viernes, 25 de noviembre de 2016

CULEBRAS DE VIENTO





Estábamos en el sitio de la casa de Carlos. Estábamos debajo del árbol de jocote. Fumábamos. No teníamos edad para hacerlo. Digo que no teníamos edad para fumar, para estar debajo del árbol sí. También teníamos edad para trepar al árbol. Teníamos 8 o 9 años de edad. Fumábamos. En un instante, a la hora que pasó una corriente de aire y levantó las hojas secas y nosotros nos tapamos los ojos, Raymundo dijo: “Una vez, en casa de mi mamá, pasó una culebra de viento”.
Estábamos los tres: Carlos, Raymundo y yo. Ya dije que estábamos en el sitio de la casa de Carlos. A veces ellos dos llegaban a mi casa (la casa que rentaban mis papás) y, de igual manera, jugábamos en el sitio de la casa. A la casa de Raymundo nunca íbamos, por la simple razón de que él no tenía casa. Su mamá era sirvienta en la casa de las Pérez. Nosotros sabíamos que ellos, Ray y su mamá, dormían en un cuartucho de madera y techo de lámina que estaba en un esquinero lejano del sitio. Las Pérez eran dos niñas odiosas que siempre las vestían igual, con vestidos y calcetas blancas y con moños en las colas del cabello. El papá de las Pérez era dueño de una finca muy grande donde, contaban los papás, tenía más de mil cabezas de ganado. Era, pues, un hombre rico. Las Pérez eran niñas ricas. El papá de Carlos y el mío no eran dueños de haciendas, pero, como alquilaban las casas donde vivíamos, nosotros decíamos que sí teníamos casa, a diferencia de Ray, que vivía de “arrimado” en la casa de las Pérez. Eso de arrimado lo decían todos los del grupo de clase.
Por eso, cuando Raymundo dijo que en su casa había aparecido una culebra de viento nosotros nos cubrimos las bocas para que no viera que la risa nos ganaba. Al otro día, Carlos revivió la anécdota y, como Ray no estaba, los dos nos reímos, ahora sí con toda libertad. Abrimos nuestras bocas y dejamos que la risa se esparciera por todo el campo y chocara contra las paredes y nos regresara como bumerang en forma de eco. Ray no tenía casa. Pobre. Su mamá era sirvienta en la casa de las Pérez, por eso siempre andaba con un mandil a cuadros, siempre húmedo. Cuando la encontrábamos en la calle ella nos saludaba de lejos, tenía un tic, a cada rato se limpiaba las manos sobre el mandil, por eso, cuando daba la mano en señal de saludo, siempre la tenía húmeda, mojada.
Yo tenía diez u once años de edad cuando abandonamos la casa que mis papás alquilaban y nos mudamos a la casa que habían mandado a construir en un terreno adquirido muchos años antes. Carlos también se mudó. No solamente se mudó de casa sino de ciudad. Un día nos dijo que habían comisionado a su papá a otra plaza: Coatzacoalcos. Nunca más volvimos a verlo. Quién sabe adónde vive ahora. El único que no cambió de casa fue Ray.
Aquella tarde, cuando el viento cesó y nosotros nos limpiamos la cara y volvimos a abrir los ojos, Ray dijo que la ocasión en que la culebra de viento pasó por “la casa de su mamá” había levantado el techo y las láminas habían volado como si fuesen gaviotas. Las láminas habían caído muy lejos. Lo bueno es que habían caído en terrenos despoblados, porque de lo contrario pudieron haber causado una desgracia; entonces, Ray nos dijo que su mamá le había contado que, en una ocasión, en el pueblo donde vivía de niña (una comunidad rural, cerca de Amatenango) la culebra de viento había arrancado los techos y una de las láminas había volado con tal fuerza que se impactó contra una niña que corría a esconderse. La niña corría a mitad de la calle, oyó que algo volaba detrás de ella, el ruido era como el de un trompo gigante que estuviera “privado” en sus vueltas. La niña dejó de correr, se paró y volteó. Apenas tuvo tiempo para levantar las manitas en intento de detener la lámina que, como hoja de sierra eléctrica, partió en dos su cuerpo.
Nosotros nada dijimos. Ray se paró, se limpió su pantalón, siempre remendado, y dijo que ya se había hecho tarde, que tenía que pasar a comprar panela en la tienda de doña Rome. Carlos y yo también nos paramos. Dije que también debía irme. A mitad del sitio, Ray levantó la mano y dijo: “Sí, ya me voy, a casa de mi mamá”. Oímos que remarcaba la última frase.
Ahora no sé dónde vive Carlos. Yo vendí la casa de mi papá y ahora vivo en una casa que es de don Francisco y que yo alquilo. ¿Ray? Ray vive aún en la casa de “su” mamá. Cuando murió el papá de las gemelas Pérez, éstas vendieron todas las propiedades heredadas y fueron a vivir a Londres. Ustedes no se preocupen, le dijeron a la mamá de Ray, pueden seguir viviendo acá. La mamá de Ray murió hace dos años, pero él sigue viviendo ahí. Ya no vive en el cuarto del fondo del sitio. Ocupa el cuarto que fue la recámara de las Pérez, desde el que, a través de un balcón, se ve el sitio de la casa.