lunes, 10 de octubre de 2016

PRESENTACIÓN




¿Cómo se llama la fobia a los festejos? ¿Guatequefobia? No sé. Lo único que sé es que yo sufro ante la posibilidad de un festejo, tanto en los que soy invitado, como cuando a mí me corresponde ser anfitrión. Preferiría ser cancerbero del infierno antes que preparar una fiesta. Porque, cuando uno es diletante y no posee la suficiente capacidad de convocatoria, siempre aparece la incertidumbre de si alguien acudirá a la invitación. Conozco el caso de un amigo, tímido, oscuro, soso, que se quedó con todas las colaciones porque nadie, ¡nadie!, acudió a celebrar con él sus treinta y dos años de vida. Ahí está una fotografía que da cuenta exacta de esto que digo: está el amigo sentado, en una silla plegadiza, con la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas, en medio de decenas de sillas, ¡vacías! Cuando vi la foto pregunté: ¿Entonces quién tomó la foto? Yo, dijo el que me enseñó la foto. La tomé escondido detrás de un pilar, pero en cuanto la tomé salí de inmediato. Ya nada dije. Sólo los expertos en relaciones sociales tienen la certeza de que sus fiestas serán un éxito. Los tímidos y escasos dudan, tienen elementos de sobra para que así sea.
¿Qué debe hacer el anfitrión? La norma de buenas costumbres advierte que el objetivo principal es que los invitados se la pasen bien. ¿Qué es pasársela bien? Mi magra experiencia dicta que si no hay traguito la mayoría de invitados dice que el festejo estuvo aburrido. Y la aburrición es lo que me provoca más temor. No por mí, porque yo nunca me aburro; sino por los otros. Y es que, entre otros complejos que poseo, siempre quiero que, en una lectura, nadie bostece, nadie se duerma, nadie se salga de la sala, nadie se infarte del tedio.
Cuando fui pichito no me importó el festejo, porque mi mamá era la encargada de organizarlo y yo (así lo creo) pasé de noche. Pasar de noche los tragos amargos convierte a los tragos en dulces, transparentes, inadvertidos.
Pero llegó el momento en que tuve conciencia de que los invitados llegaban por mí. ¿De veras? Recuerdo con especial entumecimiento un cumpleaños en que caí en la cuenta de que debía hacer algo para que los demás se divirtieran. Mi mamá había repartido gorritos y una gelatina. Vi a mis amigos sentados en el corredor de la casa, haciendo una fila donde lo que imperaba era la seriedad y el buen comportamiento. Todos mis amigos estaban peinados con gomina y vestían trajes especiales para la ocasión. Esa imagen me desesperó. Hubiese querido tener el carácter para levantarme (porque yo también estaba sentado en una de las orillas de la fila que parecía velorio) y gritar que se movieran, que saltaran en la cuerda, que jugaran pelota, que treparan a los árboles, que llenaran vejigas con agua y subieran al techo y las aventaran a los caminantes. Pero me quedé con las manos adentro de las bolsas del pantalón, con las manos sudorosas.
Me paré y le dije a mi mamá que ese festejo era un soberano fracaso. No te preocupés, dijo mi mamá, están tomando su gelatina. Ahora que acaben los invitaré a una función de cinito. Y cuando los amigos acabaron su gelatina mi mamá los invitó a pasar a mi recámara, donde había colocado sillas al lado de mi cama y dijo que les pasaría una función de cine. Encendió un proyector, que era de plástico, y proyectó sobre la pared una serie de filminas que contenían historias con caricaturas. Recuerdo una del señor Magoo, personaje que padece miopía, lo que ocasiona anécdotas como la que se contaba en esa ocasión donde cree que camina sobre la banqueta cuando, en realidad, camina sobre una viga que, sostenida por una grúa, levantan para llevarlo a lo alto de un edificio en construcción; cuando da el paso que lo enviará al vacío, aparece otra viga, suspendida, asimismo, de otra grúa, y salva la caída, así logra llegar hasta lo alto del edificio. Como en ese tiempo no había televisión en Comitán la función de cinito fue un éxito. Después mi mamá dijo que pasáramos a la mesa a partir el pastel y a cenar, y como ella siempre se ha distinguido por preparar unos guisos deliciosos mis amigos me cantaron con doble emoción las mañanitas un poco para justificar la glotonería que luego demostrarían. Al final de la cena todos se despidieron. Quedé triste. Mi mamá preguntó si había estado contento, dije que sí, pero luego le dije que no. Ella dijo que si no me había gustado no me prepararía nada para el otro año. Respiré tranquilo, saber que ya no habría más fiestas fue el mejor instante de ese cumpleaños, pero, al otro día, cuando llegué a la escuela, los compas que habían estado en la fiesta me dijeron que la fiesta había estado increíble. Dijeron que ojalá los invitara a la casa más seguido. ¿Podía mi mamá preparar unos bocadillos similares? Bola de chuchos, pensé, pero me sentí contento.
¿Y ahora? Esto es como una fiesta. Adriana dice que cada libro nuevo es como un hijo. Así que esto podría decirse que es un bautizo. ¿Qué se hace en estos casos? He visto que algunos papás literarios invitan a escritores famosos para que presenten sus libros o, si son más listos, se hacen acompañar de políticos importantes. Con ello garantizan que los amigos de los importantes y famosos acudan a la presentación y todo mundo celebra el momento en que el político importante toma la palabra y el acto se convierte en el más relevante del año. Pero, como yo soy muy escaso en cuanto a relaciones sociales y no poseo experiencia en la preparación de guateques, porque, ya lo dije, les tengo temor y me producen un estado de inquietud que linda con el desasosiego, me pregunté dos días antes de éste: ¿Qué voy a hacer? Tuve la certeza de que mi mamá y mi Paty me acompañarían y que, como aquella tarde, estarían formaditas esperando que algo ocurriera. Pero como ahora mi mamá no organizó esta fiesta no hizo pastel ni nada de los exquisitos bocadillos que prepara. ¿Qué ofrecer?
¡Una función de cinito! Sí. ¿Qué tal que invito a mis amigos a entrar al cuarto y enciendo el proyector y les paso una serie de filminas, no de míster Magoo, sino de ese enormísimo escritor que se llama Julio Cortázar y que es el autor que saqué a bailar en esta novelilla que ahora presento?
(Acá se presentó un prezi con imágenes de Julito)
Como ustedes saben, Julio Cortázar, en un viaje que realizó al país visitó Palenque. Los demás pueblos de Chiapas sólo fueron de paso.
En esta novelilla, que hoy presento, “El día que Julio Cortázar llegó a Chiapas” hago que él llegue a nuestro pueblo.
Les cuento. Un periodista que radica en la Ciudad de México se entera un día que en Comitán vive don Caralampio, que tiene cuarenta y nueve años. El personaje le llama la atención porque, con excepción de cuando tenía tres años y fue a la escuela, nunca salió de su casa. Ha vivido atendiendo un café que sus papás abrieron y le heredaron. Tiene contacto con la gente que llega a su café y su conocimiento del mundo se complementa con su afición al cine. Ha visto cientos de películas mexicanas. El periodista concreta una cita para entrevistarlo, porque, para asombro de todo mundo, un día don Caralampio sale de su casa, pero no para ir a la esquina o a algún pueblo cercano a Comitán, ¡no!, el hombre que nunca había salido de su casa sale para ir a Buenos Aires y a París. ¿Por qué? Ah, pues para investigar eso llega el periodista. De eso trata esta novelita. Del día que Julio Cortázar llega a la cafetería de don Caralampio y éste se entera que el escritor argentino escribió el cuento “El otro cielo”, cuento que, todo mundo sabe, es un prodigio de la literatura, porque cuenta la historia de un hombre que entra al Pasaje Güemes, en Buenos Aires, y…
Perdón, ¿ya ven cómo no soy un buen anfitrión? Ahora resulta que quiero contarles la anécdota del cuento, cuando, sin duda, ustedes lo han leído.
Les agradezco que me hayan acompañado en este festejo; agradezco su tolerancia ante mi ineptitud social; asimismo agradezco a Lalilu por prestar su patio para colocar el manteado y recibir a los invitados; de igual manera agradezco a la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar y a mi jefe, el maestro José Hugo Campos Guillén, por el apoyo para iniciar este proyecto editorial.
No hubo pastel ni bocadillos exquisitos preparados por mi mamá, para gozar de ello debieron haber estado en casa la tarde que cumplí siete años y mi mamá me preparó el festejo. Gracias por estar.