miércoles, 8 de febrero de 2017

LAS MESAS LARGAS





Hay publicaciones con una advertencia: “Esta publicación puede ofender a lectores sensibles”. Hay muchas Arenillas que bien podrían contener tal advertencia. Mi amigo Juan insiste en que soy un cae mal y que a todo le pongo peros; dice que ese no es el problema, el problema está en que lo escribo y lo lanzo a los cuatro vientos. Le dije que procurara no juntarse conmigo y, por supuesto, que ignorara mis publicaciones, pero seguido llega a verme y sigue leyendo los textillos que publico. “No quería venir, pero acá estoy -me dijo el otro día que llegó a la oficina-. Soy como esas mujeres bobas que dicen: ‘Pégame, pero no me dejes’”. ¿Qué puedo decir ante eso? Si le gusta sufrir ¡pues que me siga visitando y que siga leyendo las Arenillas!
Miento, sí puedo decir algo: Juan tiene razón. De niño era escaso y tímido, pero procuraba ser agradable. Conforme he ido envejeciendo me he vuelto más escaso, más tímido y menos complaciente.
Hubo un tiempo en que me gustaron las mesas largas, esas mesas que, en Comitán, colocan en los patios, los días de fiesta. Me gustaban las mesas que se forman en un dos por tres. Dos personas son suficientes para colocar los soportes a mitad del patio, que son unas tijeras que se llaman burros, tal vez porque su misión es cargar, y sobre los cuales van las tablas que forman la mesa. Son mesas frágiles. A nadie se le ocurriría treparse en esas mesas para bailar un zapateado, como sí lo hacen algunas amigas ya bolas en mesas formales de comedor.
Me gustaban las mesas largas. Ahora no las soporto.
Me gustaban las mesas largas que, una vez colocadas en el patio, servían para festejar la primera comunión de los amigos. Las mamás se acomedían en colocar manteles blanquísimos y luego colocar sobre las mesas platones llenos de tamales de hoja o de bola, chile en vinagre, pastelitos de manjar, gelatinas, pastel y tazas con chocolate, bien caliente y espumoso. Los niños nos sentábamos muy seriecitos, todos vestíamos camisas blancas y pantalones de vestir. Al final del desayuno, las camisas estaban manchadas de mole o de chocolate. También el mantel estaba manchado. Había perdido su blancura. Pienso que el cambio de las manchas cambió mi percepción, porque esas mesas de primera comunión ya están muy lejanas.
Los horarios cambiaron. Las mesas largas que luego frecuenté ya no fueron matutinas sino vespertinas. Ya no celebrábamos una primera comunión sino el cumpleaños del amigo que llegaba a los treinta años de edad.
El ritual continuó, pero con notables diferencias: colocaban las mesas hechizas a mitad del patio, pero llenas de platones con chicharrón, frijoles refritos, carnitas, cervezas bien frías y vasos desechables, llenos de güisqui, con hielo. Los comensales no vestían camisas blancas. Nadie se sentaba seriecito. La tónica era estar muy alegre, tal vez demasiado, mejor si se llegaba al exceso. Por esto, la dueña de la fiesta, apenas comenzaba la celebración, repartía puritos (de tequila). Una vez, creo que ya lo dije en alguna Arenilla, como no acepté la bebida, la dueña de la fiesta hizo el intento de echarme el contenido del vaso en la cabeza, quiso bañarme con tequila.
Sé que el amargado soy yo, yo, como dice Juan, soy el cae mal. Los que están en la fiesta están contentos. Yo soy el escaso, el raro. Veo las mesas largas con los manteles manchados y esas manchas me provocan asco.
Nunca las manchas de las mesas largas que miré cuando niño me provocaron algún inconveniente. Los manteles se manchaban con mole del tamal y con el líquido del chocolate derramado.
Los manteles manchados de ahora están sucios con mole y con el ron o el güisqui derramado.
Es la mezcla infame de olores la que hace que odie a las mesas largas de ahora, porque, a veces, perdón (lo anticipé en el primer párrafo), hay manchas de vómito de borrachos excesivamente pasados de copas.
Ya no me gustan las mesas largas. Procuro no verlas, porque interfieren en mi recuerdo alegre de cuando las mesas de manteles blancos eran presagio de una mañana iluminada, luminosa.
No me gustan las mesas largas. Y no me cuesta mucho decirlo, aunque Juan se moleste. El cuadro de la última cena de Leonardo me produce escozor. Se ha reproducido tantas veces y está en tantas casas del país que se me hace como uno de esos pendones que usan los políticos para promocionarse. La mesa larga de la Última Cena ya me produce hartazgo.
¡Miento! Aún me gustan las mesas largas. El otro día pasé por un taller de dibujo y pintura. Miré, a través de la ventana, a un grupo de muchachitos, manchando los papeles que tenían enfrente. Vi que el mantel (que en algún momento fue blanquísimo) estaba lleno de manchas, de manchas de mil colores. Quedé fascinado.
Advierto que Juan leerá esta Arenilla y dirá que soy un cae mal, pero ahí seguirá leyendo mis textillos. ¡Ah, qué espíritu tan masoquista!