lunes, 13 de febrero de 2017

UN APARECIDO




Nos gustaba que Espety llegara a cenar. Espety era un fantasma. Siempre había un asiento vacío, especial para él. Ese asiento había correspondido a Romeo, quien, hasta que sucedió la desgracia, venía a casa desde los Estados Unidos, para pasar con nosotros el año nuevo.
Nunca sabíamos con exactitud cuándo Espety se aparecería. Y acá el término de aparecer es el más adecuado, porque Espety, sin aviso, se aparecía de pronto. Sentíamos, antes de advertir su presencia, algo como una corriente de aire helado que removía las servilletas de papel sobre la mesa. Sabíamos entonces que Espety había llegado.
El abuelo fue el primero que notó la presencia del fantasma. En la noche del treinta y uno de diciembre de dos mil trece, cuando la abuela y mamá estaban en la cocina preparando la ensalada, la sopa fría de fideos y el pavo horneado; y papá y yo estábamos en la recámara colocándonos la corbata frente al espejo, el abuelo nos llamó con apuro, con gritos. Romy se bajó del sofá donde dormitaba y ladró con fuerza. La abuela y mamá asomaron su cabeza por el quicio de la puerta y preguntaron qué pasaba, mientras veían hacia todos lados buscando algún ratón trepado en la repisa. Papá y yo bajamos los peldaños de dos en dos y al entrar al comedor, el abuelo nos dijo que había un fantasma sentado en el lugar favorito de Romeo y que tenía hambre. La abuela, creyendo que era una broma pesada del abuelo, le dijo que era un tonto y, luego, en intento de continuar con la broma dijo que lamentaba mucho que él (el abuelo) se fuera a quedar con hambre, ya que la abuela le daría la mitad de su cena al fantasma. “Espety”, dijo el abuelo, dijo que se llamaba Espety y tomó una servilleta y se la dio a papá que ya había terminado de anudarse la corbata y se servía un poco de vino tinto. Papá tomó la servilleta y leyó: “Soy el fantasma Espety. Tengo hambre.”. La abuela se sentó de golpe y quedó impávida, como si, de verdad, hubiese visto un fantasma. Papá me mostró la servilleta y, en voz baja, acercándose a mí, me dijo: “Es la letra del abuelo”.
Esa noche papá siguió la broma. Con el cuchillo rebanó un trozo de pechuga y lo sirvió en el plato que estaba delante de la silla de Romeo, el ausente, y, abriendo las manos, le dijo a Espety que se sirviera con toda confianza.
Mamá también se burló de la idea del fantasma. Dijo que la broma se caía como un castillo de naipes ante la más leve corriente de aire, porque los fantasmas no comen (lo dijo riendo con desparpajo, propiciado por las dos copas de vino que había bebido). Papá asintió. Yo nada dije. Nada dije, porque vi que el trozo de pechuga que papá había servido ya no estaba en el plato. Pero, pensé que el abuelo había continuado con la broma y sin que nos diéramos cuenta había bajado el brazo y lo había tirado debajo de la mesa para que Romy lo comiera. Levanté el mantel y busqué por debajo de la mesa, pero nada había. Busqué a Romy y vi que estaba echado en el sofá, con la cabeza recargada en el descansabrazo, con los ojos cerrados. Tranquilo.
Cuando dieron las once con cincuenta minutos y papá repartió las uvas yo estuve pendiente del plato de Espety. Igual que en los otros platos, papá había puesto doce uvas en el del fantasma. Cuando todos tuvimos las uvas en la mano para engullirlas en el instante en que las campanadas se comenzaran a escuchar, volví la mirada hacia el plato del fantasma y lo vi vacío. No pude decir algo, sólo señalé el plato y todos, todos, abrimos los ojos como si en nuestra vista una ciudad se hundiera en el mar. “¡Dios mío!”, dijo la abuela, se santiguó, abrió las manos, las uvas, ¡sus uvas!, cayeron sobre la mesa y luego sobre el piso. Romy bajó del sofá y llegó a ladrar desaforadamente frente al asiento vacío. El abuelo, después del sobresalto, pronunció: “Se los dije. Espety tenía hambre.”, se puso de pie, abrazó a la abuela, y, atacado de la risa, mostró su mano: ahí estaban las doce uvas. La abuela quiso zafarse del abrazo, pero el abuelo comenzó a hacerle cosquillas. La abuela no resistió, también se puso a reír, y le dijo al abuelo: “Bobo, me vas a matar de un susto”. Pero yo supe que esas uvas eran las de él.
Esa noche, después que brindamos con las copas en alto y abrazamos a los demás deseando un feliz año, vimos a la abuela sentarse en su mecedora, tomar la novela que leía y, meciéndose, como si fuera un temblor apenas imperceptible, llamar a mamá y decirle: “Este año nadie extrañó a Romeo”. Mamá la abrazó y fue como si accionara un mecanismo que las hizo llorar muy quedo.
¡Era cierto! Nadie había extrañado a Romeo. Fue como si la presencia de Espety suplantara la ausencia. Papá se acercó al abuelo, quien en ese momento apagaba la televisión y prendía la radio, y le preguntó cómo había hallado la servilleta con el mensaje. El abuelo se sentó en el sofá, llevó sus manos detrás de su nuca, exhaló y dijo: “¡No hay como la marimba!”, cerró los ojos y escuchó la canción en marimba que sonaba en la radio. Papá me vio, levantó los hombros y me dijo: “Tiene razón el abuelo”, se recompuso y fue a jalar a mamá para bailar a mitad de la sala. La abuela comenzó a palmear. Sonreía. ¡Nadie había extrañado a Romeo!
Nos gustaba que Espety llegara a cenar. Estábamos ya en la sobremesa cuando sentíamos una ligera corriente de aire que levantaba tantito las servilletas de la mesa. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Todo mundo sabía que Espety había llegado. Mamá se paraba, servía chocolate caliente en una taza y, sobre un plato, ponía dos pastelitos de manjar de piña, hechos por la abuela. La plática continuaba. A veces nos parábamos de la mesa y los pastelitos y el chocolate quedaban intocados. Abuela decía que Espety estaba destragado, sonreíamos. Pero, invariablemente, a la mañana siguiente, descubríamos que nuestro fantasma nada había dejado. No quedaba ni una sola miga de los pastelillos. Abuela decía que a Espety le encantaba lo que preparaba. Sonreía. Levantaba el plato y la taza vacíos, los lavaba y los guardaba en una servilleta. Eran los trastes de Romeo que, ahora, por decisión de la abuela, Espety había heredado.
Las últimas noches de dos mil catorce y dos mil quince Espety estuvo con nosotros. El abuelo le sirvió sus doce uvas y se sentó frente a la silla vacía y platicó en voz alta, contó cómo era el patio de la escuela federal, donde había estudiado de niño. La abuela, después de los abrazos, se acercó a la silla vacía y, como si fuese un caballero, extendió la mano y lo invitó a bailar. Todos nos sentamos y vimos cómo la abuela bailaba, como en sus mejores tiempos. Tenía los brazos levantados y abiertos, como si, realmente, abrazara a alguien.
A la hora que subimos a las recámaras oí que papá decía que los abuelos eran geniales. Mamá, mientras apagaba la veladora eléctrica frente a la fotografía de Romeo, dijo que sí, que eran geniales y luego, como si una brizna de luz llegara a su mente, preguntó: “¿Pensás que Espety es el espíritu de Romeo?”. Papá, de inmediato, dijo que no, que Espety no era un espíritu, era ¡un fantasma! Y, como no tenía idea exacta de lo que decía, precisó: “Los espíritus no son fantasmas”. Mamá me vio, pero yo dije buenas noches y entré a mi cuarto. Cerré la puerta y pensé lo mismo que papá: Espety no era el espíritu de Romeo, pero sí era un fantasma afectuoso que había suplantado el recuerdo ingrato del ausente, porque, en la cena de fin de año de dos mil doce todo mundo había estado triste y todo mundo vio cómo la silla de Romeo permanecía desocupada.
Una tarde le pregunté a papá por qué abuela había aceptado que Espety se sentara en la silla que correspondía a Romeo. Papá, sin pensarlo mucho, dijo que como la silla seguía sin ocuparse no había visto mayor problema o, se rascó la cabeza, tal vez pensó lo mismo que tu mamá, que Espety era el espíritu de Romeo que había llegado a acompañarnos. Por eso, hasta lo sacaba a bailar.
El treinta y uno de diciembre de dos mil dieciséis ¡Espety ya no llegó! ¿Espety se había enterado de la llegada de Irma y de Jimmy? Sin duda, los fantasmas saben todo.
El treinta de diciembre tuvimos una grata experiencia en casa: Irma y Jimmy llegaron de los Estados Unidos. Llegaron para quedarse. Dijeron que la situación estaba muy complicada en aquel país y habían vuelto para quedarse a vivir con nosotros. Abuela preparó el cuarto que había sido el cuarto de Romeo, antes de que se fuera a Estados Unidos, y ayudó a Irma a desempacar, mientras el abuelo llevó a Jimmy a comprar panes compuestos para la cena. Mamá preparó la mesa y papá arregló la cama de Romeo. Serviría para que durmieran Irma y Jimmy. La cama estaba un poco tembleque. Papá la reforzó con dos pedazos de madera de cedro. Hizo que yo me acostara con él, para probar la resistencia; hizo que saltáramos como si estuviéramos en un brincolín. Cuando papá comprobó que había hecho un buen trabajo, colocó sus manos detrás de la nuca y miró el techo del cuarto. Yo hice lo mismo. Quedamos en silencio un rato. Entonces hizo la apuesta: “¿Cuánto a que Espety no viene a cenar mañana?”. Yo me senté en la cama, vi a papá y dije: “¿Cuánto a que no?”. Nos paramos y salimos.
La noche del treinta y uno, papá puso discos de marimba, sacó a bailar a Irma. Jimmy bailó con la abuela y con mamá. El lugar de Romeo fue ocupado por Jimmy. Lo había hecho desde la noche anterior, a la hora que comimos los panes compuestos. Papá colocó otra silla, al lado de la abuela, para que Irma se sentara. Comimos las uvas, nos abrazamos y tomamos una copa de champaña. A la una, más o menos, nos dimos las buenas noches. Al subir a mi recámara oí que mamá, abrazada a papá, decía: “Extrañé a Espety”. Papá nada dijo. Sabía que habíamos ganado la apuesta: Espety no había llegado a cenar y casi casi estaba seguro que no volvería a presentarse en los años subsecuentes.
Yo puse mi mano sobre el pomo de la puerta y miré hacia donde estaba la foto de Romeo. Ya nadie lo había extrañado. Pensé que el abuelo era, en realidad, un genio. Su invención del fantasma Espety había logrado el prodigio de que las cenas del último día del año fueran menos dramáticas, que fueran casi apacibles, agradables. Y ahora, con la presencia de Irma y de Jimmy todo había sido más luminoso.
Abrí la puerta del cuarto y sentí una corriente de aire helado. ¿Era Espety? ¿Siempre sí había llegado? Bajé corriendo y puse dos pastelillos en un plato. El plato lo coloqué en el marco de la ventana, como si dejara leche a un gatito.
A la mañana siguiente, me levanté a las seis y, en pijama, descalzo, bajé a ver el plato. Hallé a Jimmy, quien volvió la mirada al escuchar mis pasos. Tenía la boca llena, estaba comiendo los pastelitos. Se puso colorado, como si lo hubiese atrapado haciendo una travesura. Dijo que la abuela se los había regalado y luego, con una mirada azul, dijo: “Ella sabe que a mí me gustan mucho sus pastelitos de piña”. Yo quedé impávido. Jimmy nació en Estados Unidos y jamás había venido a casa. Caminé a la mesa, tomé una servilleta y, acercándome, se la acerqué a Jimmy. Le pregunté: “¿Vos conocés a Espety?” y Jimmy, como si siguiera un juego, dijo: “Es un nombre bien bonito”. Y luego me preguntó: “¿Así se llama el perrito?”. No, le dije, el perrito se llama Romy y le expliqué que lo bautizamos así en recuerdo de Romeo. “Ah -dijo él-, mi papacito”. Sí, dije yo. Y él agregó, con la boca llena: “Yo también quiero un perrito, le pondré por nombre Espety, en honor del fantasmita”. ¿Alguien le había dicho que Espety era un fantasma?