domingo, 31 de diciembre de 2017

DEFINICIÓN DE ESCRITORIO




Según tío Lacho, el escritorio no es un objeto recomendable. Desde hace mucho oigo que dice: “Esos funcionarios son unos tontos, hacen programas desde el escritorio”. Sé porqué tío Lacho lo dice. Lo dice porque los funcionarios de gobierno, en lugar de estar sentados frente a sus escritorios, deben salir al campo, a la calle, a palpar, con la piel, cuál es la situación del país. ¿Cómo sobreviven los mexicanos de la calle? Los funcionarios, dice tío Lacho, no pueden saberlo, porque no se llenan los pies de lodo y de polvo, su conocimiento se basa en lo que llega hasta sus escritorios de lujosas oficinas.
Pero, lo que tío Lacho olvida es que el escritorio es un objeto luminoso, porque muchos de los grandes cambios de la humanidad se han hecho sobre ese chunche que, en ocasiones, no es muy lujoso, en ocasiones es como una simple mesa de madera. Es decir, el escritorio no es bueno para funcionarios de la Secretaría del Campo, pero sí es un chunche genial para los escritores, para los poetas y, en general, para todos aquellos creativos que, a ratos, deben sentarse para pasar al papel o en computadora las genialidades que se les ocurren. Creo que Einstein no pudo elaborar su Teoría de la Relatividad sin la ayuda de un escritorio; creo que Picasso no pudo elaborar el boceto inicial del Guernica sin un escritorio. ¿En dónde se han escrito las grandes novelas que son el pan nuestro de cada día?
El mundo no puede concebirse sin el escritorio. Jorge cuenta que fue concebido en un escritorio; cuenta que sus papás trabajaban en una empresa de publicidad y una tarde en que el sol se colaba por las persianas, ella (su mamá) se sentó sobre el escritorio de él (su papá) y éste se acercó, la rodeó con sus brazos y luego con sus piernas y ahí, sobre el escritorio, hicieron el amor. Jorge dice que ella (su mamá) estaba iluminada por una luz ambarina, que tenía la luz de un fogón a punto. No sé cómo Jorge lo sabe, si aún no era proyecto de vida, si aún era una simple bola de masa sin cocer.
Sí, el escritorio ha servido como lecho de apasionados amantes o como mesa para quienes sacian su hambre o como mesa de juego de barajas españolas o como atril para lectura o como improvisada mesa de ping pong o como carretera para los carros de los niños que juegan. El escritorio es uno de los objetos más utilitarios del mundo. En un cuento de Óscar Andrade, el personaje se esconde en cinco ocasiones debajo de un escritorio: una para ocultarse del jefe; otra para sorprender a la novia; una más para comer en la oficina en horas no apropiadas; la cuarta vez para esconderse antes de asestarle un golpe con bat en la cabeza de la novia; y la última para huir de la persecución policial. Recuerdo que la primera imagen del primer día de clases en la primaria fue la de Ramiro (en ese instante no sabía que así se llamaba), con sus manitas agarrando la superficie del escritorio de la maestra, no sé por qué supe que esa iba a ser la imagen permanente de la escuela: la de un náufrago que se sostiene con sus manos en la barandilla del barco.
La definición del diccionario es limitada. El diccionario de la Real dice: “Mueble cerrado, con divisiones en su parte interior para guardar papeles y, a veces, con un tablero sobre el cual se escribe”. ¡Ah, qué tontitos los académicos! Su definición de escritorio da relevancia a las divisiones para guardar papeles y relega la función principal: la del tablero sobre el cual se escribe. Esta definición no dice lo principal: Que el escritorio sirve para formular sueños y para bocetar los destinos mejores del mundo. No dice que ahí se dibuja, que ahí se come, que ahí se coge; que ahí se construye mucho de lo mejor de la vida.

sábado, 30 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, CON AROMA DE PONCHE




Querida Mariana: Una serie de sensaciones rodea los festejos de fin de año. Los seres humanos estamos condicionados por la historia personal y común que hemos vivido, por la humedad de la lamita del nacimiento y por el aroma del ponche que salía desde la cocina de la casa de los abuelos.
Muchos amigos regresan a sus lugares de origen. Por alguna circunstancia radican en lugares lejanos a los de su nacimiento. Algunos amigos estudian en países tan lejanos como la India (Alonso); otros viven en la Ciudad de México por cuestiones de trabajo (muchísimos comitecos); y otros (Alicia, cuando menos) radican en países insólitos porque conocieron a alguien nativo de esos lugares y se hicieron novios y se casaron y ahora allá tienen sus motivos de vida. Pero ellos se dan la oportunidad de volver en vacaciones de navidad. ¿Qué los hace regresar con una mirada llena de esperanza? Sus familiares, por supuesto, pero también los lugares que caminaron de niños. Alfonso me dijo que halló poco de lo que dejó, un poco (dijo) como si al camioncito de madera le faltara algunas ruedas y la parte superior de la cabina, halló un camioncito despintado, pero (confesó) eso fue lo más hermoso, porque él, en un ejercicio de imaginación y de nostalgia, debió completar el carro, tomarlo con sus manos (callosas y llenas ya de estrías) y llevarlo a su pecho. ¿Mirás qué maravilla? Sí, Alonso, después de muchos años de no regresar a Comitán encontró pedazos de su pasado, pasado que es parte de su ser.
¿De verdad Comitán es un carrito de madera ya despintando y sin ruedas? Algo hay de eso. El otro día, Lucy dijo que cuando leía uno de mis textos imaginaba un Comitán más digno, porque el Comitán real es sucio y con la cara chimuela. Sí, es cierto, Lucy tiene razón. El otro día caminé por el parque central, lo hice con la mirada de un turista y con la atención de un hombre viejo (en este 2017 cumplí sesenta años, por lo que, oficialmente, pasé a formar parte del ejército de integrantes de hombres y mujeres de la tercera edad. ¡Tercera edad! ¡Qué fea designación! Soy de los viejos que creen que la palabra viejo es más digna). Caminé y hallé lo que muchas veces he dicho: huecos en el parque y lajas quebradas, lo que provoca torceduras en los caminantes; hallé un registro de agua que es un riesgo permanente para los peatones (esa trampa está al lado de la escultura hecha por Luis Aguilar). Una mañana platiqué con el maestro Horacio Nucamendi, director de Atención Ciudadana, del Ayuntamiento, y en nombre del pueblo de Comitán (sobre todo de nosotros, los viejos) le pedí que arreglaran esa trampa y me ofreció hacerlo. Ya pasaron más de cuarenta días y todo sigue igual. Bueno, no sigue igual, cada vez se deteriora más el parque. Y hablo del parque central porque es el espacio que da la bienvenida a los turistas, es el corazón de nuestra ciudad. ¿Has caminado por la banqueta que está frente al portal de la Farmacia del Ahorro? ¿No? No lo hagás. La banqueta está carcomida, tiene muchos huecos que, sin duda, han ocasionado accidentes a los peatones que, en lugar de ver hacia abajo, tratan de gozar la belleza del cielo comiteco y del entorno. Ese día me senté en la banca corrida que está en el borde de las jardineras y, durante una media hora, vi qué sucedía. Miré lo que ya estás pensando: dos personas tropezaron y estuvieron a punto de caer al arroyo, donde pasan los autos. Decidí no seguir viendo, porque me da pena y asumo culpas ajenas cuando soy testigo de un accidente. Un día, el presidente municipal de Comitán lanzó una propuesta interesante: Cualquier ciudadano podía mandarle la fotografía de un bache y él se comprometía a cubrirlo. Cuando vi esa publicación pensé ir al parque central y tomar fotos de todos los huecos que hay en la plancha y de los baches que existen en las calles aledañas, sobre todo en la calle que está frente a la casa de la cultura y del templo de Santo Domingo. ¿Has pasado por esa calle? Está llena de hoyancos, decenas y decenas de piedras ausentes han creado decenas de huecos que han causado doblones, luxaciones y fracturas de pies de muchas personas. ¿Qué necesidad hay de que caminemos por espacios tan peligrosos como campos minados de una guerra mundial?
Cuando saludé a Alonso, él me dijo que esto era en todo el mundo. ¿De veras? No lo creo. Sí, dijo él, en la India también hay un gran desorden en sus ciudades. Dijo que Nueva Delhi tiene muchas zonas que parecen basureros. Nada le dije a Alonso, pero pensé en ciudades de Holanda, ciudades que no conozco físicamente, pero que he visto a través de fotografías y pensé que los comitecos debemos imitar a aquellas ciudades. Por ejemplo, cuando vi los parques miniaturas que IMPLAN ha colocado en algunos puntos de la ciudad (frente al módulo turístico del Ayuntamiento, frente a las oficinas de la Comisión Federal de Electricidad, y frente al Museo Rosario Castellanos) pensé que ese es un camino indicado para hacer de Comitán la ciudad digna que nos merecemos, una ciudad en donde se devuelva el lugar de privilegio que los peatones tuvimos años atrás.
Ahora que mencioné el Museo Rosario Castellanos sería bueno decirle a Hugo Fritz que su insistente propuesta parece que fue tomada en cuenta. Ahora pocos, muy pocos (nunca faltan los “modernos”) lo mencionan por las siglas, medio mundo lo está nombrando con el nombre completo que Hugo demandó: Museo Rosario Castellanos. El Logotipo del inmueble así lo consigna. En buena hora.
A Comitán hay que regresarle sus llantitas y los elementos que ya están oxidados y, luego, darle su pintada, una buena pintada. Lo que no se vale es el arreglo de utilería, la simple escenografía. Si sigo con el ejemplo del parque central creo que vale muy poco que, en estas épocas, se adorne con lucecitas y con bellos arreglos, si su piso está lleno de huecos que ocasionan accidentes. No puedo imaginar que en la casa de Alonso regaran juncia para tapar los huecos del patio central. ¡No! El carácter del comiteco no es así. Cuando sabemos que llegarán nuestros familiares que radican en otros lugares nos esmeramos en el arreglo de la casa, llamamos a un albañil y vemos que coloque los ladrillos que, por el uso, se han desgastado; los huecos de las paredes se resanan y luego se pintan y luego se colocan los festones. Nadie, ¡nadie!, de manera consciente y responsable, tapa los huecos con lucecitas.
Un mes después de mi atenta petición, me topé con el maestro Horacio Nucamendi, en una de las calles de Comitán, cuando me vio me dijo: “No me he olvidado de tu petición” y rio con esa risa sabrosa que tiene. Yo respondí: “Yo tampoco lo he olvidado, maestro. Abrazo”. Sé que él tiene muchas encomiendas por resolver, pero ahora vuelvo a hacerle la petición y la hago extensiva al presidente municipal: ¿No pueden mandar una cuadrilla de obreros para tapar los huecos de la plancha del parque y de las calles aledañas? ¿De verdad no se han dado cuenta de la cantidad de huecos que ahí hay y que provocan una mala impresión para los turistas y que son peligro constante para los habitantes del pueblo al que ellos están obligados a servir? ¿Qué pasó con las promesas de campaña?
Sé que esto no es flor de un día; es decir, este desarreglo no es producto de esta gestión administrativa. No. No digo esto. Todo mundo sabe que esto es consecuencia de la desatención de administraciones pasadas, pero esto no debe ser pretexto para no darle solución. ¿Quién remedia el problema? ¿Quién?
A mí, como a medio mundo, me daría gusto recibir a nuestros visitantes y a nuestros paisanos en el mejor Comitán posible. Restituirles el cariño que tienen enraizado. Recibirlos con los brazos abiertos y con las calles limpias y con las plazas iluminadas. No es así, es una pena. Cada vez más las autoridades se empecinan en quitarles más llantas a nuestro carrito.
Como dijera Alonso: Esto no es privativo de Comitán. No, no lo es. He visto fotografías en las redes sociales donde el centro de San Cristóbal de Las Casas está lleno de carpas, igual que acá en Comitán. Pero, querida mía, has de coincidir conmigo que esta comparación no es correcta; es decir, nosotros debemos marcar la diferencia.
Hace años, en el parque central me topé con un visitante y, en voz baja, me dijo: “Tu ciudad está más bonita que San Cristóbal”. Tal vez él admiró la tranquilidad del parque, en comparación con los ríos de gente que pueblan el centro de aquella admirada ciudad.

Posdata: En esta temporada regresan los nuestros y nos visitan los ajenos. Los primeros vienen porque acá está sembrado su corazón; los segundos vienen a degustar los frutos de ese corazón. ¿Es justo recibirlos con luces de utilería, en medio de huecos que provocan fracturas en sus pies y en sus espíritus? No creo que eso sea justo. ¿Quién de los gobernantes nos demuestra que ama a este pueblo y ama a sus paisanos?

viernes, 29 de diciembre de 2017

UNA NOVELA CON EL NOMBRE DE EUGENIA




Mariana me preguntó qué leía. Le dije que comenzaría a leer “Berta Isla”, de Javier Marías, autor español; le conté que el escritor Ornán sugirió, en Facebook, dicha lectura y volé a Lalilu (librería comiteca) a comprar un ejemplar. Mariana, comiendo una paleta de chimbo, dejando que el aire se regodeara con su cabellera, preguntó por qué la novela se llamaba “Berta Isla”. Dije que es el nombre de la protagonista. Me vio, dio la última mordida a la paleta, guardó el palito en una servilleta (eso de guardar el palito es sin albur, por favor) y dijo que esa era la lección. No entendí. Entonces, dándose aires de muy conocedora, dijo que Marías es un autor que aparece en la relación de nominados para obtener el Nobel de Literatura. Se paró y dijo que la acompañara hasta el basurero para que tirara la servilleta. En el camino, mientras esquivamos a un borracho que estaba tirado sobre el pasillo del parque de San Sebastián, me dijo que Marías ha vendido millones de libros en el mundo, ¡millones!, y me preguntó cuántos ejemplares había vendido de mi más reciente novelilla: “Siempre aparece un elefante llamado Doko”. De inmediato apareció la cifra de dieciocho en mi mente. Sí, a la fecha se han vendido ¡dieciocho ejemplares!, ni uno más ni uno menos. ¡Uf! Me puse ligeramente colorado. Tal colorete fue producto de una cierta vergüenza. Bueno, pensé, no soy Marías. Pocos, le dije a Mariana, dije que se han vendido pocos ejemplares de mi novelilla.
Nos sentamos en otra banca, ya en la periferia del parque. Vimos a una muchacha bonita que llevaba un perro con correa.
Mariana me pidió que la viera. Lo hice. Frente a frente me dijo: “¡Escribe una novela para mí!”. Lo dijo de manera autoritaria, con un tono de voz parecido a un quejido de Andrés Manuel revuelto con una excitativa estilo Hitler. ¿Qué?, pregunté. Sí, dijo ella, escribe una novela que se llame “Mariana”. Sonreí. Traté de hacer un chiste. Dije que ya mi tocayo Benito Pérez Galdós se había adelantado al escribir “Marianela” y canté: Mariana, Marianela. Lela, dijo Mariana, ya molesta. Y entonces comentó que Balzac había escrito “Eugenia Grandet” y que Jorge Isaac había escrito “María”. ¿Sabía yo cuántos ejemplares se han vendido de “Eugenia Grandet”? ¿Tenía idea de cuántos miles de ejemplares se han vendido de “María”, a pesar de ser una novela más bien mediocre? ¿Tenía idea? Dije que no sabía bien a bien, pero que las ventas, sin duda, eran soberbias. ¡Eso!, dijo Mariana, ¡soberbias! Y dijo que eso es lo que debía hacer y me metió un puñal, dijo que, sin duda, no había vendido más de cincuenta ejemplares de mi más reciente novelilla. ¿Verdad?, preguntó, ¿verdad que no has vendido más de cincuenta? Yo pensé que cincuenta era una cifra soberbia, comparada con la real de dieciocho. Nada dije, qué iba a decir.
Y entonces Mariana siguió y dijo que ahora Marías había agregado un nombre de mujer a la relación de novelas importantes del mundo: ¡Berta Isla! Dijo que, en estos tiempos de empoderamientos de mujer, tiempos de ideas feministas, el hecho de que una novela lleve el nombre de una mujer es un elemento a favor de la mercadotecnia. Ellos, dijo Mariana (y entendí que se refería a Balzac y a Marías) escriben novelas que se venden, que se ven – den. ¿Oíste?
Yo iba a decirle que no soy Balzac, que no soy Marías, bueno, que ni siquiera soy Isaac. Pero luego pensé que Molinari tampoco es manco ni es menos que ellos. Pero nada dije, qué iba a decir. ¿Qué iba a decir si sólo vendo dieciocho ejemplares?
Mariana se paró y dijo que ya comenzaba a hacer frío, que tenía una cita con su tía Elena, que un ponchecito con piquete lo esperaba y que también su novio lo estaba esperando.
¿Una novela con el nombre de ella? ¿De verdad? ¡No! No soy Marías. Los libros de él se traducen a muchas lenguas. Mis libros vuelan en círculos pequeños, como si fueran tzisimes y apenas salen del agujero son metidos en una cubeta de agua y ahí se ahogan y se doran en los comales. Sí, los libros de Marías son vuelo de águila.
¿Una novela que se llame Mariana? ¿Qué hable de Mariana? ¿Qué cuente todo de ella?
Sé que dos o tres amigos dirán que sí, me alentarán para que lo haga, pero cuando el libro esté a la venta ¡no lo comprarán! ¿Por qué? No lo sé. Son los misterios de la mercadotecnia.

jueves, 28 de diciembre de 2017

CALLES SILENCIOSAS




A veces camino una calle y pienso que, la mayoría de ocasiones, los peatones tomamos el acto como algo irrelevante. Cuando no hay el conocimiento de lo que esa calle significa, la caminamos como si nada.
Y digo esto, porque la otra mañana caminé por la bajada que va al mercado Primero de mayo. Cuando llegué al mercado pensé que, por esa misma calle, había pasado Rosario Castellanos, siendo niña, ya que en su novela “Balún-Canán” cuenta su experiencia. Llegué a la esquina y me topé con la tienda que ahora atienden los herederos de don Óscar L. Pinto, quien, escaso de cabello, fue motivo de muchas bromas de los muchachos preparatorianos de los años setenta. Algunos maldosos hablaban por teléfono y le preguntaban si vendía shampoo para evitar la caída de cabello, cuando respondía que sí, le decían que lo usara. Don Óscar se enojaba pero nada decía, era un hombre muy mesurado, mientras los muchachos, del otro lado de la línea, se botaban de la risa. Hoy, esos muchachos traviesos ya superan los sesenta años de vida y, muchos, ya perdieron el cabello. ¡Ah, el karma es irreductible!
Seguí caminando y pasé por la botica de don Manuelito Pinto, quien fue asistente de Belisario Domínguez, y luego atendió su propia botica que era un tesoro de la primera mitad del siglo XX, botica que contenía bellos frascos de porcelana colocados sobre un estante de madera, pintado en color azul. Enfrente está el Colegio Regina (que cumple setenta y cinco años de servir a la región) y fue edificio que, también, alojó la escuela del Maestro Mariano N. Ruiz (“La industrial”). Ahí, en ese edificio, don Mariano escribió su libro “Nueva Teoría Cósmica”, donde coloca a la ley de la gravedad como uno de los principios fundamentales del origen del universo. Si bien dicho libro no cambió la historia del mundo, el descubrimiento de la fluorina como agente inhibidor de la caries bastaría para colocar a don Mariano en la relación de científicos ilustres del mundo, al lado del descubridor de la lámpara eléctrica, al lado de Arquímedes, al lado del descubridor de la imprenta y del descubridor del cine.
Llegué a la esquina donde está una farmacia con nombre prodigioso: “Farmacia San Caralampio”. Torcí a la izquierda y caminé la cuadra que lleva directo al parque de La Pila. Pasé por la casa que habitaron mi tío Jorge Bermúdez, la tía Mechitas y mis primos, sus hijos. Ahí, en una pequeña mesa, colocada en el zaguán, la tía, con ayuda de herramientas, hacía las pequeñas imágenes de San Caralampio, en madera. Hoy, que todas las imágenes son hechas con pasta, Comitán y el mundo extraña esas imágenes que la tía hacía.
Y llegué al parque y éste me recibió con toda su carga histórica: la pila de agua y los chorros, donde los burreros cargaban los barrilitos con agua, barrilitos que luego vendían en el centro de la ciudad; y ahí estaba el recuerdo de las cantinas, billares, prostíbulos; y las pequeñas factorías donde hacían las velas de cera; y todos los recuerdos de las entradas de flores, y los caminantes tojolabales, las marimbas, los cuetes, el posh, los diablitos, la rueda de la fortuna y la de caballitos y los milagros del santo y la historia del cuerpo que hallaron colgado en la ceiba y el mito del puma tomando agua.
Fueron tres cuadras nada más y el recorrido estuvo lleno de juncia, de granadillas y de atol de granillo. Fueron tres cuadras, no más. Y eso que no hablé del archivo del templo de Santo Domingo; no hablé de la cancha Pantaleón Domínguez, donde una vez jugaron los Harlem Globetrotters; ni hablé de Javier, el líder de los acólitos de Santo Domingo, quien trepaba al campanario como si corriera en una pista de campo; ni hablé de la tienda “El baraterito”, cuyos dueños fueron los papás de quien ahora coquetea para ser candidato a la gubernatura de Chiapas, y que tenían un chucho que viajaba en lo alto de la camioneta; ni hablé de Julio, quien hoy es un exitoso comerciante que vende imágenes de Jesús niño, y que trabajó mucho tiempo en la Coca Cola; ni hablé de la familia Trujillo que, por muchos años, se ha dedicado al comercio y tiene mil historias por contar; ni hablé de las peluquerías que están diseminadas en la bajada de La Pila; ni hablé de la tienda de doña Elenita de De La Vega, donde los tojolabales pasan a comprar los listones y la manta del sesenta. No hablé de los tejados, ni de los balcones, ni de los patios centrales de las casas ni de los sitios donde crecen las matas de granada, que son como sonrisas coloradas.
A veces caminamos como autómatas, olvidando que el sentido de la vida es el viaje, cada instante en que damos un paso hacia adelante.
A veces camino una calle y me detengo, me detengo para ver el cielo, para observar el pequeño macollo de hierba que crece en la banqueta; me detengo para saber que realizo un viaje emocionante e inolvidable. Y huelo los aromas, y me sé vivo, porque respiro el aire que, como garza, viene desde la ciénega (aunque a veces domina el tufo asqueroso de los orines de la calle que se adoban en el sol de las doce del mediodía).

miércoles, 27 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE EL CURSOR DE LA VIDA TIENE QUE SALIRSE DEL CUADRO




Querida Mariana: Imaginá el cuadro en la pantalla de la computadora y el cursor, esa flechita que se mueve con el ratón y que nos sirve para seleccionar operaciones a realizar. Es una bobera lo que diré, pero me llama la atención que para poner la punta del cursor en cada una de las esquinas sólo en una el cursor está adentro del cuadro.
Hacé la prueba: Tomá el cursor y llévalo a la esquina izquierda superior. ¿Mirás que la punta de la flecha señala con precisión tal esquina? La flecha permanece adentro del cuadro. Ahora, por favor, hacé lo mismo con las tres esquinas restantes. Comprobarás que el cursor desaparece cuando intentás colocar la punta de la flechita justo en la esquina. ¿Ya lo comprobaste? ¡Hacelo! La flechita sale del cuadro. ¿Qué significa esto? No lo sé. Comencé diciendo que era una bobera lo que diría. ¡Es una bobera! Pero algo sucede. ¿Estás de acuerdo?
Tal vez esto sea la representación gráfica de lo que los sabios han recomendado: Para poder ver la vida de manera objetiva tenés que retirarte tantito, tener una perspectiva, ¡salir del cuadro!
Si estás adentro de la pantalla sólo podrás señalar una esquina. Si deseás señalar las otras tres esquinas ¡debés salir!
Y pensé esto cuando miré al señor que cuida el Paralibros que está en el Pasaje Morales. Si mirás la fotografía con atención verás que el letrero señala que ahí es una Sala de Lectura y que el señor hace lo que dicta el mensaje: Lee. Pero si mirás con más atención verás que lee el número dos de ARENILLA-Revista.
A la hora que tomé esta fotografía lo hice desde afuera del cuadro, un poco como si dijera que ello me permitió ver las tres esquinas restantes de la realidad. Por ello, ahora puedo, con precisión, decir que en agosto, por ejemplo, de 2017, la realidad era diferente a la que hoy existe. Esto que acabo de decir es otra bobera, es algo obvio. Claro, pero si coloco el cursor de la vida en las otras tres esquinas logro advertir una lectura completa.
En diciembre de 2017 el hombre tiene en sus manos un ejemplar de la revista que ha tenido una buena recepción en la ciudad y en la región (ARENILLA-Revista se distribuye en Comitán, en Las Margaritas, en La Trinitaria, en San Cristóbal de Las Casas y en Huehuetenango, Guatemala). En agosto nada había. Quienes realizamos la revista decidimos hacerla y para esto nos salimos tantito de la pantalla y señalamos las otras tres esquinas desde afuera (para lograr las tres dimensiones).
¿Cómo se accede a la cuarta dimensión? Parece que para lograrlo (si sigo el ejemplo de la pantalla y el cursor) es preciso estar adentro de la pantalla y, a la vez, ¡afuera!, para poder señalar las otras tres esquinas. ¡Uf, es complicadísimo! Sólo pueden advertirlo mentes del tipo de Einstein o de Hawking, así que ni digás que estoy loco por decir de manera atrabancada esto que digo de la pantalla y del cursor y de las tres dimensiones y de una cuarta. Yo sólo juego.
Lo que saco en claro es que realizar ARENILLA-Revista es como colocar la flechita fuera de la pantalla para que sus lectores aprecien lo obvio, porque en esta revista (vos lo has visto) damos a conocer lo que todo mundo ve, pero no observa; en la revista damos a conocer la grandeza de Comitán y de la región. Ahí hablamos de su gente (lo más valioso de este pueblo) y de los actos mínimos pero enormísimos que hacen día a día para preservar la identidad cultural. Hacemos la revista para decirnos (a todos) que formamos un pueblo grande.
¿Hiciste favor de hacer la prueba? ¿Colocaste el cursor en la esquina superior izquierda? Viste entonces que la flechita permanece adentro del cuadro. ¿Qué pasó con las demás esquinas? Sí, la flechita tuvo que salir del cuadro. ¿Por qué se da esto? Ah, pues debe ser una explicación muy sencilla, pero yo no alcanzo a verla. Sólo advierto lo que dije: Para señalar las otras tres esquinas del cuadro de la pantalla la flechita sale del cuadro. Hay (lo intuyo) una enseñanza. Tal vez, ya lo dije, sea la clásica explicación de alejarse tantito para tener la suficiente perspectiva.
Posdata: Y ahora pienso que llevar esta bobera no sólo en el plano sino en un objeto de tres dimensiones (un cubo, en este caso) debe ser como una locura. Por esto ya no digo más. Adiós.

martes, 26 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, CON JUEGO INCLUIDO




Llegué a casa de Amanda, horas antes de la cena navideña. Joaquín estaba trepado en una escalera y amarraba una piñata en los pilares del corredor, para que quebraran los niños más tarde. La tía Emilia estaba en la cocina, preparaba algún platillo en el horno. El olor de la cocina era como una nube dulce que acariciaba los sentidos. Desde la puerta la saludé; la tía, con su mandil rojo, me dijo que no fuera a irme tan temprano (me conoce), me daría un ponche de frutas. Me dijo que el ponche no tenía azúcar, lo endulzaría con miel (sí, me conoce muy bien).
Andrés, Julieta y Armando estaban en la sala, alrededor de la mesa de centro. Jugaban. ¿Querés jugar?, preguntaron. Armando dijo que era un juego que me gustaría, porque era un juego de imaginación, un juego de palabras. A la par del juego, comían hojuelas, regadas con temperante (en Comitán, las hojuelas se llaman “Pañalitos del niño Dios”, este nombre se me hace glorioso).
Me senté al lado de Julieta, Amanda me sirvió el ponche que la tía me había mandado. La tía sacó la cabeza en el vano de la puerta de la cocina y dijo: “No te vayás tan temprano. Te serviré un poco de ensalada de manzana. Me salió buenísima”. Yo sonreí.
¿A qué juegan?, pregunté. Andrés, con un gorro rojo en la cabeza, dijo que jugaban a cambiar la esencia de las cosas. Julieta dijo que le tocaba preguntar a ella, cerró tantito los ojos, los abrió y dijo: “Si los pilares no fueran de madera y fueran de nubes, ¿qué pasaría con la casa?”. Julieta me vio y dijo que me tocaba jugar. Estuve a punto de decir lo que Vicente Fox dijo: ¿Y yo por qué?, pero entendí que el guiño de Julieta era su manera de incluirme en el juego, a mí, que soy tan escaso para los juegos.
La tía escuchó la pregunta y la alusión y, secándose las manos en el mandil, salió y se paró al lado de la mesa, para ver cómo jugaba yo, para oír qué decía. Siempre he dicho que no soy hablante, soy escritor. El ritmo de la conversación es diferente al ritmo de la escritura. En la escritura estoy solo y tengo todo el tiempo del mundo, en cambio, en este juego de palabras, Andrés, Julieta, Armando, Joaquín y la tía, me veían, esperaban que comenzara a jugar. ¿Qué decir? Comencé a ponerme colorado (siempre me pasa lo mismo cuando un grupo de personas espera que diga algo). Titubeé. Pregunté si podía enviarles después la respuesta, si podía mandarla por escrito. Las caras serias y ya un poco molestas me indicaron que no estaba entrando al juego, había un reclamo silencioso: “Si no vas a jugar, ¿para qué viniste?”.
Entonces cerré los ojos y dije lo primero que se me ocurrió (y que ese era el motivo del juego, del juego que yo tantas veces había propuesto a mis entrevistados para las Arenillas iniciales, que consistían en diez preguntas inusuales). Dije que si los pilares fueran de nubes sería sensacional ser testigo del instante en que la casa comenzara a elevarse, a desprenderse de sus cimientos de piedra, porque las nubes serían tan compactas que harían el prodigio de que la casa volara, volara tan lejos de Comitán hasta llegar a la costa de Chiapas. En el vuelo, las nubes se irían cargando de agua, de mucha agua, y llegaría el momento en que se desharían en lluvia y los compas de Tonalá o de Arriaga o de Pijijiapan o de Mazatán brincarían de gusto en el instante que la casa comiteca comenzara a llover, a llover todos los ladrillos y todas las tejas y los helechos y los radios antiguos y las sillas de madera de cedro y las ollas para conservar el agua y las marimbas y los platones con panes compuestos y picles y los balcones de madera y las mantas bordadas y los carretones y los chimbos y los trompos y los canastos con chayotíos y las quiebramuelas y la casa comiteca, con pilares de nubes, se sembrara en algún terreno vacío de Las Palmas o de Tapachula o de Escuintla o de Mapastepec y diría, limpiándose la frente: “Pucha, cómo hace calor en estas tierras”.
Abrí los ojos. Miré a todos. Me miraban en silencio, supe que habían seguido con atención el desarrollo de mi juego. Esperé algún comentario. La tía pinchó la burbuja y deshizo el silencio: “Mirá, pues, para ser la primera vez que jugás con nosotros no lo hiciste tan mal. Te ganaste tu ración de ensalada”, y entró a la cocina. Los demás dijeron que sí, que estaban de acuerdo con lo que la tía había comentado. Yo me sentí bien, como si en un juego de canicas le hubiera atinado, ¡por fin!, a la timbirimba.
Comí la ensalada y me despedí. Les dije que su juego era maravilloso. Amanda me acompañó a la puerta, ahí nos alcanzó la tía, me dio una charola envuelta en una mantita bordada, dijo que eran unos pañalitos del niño Jesús, que eran para mi mamá y para mi Paty. Yo salí feliz.
Posdata: La piñata que Joaquín colgó era una de siete picos y hecha con olla de barro. Este tipo de piñatas tiene el defecto de que los tepalcates quedan colgando y pueden, al caer, dejar como alcancía la cabeza de un niño, pero Eugenia dice que es lo tradicional y que las que ahora venden, hechas de cartón, son como comer chanfaina en un plato de unicel.

lunes, 25 de diciembre de 2017

UN INVENTARIO DE JIRAFAS




Celebro la aparición del libro “Entretejas. Artículos periodísticos”, de Luis Armando Suárez Argüello. Lo celebro porque es la reunión de columnas publicadas en un periódico; es decir, son textos que parecían condenados al destierro, pero que puestos en libro borran su fecha de caducidad y recuperan su rostro de infinitud.
El libro se mueve por donde yo intuí: por el camino de la inteligencia y por la senda de las obsesiones de Luis. ¿Cuáles son las obsesiones del autor? Las de un ser ávido de esa bujía que da luz al misterio del arte. Quienes conocen a Luis saben que es un amante de la ópera, de la pintura, de la buena lectura, de las artes gráficas y de la promoción cultural.
Ahora, no sólo los cercanos conocerán los árboles que crecen en su parcela (de buen abono), cualquier lector que se acerque a este libro hallará tales riberas.
Como corresponde a los maestros, en las páginas de este libro, Luis Armando ha dejado una serie de guiños que sirve como una probable guía de lectura. Acá, los lectores vemos cuál ha sido el rumbo que Luis siguió, desde los años de la secundaria (en su casa) y los del bachillerato y los de la universidad (ya en otras casas de la Ciudad de México). ¿Qué piedras formaron el cimiento del edificio que hoy es Luis? Acá está una ruta (dije ¡ruta!).
Una tarde de hace algunos años, Leopoldo Borrás apostó por la obra de Luis, al decir que era, en ese momento, el escritor más relevante de Comitán. La apuesta del brujo del Yayagüita fue apuesta ganada a ojos cerrados (pero a mente abierta), porque Luis escribe bien. Tiene el aval de ser un lector empedernido y selecto. Es admirador de ese grupo de escritores mexicanos conocido como “Los contemporáneos” y ha tenido como luz, para las noches más oscuras, el faro del regiomontano Alfonso Reyes, escritor que (dicen los que saben) estuvo en la relación de candidatos para obtener el Nobel de Literatura. Luis Armando aspira a superar a sus maestros, por eso su prosa muestra erudición; por lo mismo, tal vez, peca de exceso en el vuelo, pero mejor que sobre y no que falte, porque el sobrante puede desecharse, pero ¿cómo se agrega la sal si hay pura tierra roja?
Romeo, en una ocasión que empleé la misma entrada de esta Arenilla, me preguntó cómo se celebra la aparición de un libro. ¿Se hace un guateque? ¿Se bebe trago? ¿Se echan cuetes y se queman fuegos de artificio? A Romeo le dije que yo pensaba que podía hacerse todo eso que mencionaba y mucho más, pero, sobre todo, la celebración debía ser en el mismo tono de la obra celebrada; es decir, había que hacer barquitos de papel, llenarlos con palabras a manera de esas lámparas que acostumbran prender los asiáticos, y soltarlos en los ríos: en el Yayagüita, en el Ganges, en el Sena (qué pena que no podamos hacer esto en el Río Grande, de Comitán, porque su cauce es apenas un chisguete de agua).
Luis Armando nació predestinado para la obra cultural que realiza. Él fue el coshito de la familia. Él nació mucho después que Eduardo, que Ramiro, que Ernesto, que Katy. Nació y cuando lo hizo, su papá, don Armando, dijo que ya era el último de los hijos, así que cuando vio que el pichito alzaba las manos y sonreía, dijo que se llamaría Armando, Armando como el padre impresor, como el padre bullanguero y así Luis Armando pepenó la herencia de impresor y todo lo demás es historia.
Luis Armando se une a esa legión de grandes periodistas (posteriormente grandes escritores de ficción) que tienen libros que recuperan textos periodísticos que un día fueron apenas luz de cerillo y luego (gracias a la bendición del libro) son hoy faros eternos.
Un día, un editor reunió las “Jirafas”de Gabriel García Márquez, columna periodística del Nobel de Literatura, y las llevó a libros; un día, de igual manera, otro editor reunió los “Inventarios”, de José Emilio Pacheco, y los hizo libros. Lo que, por su aparente caducidad, estaba condenado al destierro tomó forma de árbol magnífico, gracias a la capacidad eterna del libro.
Hoy, Comitán y puntos intermedios celebran la aparición de “Entretejas. Artículos periodísticos”, de Luis Armando. Algunos de sus amigos y seguidores lo celebrarán con un guateque; yo, congruente y escaso de festejos multitudinarios, lo celebro acá en lo íntimo, con el latir de mi corazón, con la palabra a manera de bolillazo sobre la marimba infinita del aprecio y del reconocimiento.

domingo, 24 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, ESCRITA EN UNA MADRUGADA DE DOMINGO




Querida Mariana: Te escribo esta carta dos días después de la reunión con mis ex compañeros, todos amigos. Ahí estamos algunos de los que en 1968 estudiamos el sexto grado de educación primaria en la escuela Fray Matías de Córdova, en Comitán; ahí estamos, unos sonrientes, otros más seriecitos. Somos como aquellos niños que fuimos, y fuimos de nuevo cuando menos por un rato, y digo esto porque Fer, el más travieso de este grupo, le obsequió una regla de madera al maestro Luis. El maestro sí recordaba los reglazos que nos daba en las manos extendidas cuando no sabíamos los nombres de las capitales del mundo. ¿Cuál es capital de Bélgica? ¿Cuál? Y nosotros dudábamos, pero ante la advertencia del reglazo, nos atrevíamos a decir, con las manos detrás (tratando de hacer el conjuro para que no tuviéramos que extenderlas), un nombre para ver si le atinábamos: ¿París, maestro? ¡No!, París es la capital de Francia. Con temor mostrábamos las manos y ¡zas! el reglazo y de nuevo al patio para estudiar el libro de geografía y volver cuando ya tuviéramos bien aprendida la relación de capitales del mundo. Lo que el maestro no recordaba, y Fer insistió que hacía, era el castigo de “la regla mordida”, que consistía en que dos alumnos mordían la regla por los extremos y así se estaban hasta que el maestro se acercaba y preguntaba el nombre de la capital de Bélgica, el que lo sabía abría la boca y daba la respuesta correcta, pero como soltaba la regla ¡perdía el juego! y recibía un reglazo, ¡zas! ¿Y el otro? El otro como no respondía correctamente se llevaba un reglazo, ¡zas! Total, que en el juego nadie ganaba, salvo que quien contestaba bien la respuesta ya podía dormir tranquilo, cuando menos por ese día.
Esa mañana de reunión de ex compañeros, estos recordaron que, cuando menos, el maestro Luis no usaba la vara de membrillo que sí usaban los demás maestros. El maestro Luis confirmó que él usaba la técnica de “lanzamiento de gis”, pero recordó que en una ocasión le dio en la frente a Marco, que era un niño tímido, casi apocado, que jamás hacía travesura alguna. El maestro se sintió apenado. Cuando llegó la mamá de Marco para pedir explicación de por qué su hijo había llegado con una vendoleta en la frente, el maestro aceptó que le había dado con el gis y la mamá, en contraposición de lo que el maestro pensaba, regañó al niño y le dijo: “Sin duda que te portaste mal, algo malo hiciste” y luego se dirigió al maestro: “Y si se vuelve a portar mal, delesté duro, bien duro. Muchachito éste, malcriado”. Marco nada dijo. Era un niño tímido, casi apocado.
Ahí estamos los que nos separamos. Ninguno de los que ahí están siguieron siendo mis compañeros, porque de este grupo sólo yo me fui a estudiar la secundaria al Colegio Mariano N. Ruiz, la mayoría entró a la Secundaria del Estado o tal vez se dedicaron a otra cosa. Pero todos, todos fuimos compañeros durante la educación primaria; es decir, convivimos por espacio de seis años. Pucha, ¿mirás?, seis años, muchos años.
Acá está Lupe (quien dijo que no se acordaba de nosotros, porque hacía muchos años que nos separamos, y cuando le dije mi nombre me quedó viendo, pero igual dijo que no se acordaba); acá está Memo (quien sólo llegó para la foto y ya no fue a la comida, porque debía hacer una encomienda en el INE. Alguien le dijo si iba a inscribirse como candidato independiente para la presidencia de Comitán, pero él ya no oyó, ya bajaba las gradas del parque); acá está Toño (quien ahora trabaja como impresor y contó que un día la vida le dio un susto, que ya no la contaba, pero acá sigue, vivito y contando, contando y contando bien, porque, tal vez heredó el oficio de su papá que se dedicaba a libros de contabilidad); acá está Fer (el más travieso del grupo, el que contó por qué al diarrea le decían así. Sucede, contó, que un día el diarrea se enfermó se enfermó de diarrea y su mamá lo llevó al médico, éste le dio el medicamento y cobró. Cuando llegaron a su casa, la mamá cayó en cuenta que no le había preguntado si podía bañar a su hijo. “¿Doctor? ¿Puedo bañar con diarrea a mi hijo?” “Pues si le alcanza ¡bañelosté!”); acá está el maestro Luis (cualquiera que no sepa la historia puede pensar que es uno más de los compañeros de la primaria, porque, gracias a Dios, se mantiene física y mentalmente muy bien. ¿Cuántos años tiene? Si nosotros teníamos once o doce años cuando nos dio clases y ya tenemos sesenta o más, él debe tener setenta y un poco más, pero parece de sesenta y menos); acá está Beto (quien siempre es escaso de palabras y frecuentemente lo saludo en la ferretería o en la panadería donde compro la cazueleja que tanto le gusta a mi Paty); acá está el arenillero (contento de estar con ellos); acá está Tony (quien contó que el maestro Luis lo mandó a tomarse de nuevo la fotografía del certificado, porque su cabello parecía punta de chayote, cuerpo de puerco espín); y acá está Víctor (quien sigue siendo un muchacho que difícilmente pierde la armonía, siempre se muestra muy correcto, tanto que llevó a dos de sus nietos a la reunión del parque central para que se tomaran una fotografía con el maestro Luis, el maestro de su abuelo).
Acá estamos los que fuimos y seguimos siendo. Después de la fotografía, estos niños y Jorge Domínguez (que no salió en esta fotografía), se trasladaron a la “Cama de Piedra” para tomar una cerveza y comer butifarras. Ahí Fer (el más travieso) volvió a contar el chiste del doctor y Jorge rio, con esa risa que Memo dice hace la bulla de cinco.
Ahí el maestro Luis contó recuerdos del maestro Juanito (marcaba: ¡uno, dos, uno, dos!, pero iba él solo, porque sus alumnos iban por otro lado), del maestro Beto (como su papá tenía una botica les preparaba unas bebidas bien sabrosas, pero pegadoras), del maestro Javier (siempre lloraba, era muy sensible), del maestro Víctor (juntos arbitreaban los partidos de básquetbol).
Posdata: Acá estamos, querida Mariana. Acá estuvimos. Fuimos. Somos. Seguimos siendo. Seguiremos.
En el 2018 cumpliremos cincuenta años de haber salido de la educación primaria. ¡Cincuenta! ¡Uf!

sábado, 23 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, CON DICCIONARIO INCLUIDO




Querida Mariana: El escritor Julio Cortázar decía que el diccionario es un cementerio de palabras. En parte tenía razón, porque ahí reposan cientos de palabras que, así como el latín es una lengua muerta, gozan de la paz eterna. Vos y yo y los demás hablantes usamos un mínimo porcentaje de todas las palabras que en el diccionario están contenidas y que, se supone, deberían emplearse en nuestro acto cotidiano de comunicación.
Ahora, los viejos decimos que los jóvenes tienen un acervo de palabras muy escaso, muy pishcul. Ahora (lo escuchamos con frecuencia) los jóvenes tienen a la palabra buey o güey como una de sus palabras más queridas. Para todo usan el güey, sí güey, no güey, vamos güey, no seás güey. ¡Padre eterno!
Si abrís un diccionario, por ejemplo en la letra b, hallás una serie de palabras que ya nadie emplea y que, sin duda, en algún momento de la historia fueron empleadas. Acá en Comitán era proverbial la forma en que el maestro Bernardo Villatoro se expresaba, el abuelo de la güerita. Decía, por ejemplo, “céfiro blando” que quería decir: Viento suave y armonioso. ¿Quién ahora emplea la palabra céfiro en lugar de la palabra viento? ¡Nadie! La palabra céfiro reposa tranquilamente en las páginas del diccionario.
Pero, en contraposición, cada día se integran nuevas palabras al diccionario. ¡Claro! ¡Es comprensible! Ya los entendidos nos han dicho que el lenguaje es un ente vivo, que produce nuevas expresiones.
El otro día me enteré, como se enteró medio mundo, que los integrantes de la Real Academia de la Lengua Española habían integrado nuevos vocablos al diccionario. Es simpática la labor que realizan esos académicos, se encargan de analizar las palabras nuevas que crean los hablantes en Hispanoamérica y, en medio de sesudas sesiones, deciden si las integran o no al diccionario. ¡Ah, bonita chamba!
En realidad parece una labor un tanto tonta, porque a los hablantes, la verdad, poco les interesa el permiso de los académicos. Las personas empleamos las palabras con gran libertad y las lanzamos al viento. ¿Cómo nacen esas palabras nuevas? ¡No lo sé! ¡Qué voy a saber! Nadie puede precisar cómo nació la palabra güey, en qué momento pasó de buey a güey.
Una amiga feminista dice que (en broma) debe decirse también güeya, por aquello de la equidad de género. Le digo que tenga cuidado porque al rato la palabra güeya puede derivar en huella y con eso habrá una gran confusión, que es lo que provocan esas feministas a ultranza que insisten en usar arrobas y equis para propiciar un supuesto equilibrio hormonal lingüístico, con lo que provocan una gran desconcierto.
Decía, querida Mariana, que me enteré que, entre otras, la Academia aceptó integrar la palabra “comadrear”. ¡Ay, mis académicos! Es decir, a partir de hoy está permitido emplear tal término. ¡Pucha máquina! Los comitecos hemos usado la palabra desde hace muchísimos años, sin necesidad de la visa de la Academia.
Acá deben estar tranquilas las feministas. El término comadrear es femenino. ¡Ah, ya sé! De todas maneras van a brincar, porque van a decir que tiene una especial carga machista, porque comadrear significa echar plática en plan de chisme. Hay chismosos y hay chismosas, pero no hay el término compadrear, como sinónimo de plática chismosa. ¡No! Cuando las personas se reúnen para echar chisme se emplea el término comadrear.
En Comitán hemos comadreado bonito y sabroso, desde siempre. No tenemos la costumbre de sacar las sillas en la banqueta, como sí lo hacen en Terán, por ejemplo. Nosotros, los comitecos comadreamos a mitad de la banqueta, pero parados, cuando nos topamos con una amiga. Comadreamos, también, en los parques o en los mercados o en los supermercados. Ahora (¡faltaba más!) comadreamos en el recién inaugurado “Fábricas de Francia”. No existen estadísticas que den cuenta exacta del dato, pero muchos comadreos tienen su inicio con la siguiente oración: “¿Ya te enteraste que la fulanita…?”, y entonces contamos las nuevas aventuras de la fulanita o del sutanito. ¡Ay, señor! El comadreo pasa, de inmediato, del testimonio personal al chismorreo que involucra a terceros.
Una plática sana es aquella donde se dan datos de los dos participantes. Un comadreo impoluto (ah, qué palabra tan de cementerio) es el que no involucra honras ajenas.
¿Cuándo se da una conversación limpia en Comitán? ¡Nunca! El comadreo es interesante cuando uno se entera qué le pasó a sutanito o a merenganito. En muchas ocasiones tal comadreo linda con la mentira, con la exageración, con el descrédito, con la mancha, porque hablar del otro es muy sencillo, es muy fácil enlodar la honra ajena. ¡Ah, qué de historias ingratas se han dado en el comadreo que debería ser una plática sencilla y campirana!
Ahora, el comadreo ya está aceptado en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Nosotros, los comitecos, hemos usado la palabra desde siempre, porque desde siempre nos ha gustado comadrear (así sea entre compadres). Comadreamos bien sabroso en el café (desde tiempos de Casino Fronterizo, donde, cuentan, se reunían los hacendados ricos, pasando por El Nevelandia hasta llegar ahora al café de la Casa de la Cultura o al Italian Coffee) y, sobre todo, en las cantinas (desde el bar La Marina, de tío Tavo, hasta Las Tablitas, de ahora). ¡Ah!, cómo hemos comadreado, lo hemos hecho con desenfado y con alevosía, bebiendo una macharnuda o una cerveza, acompañadas con tostadas y frijoles refritos y lengua en pebre y caldos de mollejas y tacos de chicharrón de hebra con pico de gallo. No hay pueblo del mundo que no comadree. Y ahora resulta, que cientos de años después, la Real Academia de la Lengua Española dice que sí, que el pueblo tiene razón, que tal palabra existe y por lo tanto debe consignarse en el diccionario. ¡Ah, qué bobitos los académicos!
Un día los académicos dijeron que el verbo cantinflear era sinónimo de hablar, hablar mucho, haciéndolo de manera disparatada sin decir algo con sustancia. Esto fue un elogio para Cantinflas, cuyos papeles histriónicos tuvieron esa característica: hablar como hablan muchos políticos de pensamiento enredado, como ese personaje que, en lugar de decir vuelto, dice volvido.
El cementerio tiene miles de palabras. Las personas comunes emplean muy pocas. Nuestros diccionarios personales tienen palabras que son de uso constante. Quienes son lectores profesionales logran poseer un bagaje lingüístico más extenso, más rico, más culto. Quienes no leen poseen pocas palabras para expresarse, pero el lenguaje tiene la particularidad de renovarse y de extenderse como arco iris en medio de cielos grises.
El otro día, mi admirado maestro Temo Alcázar contó una anécdota de su niñez. Contó que estaba en la doctrina y el gritó “Cuta”, porque ese era el sobrenombre de un amigo, y la encargada de enseñarles la doctrina oyó “Puta”. Temito sufrió un castigo por andar diciendo malcriadezas en la casa de Dios. ¿Qué es Cuta? Era el apodo de un amigo del maestro Temo. ¿Qué significa ese apodo? ¿Quién se lo puso? No creo que alguien pueda determinarlo con precisión. Así se generan nuevas palabras. En el diccionario comiteco hay muchas palabras que no aparecen en otros lugares del mundo. Son palabras que se llaman modismos o regionalismos; es decir, palabras que sólo tienen significado en el lugar que se emplean. Uno de los grandes modismos comitecos es Cotz. En ningún otro país de habla española reconocen tal palabra. En cambio, acá es una palabra que la usamos en el comadreo de todos los días (y de todas las noches).
Julio Cortázar jugaba con el cementerio. Tomaba un diccionario, lo abría y señalaba una palabra al azar. Era un juego divertido porque hay palabras que suenan muy graciosas. Por ejemplo, si abro el diccionario en la sección de las palabras que comienzan con erre encuentro la siguiente: recebo. No, no, recebo no es un cebo redoblado. ¡No! Según el diccionario, recebo es: “Arena o piedra muy menuda que se extiende sobre el firme de una carretera para igualarla”. ¿Mirás qué bonita palabra? Las autoridades de Comitán no la conocen, porque sólo tierra echan en los baches de las calles. Si le echaran un poco de recebo tal vez lograran que los baches no brotaran al día siguiente.

Posdata: El lenguaje es vivo. Hablamos como queremos. Los comitecos somos felices en el arguende y en el comadreo de todos los días.

viernes, 22 de diciembre de 2017

DEFINICIÓN DE JURAR




Lo que más recuerdo de niño es la sentencia: “No jurarás en el nombre de Dios en vano”. Ah, qué de noches sin dormir por esa sentencia que doña Milita, la vieja que nos daba la doctrina, decía como si fuera una de esas carceleras de las Islas Marías. Después de darle muchas vueltas concluí que la clave del misterio estaba en las dos primeras palabras: No jurarás. Si no juraba, fuera en el nombre de Dios o en el nombre de cualquier otro mortal, podía evitar los escalones que llevaban directamente al infierno. Porque un juramento en vano, en el nombre de Dios, era ¡un pecado!, y yo sabía (así lo había recalcado la vieja Mila) que los pecados hacían que la cola de satanás comenzara a crecer en medio de nuestras nalgas, por eso, todas las mañanas, al levantarme, antes de hacer cualquier otra cosa, iba al baño, corría el pasador y me bajaba la pijama para revisar si había algo como un pequeño brote que indicara que la cola había comenzado a crecer. Cuando comprobaba que mi trasero estaba sin protuberancias daba gracias a Dios y comenzaba el día con ilusión. Hacer eso todas las mañanas era desgastante. Siempre estaba latente el peligro de hallar un principio de cola y esto no me dejaba dormir a plenitud. Yo no quería ser un diablo, tampoco un ángel, estaba bien siendo un niño común y corriente. Por esto, tampoco miraba mi espalda para ver si había algún brote que indicara que un par de alas comenzaba a crecer. ¡No! Era un niño feliz siendo un niño como cualquier otro.
¿Qué significaba jurar en el nombre de Dios en vano? El maestro Beto se quitó los lentes y me miró fijamente cuando le pregunté, parado frente a su pupitre del tercer año, qué significaba la palabra vano. El maestro volvió a colocarse sus lentes, tomó el diccionario y con su dedo índice derecho dio vueltas a las hojas y cuando llegó a la letra v lo bajó por las columnas hasta hallar vanidad, vanidoso, ¡vano! “Vano: Falto de realidad, hueco, vacío”. Y para darme un ejemplo dijo lo mismo que la vieja Mila. ¡Uf! Todo mundo lo repetía. Lo bueno fue que medio explicó el sentido de la sentencia religiosa: “Nunca debés mezclar a Dios en tus cosas”. ¡Claro! Yo lo había intuido. Bastaba no jurar algo y con eso no sólo evitaba problemas con la iglesia y Diosito si no también con mis papás, amigos, tíos y demás ovejas. Así comencé a caminar sin agobios y dormí perfectamente. Cuando algún amigo me preguntaba: “¿Lo jurás?”, yo respondía que no podía jurar, porque juramento era una palabra ajena a mi diccionario personal. El niño me veía con ojos de rana sifilítica y, sorprendido, preguntaba qué significaba eso.
Supe entonces que podía eliminar palabras y con ello evitar el infierno. Al cancelar la palabra jurar eliminé la posibilidad de enredar a Dios y nombrarlo en vano.
Al día siguiente entré al baño y, frente al espejo, juré por última vez: “Juro que la palabra jurar no me altera y juro que no volveré a usar la palabra infierno”. Tal conjuro hizo el prodigio de enterrar para siempre esos conceptos. Así que cuando algún amigo suelta eso sobado de que “Cuando yo muera iré al infierno, porque ahí estarán todos los cuates”, yo pienso que se perderá mi compañía, porque para mí el infierno no existe, así como no existen los juramentos.
Los juramentos son losas pesadísimas de cargar. Sólo los muy tontos son capaces de amarrarse una soga al cuello y lanzarse al vacío. Cuando, en la universidad, una muchacha bonita me preguntó si estaba dispuesto a jurarle que la amaba, dije que no, dije que la palabra no existía en mi diccionario. ¿Entonces?, preguntó ella, un poco alterada. Nada, dije, tampoco la palabra amor la tengo integrada a mi diccionario personal. Más molesta, insistió: ¿Entonces? Nada, dije. Sólo deseo estar con vos, sólo eso. ¿No es suficiente desear estar con alguien sin juramentos? ¿Para qué?, me dijo ella, si no me amás. ¿Vos sabés qué es el amor?, le dije, y ella titubeó. En su titubeo supe que, como medio mundo, tenía problemas para delimitar el concepto. Me tomó de la mano y dijo: Va, estaremos juntos sin juramentos. Y, durante muchos meses, fuimos felices, y cuando nos dijimos adiós, porque ella andaba con otro, me dijo que estaba contenta con él, sin juramentos y sin amor. Me dio gusto, había cancelado las losas que los hombres insisten en cargar sin necesidad.

jueves, 21 de diciembre de 2017

LA JUNGLA




Romeo va a la “Casa Rosada”. Bebe su traguito con gusto. Cuando está medio bolo se para y baila alrededor de la mesa. Sus amigos aplauden, ríen, se echan para atrás en sus sillas. Romeo canta y como si fuera Zorba, el griego, levanta los brazos y las piernas y baila, baila, baila como bailaba cuando era niño y asistía a la entrada de flores en honor a San Caralampio y se vestía de diablito y estaba dale y dale al baile al compás del tambor, del pito y de la marimba. De niño le gustaba darle vueltas a la ceiba del parque y levantar los brazos, como Zorba, y mirar para arriba, mirar la fronda del árbol y los huecos por donde se colaba el cielo azulísimo de Comitán.
Va con sus amigos a la “Casa Rosada”. Le gusta tomar una cerveza, bien fría, y tomar un caldo de mollejitas con chile al pastor y comer la lengua en pebre. Eso es lo más le gusta. La cerveza la toma limpia, sin esas mampadas de escarcha con chile piquín. Esas son mampadas, dice. La cerveza debe tomarse al natural y al tiempo, como la beben los alemanes, que son como los meros padres del lúpulo y de la malta, dice, mientras toma la botella, porque la toma a pico de botella, y le da un trago generoso, más que generoso, hasta que siente ya en la garganta la presión del líquido y suspende el trago y eructa. Así lo hace. Yo le pregunto si así beben los alemanes la cerveza y él ríe, con su risa de hiena buena y encumbrada, y dice que no sabe, él es mexicano, él es comiteco y dice que en Comitán así debe beberse la cerveza: al tiempo, como la beben los alemanes, pero a pico de botella y con eructo, como la beben los comitecos.
Va a la “Casa Rosada”, pero cuando ya está medio bolo algo como una bufanda de nostalgia se enreda en su espíritu y entonces dice que extraña a “La jungla”, lo dice como si hablara de un familiar, de la abuela muerta o de la sobrina desaparecida, y no hablara de una cantina, famosa en los años setenta, en Comitán.
Y entonces, casi molesto, dice que qué ha pasado con Comitán. Primero desapareció la manzana de la discordia y luego desapareció La jungla. ¿Nadie la extraña? ¿Por qué si alguien quiere beber una macharnuda puede hacerlo en el centro del pueblo y si ese mismo alguien quiere comer aquellas tortaditas de frijol con salsa verde que servían en La jungla no puede hacerlo?
Y dice que se siente cucaracha cuando camina con rumbo al Club Campestre, con la mochila deportiva en la espalda, y pasa por donde estaba La jungla y ya no halla aquellos árboles que tenía. Pura casa, dice Romeo, ahora puro cemento. Dice que a veces sueña (y yo le creo) que escucha rugidos y sabe que vienen de aquella mítica cantina. Despierta y, todo sudado, siente tristeza y no sabe por qué bien a bien.
Dice que hay ocasiones que llega al Club Campestre y no juega tenis, no nada, bueno, ni siquiera se baña. Mientras camina las dos o tres cuadras que separan al Club del lugar donde estuvo la cantina se las pasa recordando las tardes que compartía con sus amigos, las tardes en que pedían una botella de Presidente, con todo su servicio; recuerda el momento en que el propietario llegaba con una charola y dejaba sobre la mesa los platos con las papas fritas (¡No a la francesa! ¡No! Papas fritas ¡a la comiteca!), papas que jamás ha vuelto a comer, y los platos con las tortaditas de frijol con salsa verde. ¿Nadie puede rescatar esas delicias culinarias? ¿Nadie -en estos tiempos de jaguares- puede redescubrir la jungla, esa jungla donde las serpientes se enredaban en la plática chismosa y bullanguera, esa jungla donde las lianas servían para columpiarse de la risa, donde los changos no estaban trepados en los árboles sino sentados en las mesas cercanas?
Romeo va a la “Casa Rosada”. Bebe contento su traguito, pero cuando está medio bolo una rama rota de pirú desasosiega su espíritu. Dice que extraña La jungla, dice que, también, extraña la “Casa blanca”, que fue como la madre de la Casa Rosada. Extraña los otros tiempos, los tiempos que en Comitán había cantinas y no bares y no pubs. ¿Pubs? Pucha. Sí, Romeo es de aquellos tiempos, de tiempos en que en La jungla servían rodadas fritas de papa y tortadas de frijol con salsa verde. ¿Quién las prepara ahora? ¡Nadie! Porque todo se ha vuelto más “light”. Lo que fue “La tablazón”, luego se volvió “Las tablitas” y su nombre oficial es “El ángel”. ¡Dios mío! Vivimos tiempos light.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HAZAÑA DE LOS SOBREVIVIENTES




Querida Mariana: ¿Reconocés a la chica que está en la fotografía? Perdón, tenés razón, comencé mal la carta. Debí decirte que ese espacio ya no existe como tal y que la única sobreviviente es la chica de la fotografía, una chica bella que, con la moda de ese entonces (pantalones acampanados), sonríe como flor de aire.
Sí, querida Mariana, la fotografía fue tomada en Comitán (en los años setenta) y la banca de granito y travesaños de madera donde está sentada la chica es una de las tantas bancas que tenía el antiguo parque central de Comitán (parque hoy inexistente) y los edificios que se ven al fondo eran parte de la manzana que estaba entre el parque y el templo de Santo Domingo (manzana que es conocida con el nombre de “Manzana de la discordia” y que hoy tampoco existe).
¿Mirás qué cara de tiuca azorada tiene esta fotografía triste? Y digo que es una fotografía con cara de tiuca azorada porque ya nada de ella existe, sólo (¡bendito Dios!) la chica coqueta que, con las manos enredadas en una de sus rodillas, se muestra muy modosita, muy soy muy bonita, muy acá sólo mis bufandas unen cuellos.
La chica de la fotografía no tiene mucha conciencia de lo que está a punto de suceder, no sabe que, muchos años después (en 2017, por ejemplo) la fotografía servirá de referente para la cuerda de la nostalgia de muchísimos comitecos que, como ella, tuvieron la dicha de vivir ese Comitán del modesto parque central y de los andamios sentimentales de la manzana de la discordia. Porque (acá ya se advierte) los albañiles comienzan a tirar las casas de la manzana. Detrás de la chica se observa una escalera donde, como chango, se descuelga el albañil para tirar las tejas. ¿Mirás que ahí donde estuvo el café “La pantera rosa”, ahí donde estuvo “La marinera”, famosa cantina de tío Tavo (creador de las Macharnudas) se observa ya el esqueleto de la techumbre? Ese local ya no tiene cielo. La chica de la foto no lo advertía a cabalidad, pero en el instante que le tomaban la fotografía, le estaban tumbando parte de su cielo. ¡A muchísimos comitecos nos estaban tumbando parte de nuestro cielo! Con picos y palas deshacían parte de nuestra identidad, de nuestra historia.
La chica sonríe, porque mira hacia el frente. Estoy seguro, querida mía, que si hubiera vuelto la mirada habría llorado. Habría llorado al ver que desaparecían los lugares donde tomaba el café con sus amigos, los lugares donde compraba sus discos o la refacción de la bicicleta, los lugares donde tomaba un helado o miraba cómo jugaban dominó o billar. ¿Mirás lo que significa la palabra desaparición? Significa que ya nunca más volverás a tener esas hojas de menta en tus manos; significa que ya nunca más tus ojos treparán sobre las ramas de esa realidad. Significa que sólo a través de la cuerda del recuerdo tus pies volverán a caminar los callejones de luz.
En el fondo, a escasos metros de donde está la chica de la fotografía, estaba la Proveedora Cultural y ahí ella y sus hermanos, sin duda, compraron figuritas para llenar los álbumes de luchadores; y ahí, sin duda, ella compró las revistas de monitos (cómics) y compró algún libro que el maestro de literatura de secundaria le exigió como parte de su proceso de aprendizaje. ¿Algún enamorado le compró una cadenita de oro en el local de don Carlitos Escobar? ¿Ella compró algún jugo en el supermercado de doña Angelina? ¿Su mamá le compró una blusa en “Novedades Cecilia”? No lo sé. Lo que sé es que, ¡segurísimo!, ella caminó por las banquetas de la manzana, ya bien yendo al mercado Primero de Mayo o corriendo hacia la secundaria del estado, que estaba donde hoy es la Casa de la Cultura.
Es difícil que ahora podás tener una idea del lugar. Sólo te diré que ella está muy cerca de donde ahora está colocado el busto de Rosario Castellanos, obra del escultor comiteco Luis Aguilar. El fotógrafo está parado casi casi en la banqueta de la Zapatería Vives; ella está sentada contra esquina del Teatro Junchavín.
Ella, la chica de la fotografía, sonríe. Se aprecia que la mañana es espléndida, que todo fluye como zanate en el cielo. Casi no hay autos. Sólo (qué pena) algo distrae esa armonía: el polvo y el ruido que provocan las picotas. Todo está a punto de desaparecer, de perderse para siempre. ¡Menos ella, gracias a Dios!
Posdata: La chica de la fotografía ahora es poeta. Esa mañana no imaginó su destino, ni imaginó que estaba sentada donde, muchos años después, brotaría como fuente de bronce el busto de Rosario Castellanos. Esa mañana no imaginó, no supo, que las palas y picos le estaban arrebatando las orillas de su corazón, no lo sabía. No podía intuirlo. Era muy joven y miraba hacia el frente, hacia el futuro.

martes, 19 de diciembre de 2017

PARA ESCRIBIR UN LIBRO QUE TRASCIENDA




¿Cómo escribir? Sacá un suéter del closet, ponételo sobre la espalda, salí a la calle y respirá hondo, mientras mirás los árboles y el cielo azulísimo. Caminá, llegá al parque y preguntá a los peatones: ¿Qué les gusta más: la presentación de un libro o un concierto de música? Anotá las respuestas en tu libreta, forma francesa, hacelo con letra clara para evitar confusiones a la hora del recuento. Cuando terminés sentate en una banca del parque, estirá las piernas, saludá a la muchacha bonita que pasa frente a vos y hacé el conteo de las respuestas y constatá que la mayoría, ¡uf, una apabullante mayoría!, respondió que prefiere el concierto. No te apachurrés. Desde siempre ha sido así, la música es el idioma que todo mundo comprende. Mientras comprás un chicle a esa niña descalza, con el vestido sucio y remendado y con cara de pavana mal interpretada, que te dice que no ha vendido nada, que por favor le comprés algo, imaginá que en ese instante, en una esquina del parque, ahí donde el niño juega con un aro, se coloca un trío de ejecutantes de música: una muchacha que toca el violín, un joven (con la cabellera a la afro) que toca el violoncelo y un niño que canta como cantan las tiucas más prodigiosas; y diez metros de donde está el trío, un hombre se sienta ante una mesa que se mueve cada vez que el hombre se recarga, porque una pata está desnivelada. Al principio, la presencia de ambas novedades llama la atención de los peatones y de quienes están sentados en esa zona del parque, algunos peatones se paran ante el hombre que saca un libro de una mochila y comienza a leer un cuento (de su autoría), lo escuchan. Dos minutos después, el trío de ejecutantes comienza a interpretar una canción conocida, “Yellow”, de Coldplay, por ejemplo.
Las personas que estaban parados frente al hombre que lee cuentos vuelven la vista hacia el trío de ejecutantes. La voz del niño es muy bella, la muchacha del violín toca de manera espléndida, ¡ah!, cada vez que una cuerda recibe la bendición del arco es como si un pájaro se posara sobre un hilo de agua, y el muchacho del violoncelo despliega el arco como si fuese una línea de aire que trepara sobre los árboles y se resbalara como en un tobogán y, en el piso, se revolcara como un puercoespín. Dos minutos después el círculo de personas que rodea al trío es nutrido y conforme pasa el tiempo se prolonga como masa con levadura. Por el contrario, en la mesa del hombre que lee cuentos la asistencia es mínima. Hay una chica que mira constantemente hacia donde están los ejecutantes de música. Si vos llegarás hasta ella y le preguntaras por qué sigue ahí, escuchando al lector, ella se sinceraría y diría que por pena, porque se sentiría mal dejarlo solo, pobre, tan solo.
No te apachurrés. Desde siempre la vida ha sido así. Por eso, o dejás de pensar en escribir un libro y te volvés músico o entendés que, desde siempre, el sonido de la música ha superado el nivel de la palabra. Un laúd aventaja la voz de cualquier lector. No se diga el volumen que alcanza una tarola o un tambor o un piano o una trompeta.
Desde siempre, las trompetas o tambores han servido para llamar la atención de la audiencia. Un tamborero se coloca en una esquina de la plaza y toca un redoble, todos los que escuchan el sonido vuelven la mirada y dejan de escoger los jitomates o dejan de lustrar los zapatos o dejan de clavar o dejan de componer el perno al reloj o dejan de barrer y escuchan el sonido del tambor que se extiende como si diez elefantes barritaran. Cuando toda la atención está puesta, entonces, y sólo entonces, un hombre desenrolla el pergamino y lee el edicto real. Si el edicto es extenso, la gente vuelve a lo que hacía: elegir el mejor jitomate, dar el trapazo al zapato o seguir construyendo nubes de polvo a mitad de la calle con la escoba.
La escritura de un libro es como construir nubes de polvo a mitad del cielo. Al principio la gente toma conciencia de esa nube, pero un rato después se cubre la nariz con un pañuelo y continúa con lo que estaba haciendo.
Pero si sos necio y a pesar de los resultados inscritos en tu libreta, de forma francesa, continúas con tu idea de escribir un libro debés hacerlo como si fueras el trío ejecutante de música. Debés tomar el arco y acariciar cada cuerda del violín con la misma delicadeza con que la abuela espolvorea el azúcar sobre el pan y con la misma violencia y pasión con que el león persigue al ciervo y le da el zarpazo de muerte que dará vida.
Para hacer un libro que trascienda debés escribir como si fueras un pianista y al colocar tus manos sobre el teclado escucharas el silencio de la sala, el agua transparente de la audiencia que está expectante del momento en que comenzarás a tocar y que vibrará conforme vayás intensificando tus movimientos, que pasen del allegro a un rondó sublime, que el espectador comience caminando por la playa a la hora del ángelus y termine volando sobre la cumbre más alta.
¿Cómo escribir? Sacá un suéter del closet, ponételo sobre la espalda, salí a la calle, andá a la plaza, oí el rebumbio que hacen los pájaros al regresar a los árboles y sentate en una banca para oír el trío de músicos que interpretan una canción de Coldplay.

lunes, 18 de diciembre de 2017

VIDA INALCANZABLE




“No alcanza la vida”. Con frecuencia escucho eso. Una vez entré a la biblioteca central de Oaxaca y escuché que una muchacha bonita, con huaraches y blusa bordada, decía que no le alcanzaría la vida para leer tanto. Y eso que sólo era una biblioteca, una biblioteca más o menos modesta. No conozco la biblioteca que se inauguró en el periodo gubernamental de Fox, en la Ciudad de México, pero estar ahí debe cimentar la idea que la vida no alcanza (Romina dice que hay disponibles más de medio millón de libros. ¿De veras? ¿No me miente? ¿No me ve la cara de provinciano?)
Leí el otro día que en la FIL de Guadalajara, del 2017, había una oferta de más de doscientos mil títulos. ¡Doscientos mil! Dios mío, la vida no alcanza.
¿Cuántos títulos se han impreso desde que Gutenberg descubrió la imprenta? ¡Miles, miles, miles! ¿Millones?
En un cuento avasallante de Dolores Izquierdo Padierna, que se llama “Vida inalcanzable”, el personaje principal decide que dedicará su vida a leer todos los libros que la humanidad ha publicado. Como el lector de esta Arenilla puede deducir, de entrada se ve que el lector iluso no logrará su objetivo. No obstante, la narrativa de Izquierdo es tan buena que el lector no deja de leer el cuento que tiene no más de tres páginas. El iluso no hace otra cosa que leer de día y de noche, deja de comer, deja de dormir, si necesita ir al baño lleva el libro, lee mientras orina, mientras defeca y mientras se baña. Debajo de la regadera coloca el libro sobre un atril protegido por una mica impermeable. Como es uno de esos lectores que aprendieron el método de lectura rápida logra leer entre cuarenta y cincuenta títulos cada veinticuatro horas. Su mamá, preocupadísima porque cada vez lo ve más pálido y flaco, hace un ligero recuento de los libros que su hijo puede alcanzar a leer. Si su hijo logra mantener el ritmo de cuarenta títulos por día, leerá mil doscientos al mes; es decir, catorce mil cuatrocientos al año. Como su hijo (que se llama Electro) tiene veintidós años cuando toma la decisión, otorgándole la gracia que llegara a vivir ochenta años (que al ritmo de vida que lleva, la mamá lo duda), la cuenta da un total de ochocientos treinta y cinco mil doscientos libros; es decir, apenas alcanzaría a leer los libros contenidos en dos bibliotecas del tamaño de la Vasconcelos, de la Ciudad de México. Uf, nada, si pensamos que hay miles y miles de bibliotecas diseminadas en el mundo.
La mamá, en su ignorancia, entiende lo que su hijo no alcanza a entender: Que cada día la industria va en contra del deseo de Electro; es decir, mientras él lee cuarenta, ¡cuarenta!, el mundo editorial publica cientos de títulos en el mundo, lo que hace, desde el inicio, infructuosa la hazaña del hijo.
¿Cómo puede hacer comprender a su hijo lo inútil de su empresa? Se sabe que un hombre apasionado está apartado del territorio de la razón y de la lógica. Pide ayuda a su hermano, un sicólogo reputado. El tío de Electro acepta ir a tratar de convencer al sobrino. Llega a la casa, acepta la taza de té que le ofrece su hermana, escucha con atención la historia y pregunta cuántos días lleva su sobrino con tal capricho. Tres meses y dos días, dice la mamá de Electro. El sicólogo hace cuentas y, en voz alta, dice: “Esto quiere decir que ha leído tres mil seiscientos ochenta libros, concediendo que haya leído cuarenta por día. Es una cifra que supera con mucho a la media del mundo”. La hermana no entiende. El sicólogo comenta que en el país la media de lectura es de dos libros al año y que sólo un lector profesional logra superar la lectura de mil libros al año, más o menos. La mamá de Electro se emociona y pregunta si ese puede ser un buen argumento. El sicólogo dice que sí, que ese será un argumento que usará a favor. Le dirá que ya es el campeón de lectura del año, en México. El otro será que mientras él lee cuarenta, el mundo pare cientos de libros al día. ¿Podrá el tío convencer a Electro de lo inútil de su faena? Suben al cuarto, tocan en la puerta, nadie responde. La mamá dice que el hijo debe tener los audífonos puestos, que así le gusta leer, escuchando a Barry White, su autor musical favorito. Insisten. ¡Nada! El tío manipula el pomo de la cerradura. Tiene llave. Patea la puerta. ¡Nada! El tío golpea la puerta con ambas manos, con los puños cerrados, empuja con el hombro, cada vez de manera más intensa, toma un madero y lo impulsa como ariete. La mamá se lleva las manos a la boca para cancelar un grito trabado. Por fin la puerta cede, cae, el tío entra. Electro está colgado de una viga, con la lengua de fuera. En la mesa de noche un recado póstumo: “La vida no alcanza”. La mamá se echa a llorar a gritos. El sicólogo sube a una silla y descuelga el cuerpo del lector y lo tiende en la cama, en medio de las torres de libros, que Electro logró leer.
La historia es una historia triste, pero alienta. Alienta, porque en un país donde mueren cientos y cientos de personas cada día por pasiones futboleras o pasiones amorosas, da como un cierto regusto que alguien haya muerto por pasión lectora.

GUARDIÁN




El maestro Jorge cumplió ochenta años. Fue una mañana de diciembre de 2017. No sé si al levantarse rompió la reja de papel de china, como es tradición en Comitán. Lo que sí sé es que abrió su página del Facebook y halló un mensaje de felicitación (entre muchos más), en el que Luis Felipe Martínez, artista destacadísimo en el plano musical, lo bautizó con el nombre de “Décimo guardián de Comitán”. No sé si en alguno de los cumpleaños había recibido un obsequio tan significativo. Tal vez no y, estoy seguro, jamás en lo que le resta de vida recibirá un elogio tan radiante.
El maestro nunca imaginó que su cumpleaños ochenta sería festejado en el Internet. Él viene de otro siglo, de los años treinta del siglo XX. Cuando estoy con él me platica que nació en una comunidad rural donde su papá era maestro. Creció escuchando marimba y el canto de las tiucas y el mugido de las vacas. Cuenta que cuando el festejo era muy importante, los habitantes de la comunidad contrataban a un famoso grupo de marimba de Guatemala. De aquel país venían los ejecutantes cargando la marimba sobre los hombros o en bestias. La llegada del grupo musical era todo un acontecimiento. El maestro, niño, escuchaba el rumor de los pasos y el traqueteo de los ejecutantes a la hora de armar el instrumento.
Luis Felipe también creció escuchando música. Su papá, don Roberto, fue uno de los más grandes intérpretes de piano, en Comitán y puntos intermedios. A veces escucho pláticas donde aparece don Roberto, cuentan que sus amigos se reunían en su casa de San Sebastián y tomaban su traguito y, mientras el maestro Martínez, tocaba el piano, don Carlitos Siliceo cantaba como cenzontle arrecho.
Esa coincidencia se dio en el cumpleaños ochenta del maestro Jorge: la música. Porque, así como Luis Felipe es uno de los más destacados músicos a nivel nacional (ha tocado en diversos foros en el país y en salas internacionales), el maestro Jorge toca la armónica (la violineta, decimos en Comitán). Cuando es cumpleaños de alguno de sus afectos, el maestro llega, saca su armónica de la bolsa del pantalón y, con las dos manos, toma la violineta y, como si estuviese en el lugar donde nació, ahí donde estaba una casa de adobe y en el campo pastaban las vacas y correteaban las gallinas y patos, toca las mañanitas con ritmo campirano.
El sonido de la armónica tiene una cauda triste. A veces, Olivia pone discos de blues o de jazz y ahí, encima de pianos, tarolas y saxofones, aparece el sonido afligido de la armónica. Luis Felipe debe saber el origen de este instrumento. El maestro Jorge lo heredó en su infancia. Tal vez alguna tarde, mientras dibujaba sobre una mesa de madera, al amparo de un quinqué, escuchó el sonido de una violineta que llegaba cansado y se impresionó. Y la impresión quedó sellada en su corazón.
El maestro Jorge fue “apuntado” en Comitán. De ahí que su papel oficial indica que es comiteco, así como comiteco fue el maestro Roberto Martínez y comiteco ¡Luis Felipe!
Y, en este 2017, Luis Felipe le dio un obsequio al maestro y lo nombró como “Décimo guardián de Comitán”. Para quien no tiene el referente habrá que decir que el nombre original de Comitán fue “Balún-Canán”. Rosario Castellanos grabó el nombre (con letras de oro) en 1957 cuando escribió su novela con tal título, novela que ha sido traducida a muchos idiomas. Balún Canán significa: “Nueve luceros o nueve guardianes”. De ahí que el presente de Luis Felipe sea el mayor elogio que un hombre puede recibir.
Hace años, el maestro recibió una presea comiteca con el nombre de Belisario Domínguez; también recibió un reconocimiento por su labor magisterial, de manos del presidente de la república. Ningún galardón ha sido tan luminoso como el que Luis Felipe le dio la mañana en que cumplió sus ochenta.
No sé cuántos presentes haya recibido el maestro en su cumpleaños ochenta. No sé qué cara puso al abrir cada uno de ellos, al quitar el papel de regalo y hallar una pluma o un perfume o una camisa o un suéter. No sé.
Pienso que el maestro despertó, abrió los ojos y volvió a cerrarlos, porque escuchó (en el aro de su imaginación) un rumor de pasos y luego el traqueteo de manos armando la marimba que se dejó tocar por los marimbistas chapines, quienes interpretaron las mañanitas dedicadas al niño Jorge, mientras un pájaro se paraba en el dintel de la ventana.
Porque la mañana del cumpleaños ochenta del maestro nadie sopló la violineta para dedicarle las mañanitas, pero Luis Felipe Martínez le dedicó toda una sinfonía llena de estrellas y guardianes que volaron por todos los cielos comitecos.
Ahora ya lo sabemos. La nana de la niña protagonista de la novela de Rosario Castellanos le advirtió, una tarde en que la niña había ido al campo, que había conocido el viento, uno de los guardianes del pueblo.
Nosotros, los de estos tiempos, gracias a Luis Felipe, sabemos que el maestro Jorge es otro de los guardianes de Comitán.
Larga vida a ambos personajes, generadores de luz, ejecutantes de piano y violineta. Instrumentos imprescindibles del blues, ramitas del árbol Mayor.

sábado, 16 de diciembre de 2017

CARTA A MARIANA, CON SABOR DULCE QUE NUNCA EMPALAGA




Querida Mariana: Juan se enojaba mucho. Se enojaba, porque como su abuela Micaela hacía dulces tradicionales, a él, sus compañeros de escuela, le pusieron de apodo “Chimbo”. Como es costumbre, mientras el aludido más se enoja más se encona el sobrenombre. Hizo todo lo posible por evitar el apodo, pero su apodo se fue popularizando. Chimbo le dijeron en la primaria, Chimbo en la secundaria y Chimbo en la preparatoria.
En la primaria era un niño descalzo, con pantalones limpísimos, pero siempre remendados; en la secundaria dio el estirón y fue un langaruzo esbelto como una vara; en bachillerato su cuerpo tomó el barniz que le imprimió el gimnasio, así que se convirtió en un hombre muy atractivo. Los molestosos comenzaron a desaparecer. Tal vez pensaron que si el “Chimbo” se molestaba les iría mal y terminarían con un ojo fundido. Pero todos sus cercanos siguieron diciéndole el apodo. Juan era tolerante, pero algo de la cólera infantil asomaba cuando sus afectos le recordaban el apodo.
El otro día, querida Mariana, en una Arenilla comenté que Paco me había dicho que este dulce comiteco, en realidad, es de origen coleto. Fue en San Cristóbal donde comenzaron a hacerlo. Yo, para defender un poco el orgullo del pueblo comiteco, acepté la paternidad del pueblo de Los Altos de Chiapas, pero comenté que en Comitán lo habían adoptado de tal manera que crearon helados y paletas (además, la hermana de Alex Albores prepara un pay de chimbo que deleita los paladares más exigentes). Cuando dije que Comitán es el pueblo que descubrió la paleta de chimbo me sentí un poco tonto. ¡Dios mío!, pensé, ¿quién pelea los orígenes de los huevos con chorizo? Pero acababa de pensarlo cuando dije que sí, que Toluca, por ejemplo, pelea el origen del chorizo verde y que Jalisco pelea la denominación de origen del tequila. Los comitecos no podríamos soportar que, por ejemplo, una tarde de éstas algún tuxtleco dijera que el pan compuesto es de allá o que un tapachulteco dijera que el tsizim es de allá. ¡No! De allá es la chicatana y de la región del Centro es el Nucú.
Defendemos nuestra gastronomía. Nadie, en el mundo, puede apropiarse de la pizza, más que el país maravilloso de mis ancestros paternos: Italia. Pero esto no impide que otros pueblos la adopten y realicen transformaciones innovadoras. El otro día me contaron que en una de esas famosas pizzerías comitecas ofrecen ya una pizza con tsizim. No debe saber mal. Felipe Gordillo hace unas quesadillas con tsizim que son una bendición para el paladar.
Hace dos o tres o cuatro años inauguraron un centro artesanal en Comitán, que se llama “El turulete”. ¿El turulete es comiteco? ¡No! Parece que el origen de este dulce está en la costa de Chiapas, pero lo que sí es cierto es que es un dulce artesanal que se consume mucho en este pueblo y que es un referente sentimental y gastronómico de los comitecos. A Alfonso le encanta comer turuletes. En una tarde puede comer cinco o seis (es chucho para comer turulete). Dice que le encanta dar una pequeña mordida al rombo de maíz molido y sentir que se deshace en su boca. Alfonso dice que las mejores cosas de la vida son como el turulete, porque las mejores cosas de la vida, aunque se deshacen, ¡dejan un grato sabor! El turulete y el chimbo son dulces que se disuelven en pequeñas cantidades. ¡Qué diferencia con los quiebramuelas! (Pucha, ya el nombre contiene la advertencia). Recuerdo que en mi adolescencia me encantaba ir al mercado y comprar quiebramuelas. Mordía el dulce en pequeña porción y dejaba que se fuera humedeciendo. El sabor comenzaba a disolverse en mi boca. Era una sensación grata. Ya cuando estaba suave lo masticaba y lo tragaba. ¿Ahora? Ay, Santa Azucena y San Alejo. Ya no tengo dientes. No puedo comer un quiebramuelas, porque, para mí, tal dulce se llamaría quiebraplacadental. Sí, ahora como puro turulete. Como le hace Alfonso dejo que el dulce se deshaga en mi boca, no hago movimiento alguno. Imagino que es un meteorito suave que, antes de llegar a la Tierra, se deshace en el aire planetario.
Sí, Paco tiene razón, el chimbo tuvo su origen en San Cristóbal. Por favor, que ningún cositía quiera apropiarse de ese honor. Pero, en reciprocidad diplomática, por favor que ningún mortal de otros territorios quiera apropiarse del origen del pay de chimbo, tal denominación le corresponde a Comitán, a la hermana de mi amigo Alex. Lo mismo puede decirse de la paleta de chimbo, ¡es comiteca! Doña Estelita de Martínez es su mera madre.
A propósito de ello, el otro día, Jorge Antonio López (quien es mi amigo virtual en el Facebook) me escribió lo siguiente: “Déjame comentar lo que sé acerca del dulce llamado chimbo. Efectivamente, era -y digo bien-, era de San Cristóbal.”
¿Mirás? Jorge Antonio también reconoce la paternidad (o la maternidad) del chimbo y la remite a aquella fantástica ciudad, pero luego cuenta algo muy interesante: “En 1966, más o menos, los dulces de San Cristóbal eran elaborados por familias”. Esto es una tradición que continúa. Los dulces comitecos también son preparados, en forma artesanal. Esta es la bendición. Los llamados “dulces extranjeros” se preparan en las grandes fábricas del mundo. Los dulces regionales tienen la gracia de ser hechos en casas particulares. Muchas familias continúan la tradición heredada. (Me cuentan que Puebla, ciudad que posee una economía sólida por la gran cantidad de dulces regionales que compran los turistas, tiene una industria dulcera; es decir, los propietarios de las tiendas ya no se dedican a producir los dulces; todas las mañanas, grandes productores pasan a dejar el producto que se hace ya en patios enormes y no como se hacía antes en escala mínima, en los patios familiares.)
Más adelante, Jorge Antonio aporta un dato muy interesante: “Falleció la señora que hacía el chimbo en San Cristóbal, y sus dos hijos: Doña Minga y su hermano -que yo siempre conocí como el hermano de doña Minga- decidieron venir a radicar a Comitán y vivieron en la subida a Guadalupe, una o dos casas antes de la casa del ingeniero Villanueva”.
¿Mirás qué maravilla? De acuerdo con lo que Jorge Antonio cuenta, doña Minga y su hermano fueron quienes introdujeron el chimbo en Comitán. ¡Ah, qué buen dato! Tal vez alguien tenga una información diferente, pero cuando menos acá ya hay una información importantísima. Jorge Antonio termina diciendo: “Así fue como el chimbo se volvió cositía”. ¡Ah, qué bonita historia!
¿Cómo Jorge Antonio se enteró de esto? Dice: “Lo sé, porque siempre acompañé a mi mamá a comprar (traer) los dulces de la Dulcería “La Italiana”.
¡Claro! Así se hace parte de la historia: Con testimonios de gente que vivió el instante. Es apenas una parte de la historia, pero es una parte emotiva. Por el momento, que se consigne el nombre de doña Minga como la mujer que trajo el chimbo a Comitán, y que se consigne el nombre de “hermano de doña Minga” como el hombre que trajo el chimbo a Comitán. ¡Qué joda que así sea consignado este hombre maravilloso! Un poco lo que siempre evitó el hijo de Rosario Castellanos. Gabriel siempre peleó su derecho humano de ser reconocido por su nombre y no como el hijo de fulana de tal. Su talento hizo el prodigio. Hoy, Gabriel Guerra brilla como un intelectual lúcido por sí mismo. Al hermano de doña Minga sí le fue mal. Toda su vida será el hermano de sutana. A menos que alguien, un familiar o un amigo, dé a conocer su nombre completo y quede consignado en la historia del chimbo comiteco.
A Juan, al final, no le fue tan mal. En tercero de preparatoria, la muchacha más bonita del segundo de bachillerato, aceptó ser su novia. Juan, para ese momento, era un muchacho bello, alto, fornido, con ojos verdes, el mejor encestador del equipo de básquetbol y el mejor promedio del salón. De igual manera, Elizabeth (su novia) era una gran dibujante, lectora, participante del grupo de danza folclórica y el mejor promedio de su salón. Todo mundo dijo que ellos estaban hechos el uno para el otro. Por todos lados y a todas horas andaban juntos: a la hora del receso, a la hora de la salida, en el parque, en el teatro, en el gimnasio y en los cafés, comiendo pan compuesto.

Posdata: Daniela me contó que una tarde le preguntó a Elizabeth la fórmula para llevarse tan bien. Ella respondió: “Ah, es que mi Chimbo es dulce y nunca me empalaga”. Creo que lo que dijo Elizabeth respecto de Juan bien puede aplicarse al propio dulce: el chimbo es un dulce muy rico y no empalaga, claro, siempre y cuando se coma con moderación. ¡Que viva San Cristóbal, la cuna del chimbo! ¡Que viva Comitán, el pueblo que enriqueció al chimbo!

viernes, 15 de diciembre de 2017

DEFINICIÓN DE HABILIDAD




La habilidad contiene la esencia humana. Este don (adquirido o heredado) se aplica de la misma manera para el bien que para el mal. Por eso, el padre que impulsa a sus hijos a que sean hábiles no tiene conciencia de lo que pide. La habilidad demandada puede, al final, aplicarse para cosas positivas o negativas. Juan, el hijo de don Melquiades, fue aprendiz de cerrajero, desde los once años de edad. Su papá lo alentaba a que fuera el más hábil en el oficio. Poco a poco el pueblo reconoció la habilidad del pequeño Juan, pero resulta que ahora Juan está en la cárcel. Un primo de Juan reconoció su don y lo invitó a unirse a una banda de ladrones. Llegó a ser tan hábil en el oficio que (a los dieciocho, más o menos) se dedicó a ejercerlo en autos y casas ajenas. Abría cajas fuertes con una gran habilidad. Por desgracia (para él y para la honra de don Melquiades, quien siempre fue un hombre honesto) su habilidad en cerraduras no tuvo continuidad en escapes y una noche fue detenido con las manos en el ojo, en el ojo de la cerradura.
Cualquier diccionario dice que habilidad es “la capacidad de una persona para hacer una cosa correctamente y con facilidad”. Entiendo que el término “correctamente” se refiere a la manera de hacerlo y no al valor moral de lo correcto e incorrecto, porque, como ya dije, Juan es muy hábil para abrir cerraduras pero aplica su conocimiento de manera incorrecta, en cuanto a ética profesional se refiere.
Y si nos damos cuenta, estos tiempos exigen habilidad y las sociedades premian a los más habilidosos, aunque esta capacidad se destine al mal, porque habrá que reconocer que los políticos (acá en Chiapas tenemos muchos ejemplos) son muy hábiles para engañar a la sociedad. Desde pequeños fueron alentados por sus padres (o ellos mismos lo traían en la sangre) a realizar las cosas de manera “correcta y con facilidad”. Ya dijimos que lo correcto se refiere a lo impecable de sus acciones y no al valor de la corrección.
Un día nos enteramos que Madrazo (político tabasqueño) fue tan hábil que hizo trampa para ganar un maratón.
En el caso de Madrazo, la habilidad le sirvió para ganar de manera tramposa. Bueno, nadie puede negar que desde joven se preparó para lograr tal habilidad. El sistema político mexicano basa su poderío en la habilidad para ganar elecciones populares.
En la escuela preparatoria tuve compañeros que eran muy hábiles para la copia, siempre obtenían calificaciones superiores al siete. Ningún maestro los sancionó, porque ellos fueron más hábiles que los docentes. Por el contrario, Jaime trató una vez de copiar en un examen de matemáticas y era tan inocente que, en un dos por tres (¡seis!), fue cachado y terminó su examen con un enorme tache rojo y debió prepararse para presentar examen extraordinario.
Alfredo, con nariz de tapir y ojos haciendo chiras, era muy hábil con el verbo y así logró que Elena, una de las chicas más bellas del salón, terminara siendo su novia.
Parece que estos tiempos premian a la habilidad, aunque ésta no sea la correcta. No importa lo ético del comportamiento, lo que interesa es que uno se apropie de los primeros lugares, sitios de honor reservado a los más hábiles.