miércoles, 1 de febrero de 2017

LA IMPORTANCIA DEL NOMBRE





El nombre es importante. Hay una novelilla de Oscar Wilde que se llama “La importancia de llamarse Ernesto”. En la escuela tuve un compañero que se llamaba Kasín (ahora sé que este nombre también aparece en la historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones). Todos nosotros, simples Alejandros, Ramiros, Ignacios y demás nombres comunes nos burlábamos de Kasín. A veces, cuando el maestro salía para ir a la dirección, le hacíamos rueda en su pupitre y le decíamos: “Kasín, cazón, hormota de calzón”. Nos burlábamos. Él nos ignoraba, como que sabía que su nombre era importante, tan importante que ahora que ya tengo cincuenta y nueve años no recuerdo a los demás Pacos o Luises y el nombre de Kasín suena como si fuera una ola de un mar asiático rompiéndose en un farallón comiteco.
Mariana Enríquez, autora argentina, tiene un libro de cuentos que se llama: “Las cosas que perdimos en el fuego”. No sé ustedes qué piensen, pero a mí se me hace un nombre sensacional. De igual manera, hay una novela de Juan Gabriel Vásquez, autor colombiano, que se llama “El ruido de las cosas al caer” y que es otro título maravilloso.
Ahora que, como decía la tía Chila, lo importante no es cómo se llama sino cómo camina; es decir, para la tía el nombre no era tan importante como las acciones que hacía el fulano de tal. Porque, es cierto, uno puede llamarse fulano o sutano, pero si es una poca cosa el nombre de nada servirá. Bien podría decirse que el mono mono se queda aunque tenga nombre de seda.
Cuando el nombre responde al acto el nombre brilla doblemente. Lo mismo sucede, por ejemplo, con los títulos ya mencionados. El libro de cuentos de Mariana es un libro bien escrito, lo mismo sucede con “El ruido de las cosas al caer”. Los críticos literarios aseguran que, después de Gabriel García Márquez, el autor colombiano más importante es Juan Gabriel (entre Gabrieles te veas).
Kasín hacía honor a su nombre. Era un niño muy aplicado, respetuoso y excelente jugador de fútbol. No había equipo que no quisiera tenerlo en sus filas. Cuando alguien organizaba dos equipos para echar la reta en el recreo, los capitanes, después del volado de rigor para ver quién elegía primero, jalaba a Kasín.
El maestro Luis (quien tenía un nombre muy común) a veces, también, se pitorreaba de Kasín. Una vez yo escuché que el director elogiaba a mi compañero y el maestro Luis, tal vez por hacerse el gracioso, dijo que sería una pena que Kasín no fuera de grande un triunfador. El director no entendió y preguntó por qué lo decía. El maestro Luis dijo que podía quedarse en la antesala del éxito, sería un “Casín”; es decir un casi triunfador, y rio como guajolote. El director no modificó su rostro. No le halló el chiste. Como yo nunca le encontré el chiste cuando Ramiro molestaba a Armando y le decía Armando broncas, y repetía Armando broncas, como para que entendiéramos que él jugaba con armar pleitos, pero Armando no armaba trifulcas, porque Armando usaba muletas para caminar (le había dado poliomielitis) y era un niño muy tranquilo. Su mamá lo llevaba a la escuela, lo ayudaba a entrar al salón, se hincaba para sacar los cuadernos y libros que dejaba sobre el pupitre y, cuando se retiraba, le daba la bendición. Armando no salía del salón de clases a la hora del recreo, mientras nosotros corríamos por el patio, ya fuera en pos del balón o jugando la tenta, él prendía un radio de transistores que siempre llevaba en su chamarra y escuchaba la XEUI.
Si ahora recuerdo el nombre de Armando no es por el nombre en sí, sino por su personalidad diferente. Armando bien pudo llamarse Elías o Eugenio, yo lo recordaría en su pupitre, con el radio junto a su oreja, sonriendo cuando escuchaba el programa cómico “Tres patines”.
Pero, de igual manera, me queda claro que no recordara a Kasín si él se hubiese llamado Pedro. ¡No! Hay nombres excepcionales. Los escritores saben que el título de un libro es decisivo para que los lectores se sientan atrapados. El título de “El ruido de las cosas al caer” evoca mil ideas, mil recuerdos.
Una vez, Armando se trabó al pararse y querer tomar sus muletas y el ruido que hizo fue un ruido indescriptible, como si un ángel, acostumbrado a caminar de puntillas en nubes, se desplomara sobre una plancha de acero.