aquel callejón: vacío. Ya no es agradable esa tranquilidad. Causa desasosiego (por decir lo menos) caminar por espacios donde no hay personas caminando, espacios donde se advierte unas sombras detrás de los postes en penumbra. Mario me dijo que el otro día un amigo fue asaltado por un individuo que le mostró una navaja. Su amigo le pidió al delincuente que no se alterara, advirtió que iba a sacar su billetera (para que no pensara que iba a sacar un arma blanca, igual a la que él tenía en la mano) y ofreció su celular. El delincuente se conformó con los dos billetes de cincuenta y el teléfono móvil. Guardó el producto del robo y echó a correr. El amigo dejó que avanzara unos metros y él hizo lo mismo, echó a correr, en dirección contraria. Mientras duró el atraco ninguna persona caminó por ahí, eran las cinco de la tarde (tarde llena de sol, de luz). El amigo, a la hora que echó a correr, vio que detrás de los cristales de una ventana, cuatro pares de ojos lo miraban. Esos vecinos habían sido testigos del atraco, pero permanecieron sin hacer algo. ¿Para qué meterse en camisa de cuatro varas?

Posdata: He caminado, mucho. Camino por el simple placer de hacerlo. A veces salgo de mi casa sin una ruta previa. Voy al parque central, camino con cuidado, porque ahora las banquetas están cubiertas de lajas resbalosísimas. Camino con sumo cuidado. Ya no puedo caminar con el caminar atrabancado de los jóvenes. Bajo por la “bajada” de Guadalupe, siento el viento que viene de la Ciénega, miro el árbol jacarandoso lleno de morados, aspiro el aroma que vuela de las florerías, doblo a la izquierda y, a la mitad de la calle, encuentro la peluquería de mi maestro Armando Aguilar, peluquero que me cortó el cabello desde niño. Salgo sin ruta previa, sólo la que dicta el corazón. De hoy en adelante haré la misma ruta, pero ya no entraré a la peluquería de mi maestro Armando, porque mi mamá me dijo que la otra tarde escuchó que las campanas del templo de Guadalupe tocaron a muerto. Dejó de lavar los trastes, levantó la cara y oyó. Dejó que el tañido se deshiciera. Pensó que esas campanas anunciaban la muerte de alguien. Al otro día se enteró que era misa en honor al maestro peluquero. “Si lo hubiera sabido habría ido a misa”, dijo mi mamá.
Si algo me causa ansiedad es ir a cortarme el cabello, me enerva sentarme frente a espejos que reflejan mi imagen, tener que decir algo con el hombre (o la mujer) que me corta el cabello. Un día te conté, mi niña, que tal ansiedad se diluía cuando hallaba a mi maestro Armando en su peluquería. Ahí él era quien hablaba, él quien me contaba cómo era mi casa, cómo era yo de niño y cómo él y mi papá fueron amigos.
Ahora caminaré, como siempre lo he hecho, sin ruta preestablecida, pero cuando pase por la casa de mi maestro extrañaré su presencia. Desde acá mando un abrazo respetuoso a toda su familia. Permitan que les diga que don Armando fue un hombre trabajador, un buen hombre.