sábado, 7 de enero de 2017

CARTA A MARIANA, CON LIBRO ENVUELTO



Con un abrazo respetuoso a la familia De León,
por la ausencia física de don Raúl.


Querida Mariana: hay edificios llenos de historia. Uno de estos es la Casa de la Cultura. Dicen los cronistas que inicialmente fue parte del convento dominico (dicen que cuando aparecieron las leyes de Reforma, todos los monjes fueron expulsados del edificio); en tiempos más recientes (hablo del siglo pasado) muchos cuartos fueron usados como oficinas de gobierno; luego, esos cuartos burocráticos, tuvieron su época de esplendor al convertirse en aulas de la escuela secundaria y preparatoria. Cuando la secundaria y la prepa (gracias al movimiento estudiantil de los años setenta) tuvieron su propio edificio, Óscar Bonifaz casi se adueñó del edificio y fundó la primera casa de cultura del estado. Es decir, el edificio en tiempos recientes ha tenido una vocación eminentemente educativa y artística.
Siempre que entro a la Casa de la Cultura escucho una serie de sonidos que suenan como un tachilgüil insólito: teclas que aplastan las secretarias en las máquinas mecánicas, manos que acarician muslos por debajo de las faldas de las preparatorianas, cornetas, tambores, hojas de libros pasando como aves en vuelo, teclas de piano, de marimba, risas infantiles, carreras en los corredores, versos de poemas de Rosario y de Jaime, escalas que hacen los cantantes, silencios que hacen los actores antes de subir a escena, piezas oratorias, pies que brincan al bailar El Alcarabán, la voz del maestro Rey, siempre vestido de traje, que dice: Ejercicios lexicológicos, ejercicios lexicológicos, ejercicios lexicológicos, y la voz del malcriado que pregunta: ¿Lo escribimos tres veces, maestro?
Siempre que estoy adentro de un salón de ese recinto pienso en los monjes que ahí habitaron. Las imágenes de ellos caminando con parsimonia por los pasillos llegan con puntualidad; escucho sus pasos medidos y el sonido de las cuentas de los rosarios que chocan a la hora que caminan y se dirigen a la capilla donde se celebra el ofertorio.
Pienso, también, que en una época ahí estuvo la cárcel (donde ahora está el archivo histórico). Y recuerdo la historia que contaba tío Chilo que, en una ocasión, una alumna vio que su libreta se manchó de una gota de sangre, y luego otra y otra, elevó la vista y vio que una de las tablas del tapanco se movía y una mano ensangrentada aparecía. Un grupo de presos intentaba escapar por uno de los salones de la secundaria.
Pienso que en ese edificio, como en cualquier sitio del mundo, se desenvuelve la vida, de manera cotidiana, y se formula la historia. Ahora, en uno de esos salones hay una librería. Está instalada de manera muy digna. Como debe ser, en ese espacio, recién inaugurado, ahora se realizan presentaciones de libros. Como se sabe que a las presentaciones de libros no acuden las multitudes que sí acuden a conciertos de rock o encuentros de fútbol soccer, el espacio es muy adecuado para recibir las treinta o cincuenta personas que acuden a escuchar la palabra del poeta o del narrador (tal vez con la misma intensidad con que los monjes escuchaban en ese espacio la palabra o el silencio de Dios).
A fines del año pasado y principios de éste (apenas el 5 de enero) tuve la oportunidad de fungir (pucha, qué palabra tan pinchurrienta) como presentador de libros. El primero fue un libro del poeta Óscar Wong y el segundo un libro de la poeta Marvey Altuzar (¡entre poetas te veas!). Te paso copia del textillo que leí la tarde en que se presentó el libro de Marvey, comiteca que nació en un rancho maravilloso de la zona de La Trinitaria y que, actualmente, radica en la tormentosa y maravillosa Ciudad de México. Acá va el textillo:
¿Cómo se llama el libro que hoy presentamos? Se llama “Confesión de orfandad”. Hay una persona que reconoce una ausencia y que, como dicta el manual de sobrevivencia, debe trascender su duelo y aceptar el vacío. ¿Con qué se llena el hueco? Tal vez nunca se llena y esto es bueno, porque, a final de cuentas, las grietas que deja la vida permiten que se vea a través de ellas y, ¡prodigio!, permiten que la luz, esa luz tan deseada, se filtre a través de sus columnas vertebrales todas chuecas. Porque quien se confiesa huérfano reconoce que el porvenir ya siempre será como una torre de Pisa.
La grieta mayor en este libro de Marvey es la búsqueda del sucedáneo de la ausencia. Una tarde, la poeta pensó cómo llenar el vacío y supo que la argamasa para hacerlo tenía que ser la mezcla exacta entre la materia prima fundamental, ¡la palabra!, y algo que fuera como la caricia de la divinidad. ¿Dónde hallarla? ¿En los terrenos de la mística, donde las monjas sublimes tratan de llenar sus huecos espirituales? ¡No! Marvey, es terrenal, es mujer, antes que espíritu. Por ello, la poesía de Marvey, desde siempre, es una poesía que linda en los terrenos de lo erótico. Su siembra es en la tierra del hombre, en el cuerpo que, como desierto, está ávido de su agua.
De ahí entonces que ella, en el poema intitulado Plegaria uno, se confiesa perdida, pero se somete a la voluntad del Señor y promete su palabra. En una primera lectura puede, un lector crédulo, pensar que ella, la poeta, al mencionar el vocativo Señor, escrito con mayúscula, se refiere al dador supremo de vida. No, el señor a que se somete la poeta es el amante. Ante esta declaración el lector sabrá que, a diferencia del hijo de Dios que proclamó que su reino no era de este mundo, el tejido de Marvey está bordado con hilos de este mundo, un mundo real, un mundo tangible, que se mide con las manos y con toda la piel. Es como si la poeta dijera que la ausencia física sólo puede compensarse a través del tacto, como si, hija de Santo Tomás, tuviera que meter la mano en todos los huecos del amado para comprobar que la vida sigue, a pesar del vacío.
Dichoso el amado que es destinatario de estas palabras, porque de él será el reino de los deseos, de la vida que corre por las venas de una mujer que, sin falso pudor, exige la savia de su amado para que la alimente. Mujer solitaria, humilde, sencilla, frágil, escurridiza como agua, como vuelo de cenzontle, se sabe indemne, se reconoce sólo en el abrazo de mar del otro.
En la plegaria de Marvey aparece Dios hecho cuerpo. Dios no es el dios de las alturas, es el dios que, hecho hombre con todas sus agravantes, pero con todas sus cualidades, es capaz de reconvertir el falso principio del Edén. Acá hay un intento sublime por tirar al cesto de basura la historia bíblica donde el acto amoroso fue pecado. En la poesía de Marvey la palabra es como agua bendita capaz de exorcizar el paradigma de pecado. Acá, en este libro, el acto amoroso tiene la misma placidez e ingenuidad que tiene la sonrisa de un niño que su mamá mece en una hamaca, la misma emoción que existe cada vez que el sol, insistente, se oculta por detrás de la montaña y derrama su esperma de oro por todas las habitaciones del mundo. Acá está el intento de decir que los vacíos se pueden llenar con luz, sólo con luz, con la luz de la palabra.
Escuchemos a Marvey: “¿Has probado las moras? / Ven, Señor / cuéntame tus penas / quédate acá. / En el corredor de ladrillos / colgué una hamaca para ti. / Miremos las tejas / las cornisas / la buganvilia / y la capilla blanca. / Te invito un café / escuchemos el poema aquel de Sabines / en el que te alaba. / Ven, quédate, aquí juntito. “

Cualquier lector advierte la trampa inocente. La autora le habla al Señor y lo invita a escuchar el poema aquel de Sabines en el que lo alaba. Ah, qué perversa la autora, de qué manera quiere despistarnos, en el sentido de sacarnos de la pista y dejarnos en el vacío, en ese vacío del cual ella ya se alejó. Ya, acá, podemos apreciar de manera clarísima que el Dios de Sabines es otro muy diferente al Dios de Marvey. El de Sabines es el Dios que mora en los cielos, el de Marvey es el que camina en los corredores de la casa, es hijo del hijo, hijo de la carne, del deseo. El Dios de Marvey es el hombre que, con sus manos, borda un camino de luz por cada una de las partes de su cuerpo, porque el cuerpo, para Marvey, es la autopista que conduce al territorio infinito que se llama espíritu.
Mil veces bendito el Señor al que la poeta se entrega con total voluntad; mil veces bendita la palabra de Marvey que nos recuerda que el cielo está más cerca de lo que imaginamos, a veces está a la vuelta del deseo, del deseo carnal, del deseo cumplido. Hágase la voluntad del Señor en los caminos del cuerpo de la poeta.

Posdata: En los corredores y salones de la Casa de la Cultura anduve en el lapso de 1971 a 1974. Siempre que entro ahí recuerdo a mis compañeros de aula. Eran los tiempos de los pantalones acampanados, de la sicodelia, de la imagen del Che, del cabello largo en hombres, del billar Nevelandia, de la cafetería Intermezzo, de las misas de avanzada del padre Joel, de la hora del aficionado en la XEUI, de las serenatas con marimba, de las borracheras con brandy Delfín.
De mi generación de prepa, dos o tres ya fallecieron. La mayoría sigue viva, gracias a Dios. Entre mis compañeros hay de todo; es decir, se dedican a oficios y profesiones maravillosas. Pero, como dijera Nana Goya: ¡Esa es otra historia! Algún día de estos te la cuento.