lunes, 6 de febrero de 2017

LAS COMUNIDADES SELECTAS




¿Por qué se dan tantas fricciones en la sociedad? ¿Es porque no estamos acostumbrados a las mezcolanzas y anhelamos las comunidades empáticas?
Parece que Cristo también advirtió que algo nebuloso existe en la calle de todos los días. Medina advierte que, en Colosenses 3:13, aparece lo siguiente: “soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.”; es decir, uno tiene que vivir soportándose y perdonándose. ¡Ay, qué triste modo de vivir!
A mí siempre me gustó ser parte de la comunidad que formábamos los cinéfilos de la Muestra Internacional de Cine, en la cineteca, de la Ciudad de México. Era una comunidad homogénea. Una comunidad que no ofendía.
La calle, por el contrario, es una comunidad dispersa, heterogénea. La calle y las oficinas son como ollas de tamales, que contienen de dulce, de manteca y de chile, y de chiles con picante suave hasta los que pican como habaneros.
Quien acude a una sala de concierto para escuchar a un cantante de música culta sabe que pasa a formar parte de una comunidad especial, porque acude a escuchar a Plácido Domingo; lo mismo sucede con quien acude a un masivo, en un foro abierto, donde acude a escuchar a Arjona, en ese momento pasa a formar parte de una exclusiva comunidad arrabalera. A quien le gusta el cantante chapín sabe que los otros miles de fans que están en el estadio adoran al mismo dios. No se antoja que un fan de Plácido Domingo acuda al foro donde se presenta el cantante guatemalteco, ni viceversa. Es maravilloso saber que hay comunidades donde el agua no se mezcla con el aceite; es maravilloso saber que los de Arjona están en un espacio y los de Domingo en otro. Así debería ser todo en la vida. Como decía el simpático Chico Che: “Los nenes con los nenes y las nenas con las nenas”; es decir, los Arjona con los Arjona y los Domingo con los Domingo.
En los estadios de fútbol sucede lo mismo. La multitud se reconoce. Si acá se genera la violencia es porque el deporte exige la competencia. En un encuentro entre América y Jaguares, los amarillos se reconocerán como integrantes de una comunidad, mientras los otros (¿verdes? ¿anaranjados?) se sabrán integrantes de esa hermandad, que es contraria a la amarilla. Se pelean porque son dos comunidades en el mismo espacio. Un poco como meter en un mismo jarro a los Arjona y a los Domingo. Los Domingo no soportarán las rimas de vómito del chapín, y los Arjona no soportarán los berridos asfixiantes de Domingo. Por eso, en el estadio se pelean, porque los amarillos no soportan que los verdes anaranjados los insulten en su propia cara a la hora que su equipo pierde. Así es la exigencia del deporte. Claro que, en deportes, también hay clases. Los fanáticos del tenis tienen comportamientos diferentes de los fans del soccer, porque aquél es deporte de príncipes y, perdón, el fútbol tuvo sus orígenes en los llanos. Los aficionados al tenis también son contrarios, unos le van a Nadal y otros le van a Federer, pero ningún Nadalista ofende a un Federerista, porque, ya lo dije, el tenis es deporte de príncipes y los príncipes son, perdón, finos y educados.
Cuando, en los años setenta, iba a la cineteca a ver, por ejemplo, “Dersu Uzala”, de Akira Kurosawa, sabía que ahí había cinéfilos con gustos refinados, un poco como si fueran parte de la nobleza de la fanaticada. Me sentaba en una silla y me sentía bien, casi orgulloso, colocaba mis brazos sobre los brazos de la butaca y miraba hacia todos lados de la sala: había jóvenes que leían libros, o viejos que leían periódicos; si yo aguzaba el oído escuchaba los diálogos de universitarios que comentaban la más reciente conferencia de Oparín o la esperada novela de Carlos Fuentes. Todo era como un mar tranquilo que apenas ondeaba. Ahí no había gente aficionada a ver películas de La India María. Los aficionados a las películas de Mario Almada estaban en otras salas, en otras colonias. Me encantaba saberme integrante de esa comunidad exquisita: la de los cinéfilos que caían bajo el influjo del cine de arte del mundo, el cine inteligente. Nunca presencié una disputa entre los cinéfilos asistentes. Al término de la función veía que todos salían con rostros iluminados.
Entendí, entonces, que la sociedad podía, perfecta e idealmente, dividirse en compartimentos, como si fuera un mueble de una ferretería con muchas gavetas y en cada gaveta hubiera la selección de objetos sin mezclarse. En una gaveta sólo habría tornillos; en otra, tuercas; en una más, pijas; y así, sin posibilidad de confusión. Pero la realidad es absurda en inclemente y todo lo vuelve un revoltijo. En la calle o en las oficinas de trabajo (sobre todo en las oficinas gubernamentales) los clavos están mezclados con las rondanas y con los cautines y con las brocas y con las púas.
La cineteca era como un palacio donde los príncipes estaban reunidos con sus pares. Era una comunidad prodigiosa.
En las oficinas (si se toma como ejemplo el gusto cinematográfico) hay personas que disfrutan el cine de Fellini o de Woody Allen, pero hay personas que son fanáticas a ver películas con narco historias o pornográficas de sexo duro; de igual manera hay inocentes que son felices viendo las caricaturas de Pixar o los musicales de los años sesenta. ¿Cómo un admirador del cine de Orson Welles puede congeniar con un fanático del cine estilo “La risa en vacaciones”?
Es difícil imaginar a un melómano que le gusta la ópera, en un ambiente donde, todo el día, hay música de banda; es tarea ardua imaginar a un cinéfilo, acostumbrado al cine de arte, viendo, todo el día, películas donde actúe Ninel Conde. Sería casi casi como si un ángel fuera condenado a vivir en el infierno o un demonio condenado a estar en un monasterio. Y sin embargo, en la vida real es lo que sucede. Los selectos tienen que soportar la convivencia con los patanes y estos deben soportar a espíritus exquisitos. Y es horrible, porque los muy “machos” no soportan a los “delicados” y éstos padecen la presencia molestosa de aquéllos.
Tienen razón los que dicen que el infierno está en la tierra. Está en la mescolanza que se da en la convivencia forzosa de los espíritus refinados con los entes maliciosos y perversos.
Alguien podrá decir que esto es pensamiento clasista. Sí, hay clases. Hay gente que espera con ansia el advenimiento de la Muestra Internacional de Cine y gente que se muerde las uñas por la urgencia de asistir al estreno de la película más reciente de Eugenio Derbez. Los espíritus de ambas comunidades son irreconciliables.
¡Ah!, me gustaba saberme integrante de la comunidad de los cinéfilos que asistían a ver cine de arte. Me gustaba pensar que las revolturas sólo se daban cuando César le ponía frijol a los corn flakes con leche que desayunaba.
Sí, parece que los unos tienen que soportar a los otros. Parece que no es una bonita manera de vivir, pero así es la vida, así que debemos andar perdonándonos los otros a los unos.