sábado, 11 de febrero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UNA FLOR CON PISTILO ILUMINADO





Querida Mariana: La maestra Carmelita nos daba la clase de biología. Eso fue en la secundaria. En la prepa nos tocó el doctor Macal, que siempre iniciaba sus cursos con el siguiente dictado: “Bios, vida; Logos, tratado”.
Caralampio, quien es muy puntilloso, reclamaba por qué el doctor nunca nos dijo que eran raíces griegas. Alfonso preguntaba si Caralampio exigía el agregado para establecer la diferencia entre palabras del español que provienen de raíces latinas. ¡No! Caralampio decía que el origen no era tan importante como sí lo era precisar que la palabra provenía de ¡raíces! ¿Cómo -preguntaba Caralampio, un tanto alterado- el maestro de ¡biología! no hablaba de las raíces? Caralampio siempre vio a la biología como el gran árbol de la vida; Esther decía que era una definición poética.
Esther, que era una muchacha muy perseguida, porque tenía un cuerpo delgado, pero muy bien repartido, era dada a escribir. Usaba lentes y tenía un cabello que le llegaba a la cintura. Cuando corría era seductor ver cómo su cabello se convertía en una cascada que iba de un lado a otro, como péndulo, sin perder la unidad.
¿Qué escribía Esther? Ella decía que escribía pensamientos. Era muy celosa de sus textos y a nadie los mostraba. A Caralampio le causaba risa que ella dijera que escribía pensamientos. Decía que era tonto que alguien escribiera eso, porque todo mundo, al escribir, ¿qué hace sino escribir lo que su pensamiento dicta?
¿Por qué Esther decía que escribía pensamientos? Porque es costumbre decir que cuando alguien redacta un texto breve escribe un pensamiento. Esther era escritora de pensamientos; es decir, nunca redactó un texto mayor que pudiera incluirse en alguna relación de géneros literarios.
Cuando Esther decía que escribía pensamientos lo decía como si tales escritos no tuvieran alguna importancia, como si su labor fuera esparcir semillas sobre una franja de cemento.
Caralampio, cuando íbamos a Nevelandia, a tomar un helado, le preguntaba a Esther en qué se inspiraba para escribir sus pensamientos. Él lo hacía para molestarla, porque, sin fallar, ella se ponía colorada, como si fuera una de esas flores que se llaman bastón de emperador. Se sonrojaba y, en acto reflejo, bajaba sus manos y las metía en medio de sus muslos, como si éstos fueran una cartera. Y nosotros sabíamos por qué se ponía nerviosa, porque sus pensamientos estaban inspirados en lo que Caralampio llamaba El gran árbol de la vida. Todos sus pensamientos (cuando menos los que logramos ver) tenían flores y frutos incluidos en sus líneas.
Y esto lo supimos porque una tarde, cuando jugábamos billar, Caralampio llegó y nos dijo que tenía una libreta de Esther. Ella lo había dejado olvidado en una banca del parque y Caralampio, como si fuese un vulgar delincuente, tomó la libreta y se la guardó en la espalda, debajo de la chamarra. Miguel y yo dejamos los tacos de madera sobre la mesa de carambola y nos sentamos a los lados de Caralampio para ver los escritos. En la primera hoja, como era presumible, hallamos un corazón, pintado en rojo, atravesado por una flecha, justo a la mitad. En la mitad superior estaba dibujada una C y en la mitad inferior una E. Miguel y yo le picamos la panza a Caralampio y le dijimos que esa C era la inicial de su nombre. Sí, le dijimos, Esther está enamorada de vos. Así que, dedujimos, los pensamientos de Esther tenían a él como destinatario.
Comenzamos a leer. Recuerdo que nos hamaqueábamos de la risa, que molestábamos a Caralampio por las cursilerías que, suponíamos, estaban dedicadas a él. La libreta era nueva, porque sólo tenía escritos cinco pensamientos. Todo el resto de la libreta estaba limpio. En la última página había una anotación con lápiz que parecía algo como un recordatorio: “Vi a C en S”. Caralampio jugó con él mismo, dijo que era: “Vi a Caralampio en Sabroso”, como si el sustantivo sabroso fuese un territorio, y pasó su lengua por el labio inferior, de uno a otro lado, como si fuese un toro lamiendo sal.
Muchos años después, en un café de la Ciudad de México, viendo la Alameda, a través del ventanal, Miguel y yo recordamos la libreta de Esther. Miguel dijo que Esther escribía aforismos, no simples pensamientos. Yo estuve de acuerdo. Miguel tomó un sorbo de café, dijo algo del cielo con smog y luego, muy serio, dijo que eran aforismos sublimes, casi místicos, así que, con toda seguridad, el motivo de su inspiración no era el tonto de Caralampio, sino la propia divinidad. Yo, viendo también los árboles de la Alameda, recordé el pensamiento (aforismo) que aprendí de memoria: “Quien prueba las frutas de su árbol, sacia la sed infinita”. Nada le dije a Miguel, pero reconocí (hasta entonces) que Esther no escribía aforismos místicos, sino, con toda probabilidad, aforismos eróticos. Aquella tarde del billar, Miguel y yo habíamos molestado a Caralampio diciéndole que ella quería probar sus frutas, sus jocotitos, sus colconabes. Y habíamos reído mucho. Habíamos estado equivocados. La C no era de Caralampio, la C correspondía, sin duda, a un nombre femenino. Y digo esto porque, igual, muchos años después, me topé con Esther en la presentación de un libro de cuentos en la sala Manuel M. Ponce, en el palacio de Bellas Artes, y al verme corrió a abrazarme. Cuando soltó el abrazo se volteó, llamó a una chica y me la presentó. Me la presentó diciendo: “Carmen, mi pareja”. No sé si esa Carmen correspondía a la C de nuestra adolescencia, quiero pensar que no, quiero pensar que era una feliz coincidencia, pero no dudé en pensar que la C de aquel tiempo no era de Caralampio sino que correspondía al nombre de una chica. Entendí por qué ella nunca tuvo novio; entendí el mensaje del aforismo, por eso no decía frutos sino frutas. Estas frutas no eran jocotitos ni colconabes. El árbol era femenino, siempre había sido femenino. Tal vez por eso, cuando Caralampio le preguntaba quién era el motivo de su inspiración, Esther se sonrojaba y, en automático, colocaba sus manos entre sus muslos.
Aquella tarde de la Alameda, Miguel dijo que habíamos convivido, casi sin saberlo, con dos escritores: Esther y Caralampio, porque la definición que éste daba a la biología era mil veces más bella que la del doctor Macal. Y Miguel, como si estuviese sobre el estrado del aula, preguntó: “¿Qué es Biología?”, e imitando la voz de un niño iluminado dijo: “El gran árbol de la vida”, y dijo que por ahí corría la savia del conocimiento y luego recordó las clases de la maestra Carmelita y cómo bromeábamos cuando ella nos enseñaba las partes de una flor: “Niños, las florecitas tienen pistilos.”, y luego preguntaba: “¿Qué tienen las florecitas?”, y nosotros, como si fuéramos integrantes del coro de niños, de Viena, casi cantábamos: “Pistilos”. Y así seguía la maestra recitando las partes de una flor: pétalo, sépalo (acá todo mundo se mataba de la risa. Bromeábamos y decíamos, imitando la voz de la maestra: “Niño, sépalo de una vez, las florecitas tienen sépalo”. A veces separábamos la palabra y albureábamos: Sé palo.). Pero donde más disfrutábamos la descripción de la maestra era cuando llegaba a nombrar la parte que une la flor con el tallo: “Niños, las florecitas tienen pedúnculos” y preguntaba: “¿Qué tienen las florecitas?”. Malcriados como éramos, dividíamos la palabra en dos. La primera parte la pronunciábamos en voz baja, bajísima, y la segunda parte la gritábamos: “Pedún - ¡culos!”. El salón se llenaba de reverberaciones y sólo se escuchaba la segunda parte: “¡Culos, culos, culos!”. Reíamos. La maestra Carmelita hacía como que no escuchaba y continuaba con la siguiente parte de la flor. Y cuando terminaba la clase seguíamos bromeando y decíamos que Esther se había echado un pedún y ¿de dónde había salido ese pedún?, ¡de su culo!
Lo que diré parecerá un absurdo, pero ese relajo obsceno nos permitía aprender. Cuando teníamos examen de biología con la maestra Carmelita, todos, ¡todos!, respondíamos correctamente la pregunta de cuáles eran las partes de una flor. Miraba a alguno de mis compañeros reírse a la hora de responder el examen, casi podía asegurar que estaba escribiendo pedúnculo o sépalo o pistilo.
Yo no tenía a la biología dentro de mis materias favoritas, pero disfrutaba mucho esas travesuras lingüísticas. Mis materias favoritas eran las materias que tenían que ver con la literatura y con el lenguaje, y las materias que estaban relacionadas con las artes plásticas.

Posdata: Miguel tuvo razón: convivimos con dos escritores en ciernes. Caralampio, actualmente es periodista, en la Ciudad de México, sus columnas están salpicadas de buen humor y de baldazos de inteligencia sutil; Esther radica en Barcelona, España, imparte talleres literarios para niños.
Miguel vive en una comunidad del estado de Michoacán. Estudió ingeniería en la UNAM, pero no ejerce su profesión, dirige una pequeña empresa que fabrica esos dulces riquísimos que se llaman Morelianas.
¿Yo? Bueno, yo soy tu amigo que te escribe cartas, acá en Comitán, Comitán de las flores. ¿Querés que juguemos a que te diga cuáles son las partes de tu flor?