jueves, 2 de febrero de 2017

LA TARDE QUE ESTUVE CERCA DEL NOBEL




Estuve cerca del Nobel, del maestro Nobel. Así se llama, ese nombre le pusieron sus padres. La historia es sencilla. Fui invitado a compartir mi experiencia como novel escritor a un grupo de maestros. Acudí con gusto. En el salón había un grupo con aproximadamente ochenta maestros que, generosos, atendieron mi charla, que se centró en cómo escribí mi novelilla “La tarde que conocí el cine”. Al final comenté que si alguien lo deseaba tenía algunos libros en venta. Me sorprendió la respuesta positiva. Muchos maestros se acercaron y compraron la novelilla. Me senté en un escritorio y comencé a firmar libros. “¿Para quién?”, preguntaba, y ellos me decían los nombres. Unos lo pedían para sí y otros me explicaron que lo obsequiarían y me dictaban el nombre de la persona que recibiría el libro. Un maestro me dijo que lo obsequiaría a un amigo que también escribía, así que, casi exigió, le pusiera una dedicatoria especial para “un compañero de las letras”. Así lo hice. Cuando sólo quedaban dos libros, levanté la vista y pregunté la trillada “¿Para quién?” y el maestro me sorprendió al decirme su nombre: ¡Nobel! ¡No! ¿Era de verdad? Claro que era de verdad. La coordinadora del acto dijo: “Ah, si supieras por qué le pusieron ese nombre de premio”. Lo dijo así. El maestro Nobel sonrió. Supe que ahí estaba concentrada una gran historia. En la plática yo había deslizado mi experiencia como escritor y había escurrido la idea de que los escritores retoman fragmentos de su vida para agregarlos a sus novelas. Ahora leo “El Museo de la Inocencia”, de Pamuk, y encuentro muchos sesgos autobiográficos del famoso novelista turco. Supe que en la historia del nombre del maestro Nobel hay una historia fantástica.
Firmé el libro que compró. Sentí una sensación extraña, afectuosa, a la hora que escribí: “Para el maestro Nobel”. No es un nombre común. Le comenté al maestro Nobel que, precisamente, esa mañana había subido a la red una Arenilla que hablaba de la importancia de los nombres. El destino, siempre halagüeño y consentidor, me había deparado para ese día el privilegio de conocer a un hombre con un nombre sensacional.
Pensé (lo pensé nada más, porque no quise borrar con un brochazo negro esa línea de luz), que los apellidos de ese maestro bien podían ser De la Paz. ¿Imaginan lo que ese nombre significaría? ¿Imaginan el deslumbre cuando alguien le preguntara como se llamaba? Y él, así, con la tranquilidad con que los demás mortales decimos nuestros nombres, respondiera: “Nobel De la Paz”.
Firmé el libro, lo hice con gran orgullo, con el orgullo de haber estado, de haber conocido, de darle la mano, al Nobel.
Que los demás escritores se preocupen por el que entregan en Suecia. Yo de nada me preocupo. Algún día podré contar a mis inexistentes nietos que estuve cerca del Nobel. Ellos, con cara sorprendida, me preguntarán si hablo en serio y yo, todo chento, diré que sí. Contaré que una tarde (Dios mío, ¡qué privilegio!), el Nobel estuvo frente a mí, yo estaba sentado, él de pie. Él esperaba que yo (gracias, Señor) le dedicara un libro, cuando, la verdad es que todo debía ser al contrario. Yo debería estar en el lado de él y él debería firmarme aunque fuera una servilleta y yo enmarcaría esa servilleta y debería colgarla en la pared de la sala de mi casa y cuando alguien la viera y preguntara yo diría, orondo, como jolote, que esa firma era del Nobel.