jueves, 23 de febrero de 2017

EL FORD, MODELO 1958





Imaginá que una tarde tu abuelo te llama. Él está sentado en su mecedora, en el corredor. La tarde es armoniosa. En la calle se escucha, a lo lejos, una guitarra, debe ser algún vecino que, en su cuarto, practica los ejercicios que le dejó el maestro de la casa de la cultura.
Tu abuelo tose, se lleva una mano al pecho. Su pecho es como un volcán que necesitara, como si fuese una olla exprés, dejar salir lo acumulado. Tose una y otra vez. La mecedora se cimbra y el abuelo con ella.
Rocío entró a tu cuarto y te dijo que el abuelo quería verte y vos dejaste el libro que leías, lo dejaste sobre la cama, te pusiste las pantuflas y saliste al corredor para ir a donde el abuelo. Donde cada tarde se sienta en la mecedora y mira a las chinitas que bajan a comer las migas que Rocío deja a mitad del patio. El abuelo dormita. Tiene muchos años encima, tantos como el árbol de durazno que, también, ya se tuerce sobre su tronco y que, desde hace muchos años, no da fruto alguno. El abuelo dio doce frutos. La abuela (quien murió el año pasado) siempre dijo que cuando llegaban los agentes viajeros le daba pena, porque no había año de Dios que no estuviera con la gran panza, porque el abuelo había vuelto a embarazarla. El abuelo, el otro día, te confesó que cuando nació el hijo número once ya no sabía dónde atenderlo. La casa es grande, pero muchos cuartos se usaban como bodegas y no podían desperdiciarse como habitaciones, por eso había destinado dos cuartos para que durmieran cinco hijos, en cada uno, cinco hombres en el cuarto que está junto a la cocina y cinco mujeres en el cuarto al lado de la bodega de chiles. Por eso, cuando nació Adolfo, que fue el onceavo hijo, al principio dijo que no había dónde ponerlo. La abuela se enojó y dijo que ella le daría su lugar. Al abuelo no le quedó más que sacar todas las cajas de la bodega que servía para guardar los refrescos y poner la cuna que había servido como cama para todos los hijos. En ese cuarto durmieron Adolfo y Rocío cuando ésta nació. Fue el único cuarto unisex de la casa.
Imaginá que cuando el abuelo deja de toser (es por ratos que eso ocurre) y su rostro vuelve a tener el color triste de las hojas secas, pero aún pegadas en las ramas, te dice que elijás entre el carro Ford, modelo 1958 o un cuaderno donde están escritas sus memorias. Porque el abuelo, vos lo sabés, ya repartió la herencia. La casa se la dejó a Rocío, porque ella se ha dedicado, en cuerpo y alma, a cuidarlo. Casi como si ella respondiera a la tradición mexicana: por ser la hija última no se casó (a pesar de que tuvo muchos pretendientes), ya que le correspondía atender al papá. Una vez Adolfo, quien siempre ha dicho que esa tradición es una estupidez, le preguntó si no lamentaba haber desperdiciado tantas oportunidades de formar una familia y ella respondió que su familia eran ellos: mamá, papá y los hermanos, y que había sido muy feliz con su familia.
El abuelo tiene en una mano la libreta con sus memorias y en la otra mano tiene la llave del auto Ford, modelo 1958. Lo ves directamente a sus ojos que te sonríen. Sabés que no se hará realidad lo que ahora estás pensando. ¡No! Es una cosa u otra. Sería tan fácil (pensás) que te dejara el carro y la libreta, pero ¡no! Así que tenés que elegir, entre el auto que tanto has deseado o tomar esa libreta donde, con letra manuscrita limpia y bella, el abuelo cuenta su testimonio de vida.
Hubiese sido tan sencillo este acto. El abuelo bien pudo llamarte y, cuando llegaras a su lado, mientras el vecino seguía practicando esa cumbia con su guitarra, decirte: Ten, hijo, te dejo el Ford. Pero no. No fue así y, como siempre, hasta el final, el abuelo te pone a prueba y te da a elegir y vos tenés que decidir por una u otra cosa. Y vos no acabás de decidir entre el auto que tanto has cuidado, que tanto has querido, porque su máquina está perfecta, porque su vestidura parece nueva y porque cuando lo manejás todo mundo voltea a verte; o entre una simple libreta, escrita con letra impecable, donde está consignado el testimonio de vida (más de ochenta años) del viejo que ahora tose de nuevo y tira la libreta y las llaves y se lleva las manos al pecho, porque ese tambor toca muy fuerte, lo hace moverse todo, como si fuese un volcán a punto de erupción.
Imaginá que el abuelo te llama y te pide que elijás entre el auto o la libreta. ¿Qué elegirías? Mientras el abuelo sigue estremeciéndose, vos mirás las llaves del auto y la libreta tiradas en el piso. Sabés que cuando el abuelo termine de toser vos deberás hincarte y levantar ambos objetos y deberás quedarte con uno y regresar el otro al abuelo. ¿Qué elegirás? ¿El auto que tanto has deseado? ¿La simple libreta donde están las memorias del abuelo? Tiene que ser una u otra cosa. Porque sabés que si elegís el auto, el abuelo (así es su carácter) pedirá que le lleven un fogón y quemará su testimonio, que es tanto como si quemara su vida; y si elegís la libreta, él ordenará que Adolfo llame a Jorge y éste (que tanto le ha pedido que se lo venda) entregará los billetes y el abuelo los tomará y los guardará para dárselos a Mica, que es su nieta consentida y que es quien heredó la colección de muñecas de porcelana, porque Mica estudia arquitectura en la UAM de Azcapotzalco y reconoce en esa colección el mayor tesoro que el abuelo pudo legarle. Y para vos, ¿cuál es el mayor tesoro que puede dejarte? ¿El auto Ford, modelo 1958? ¿La libreta donde está consignada la vida del viejo maravilloso?