sábado, 4 de marzo de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA MEMORIA ES UN CORDEL QUE SE MOJA




Querida Mariana: Mi mamá dice que nunca tuvimos un perro negro en la casa de infancia. Yo sostengo que jugaba con el perro y que, a veces, me trepaba sobre él como si fuera un caballo. Yo digo que, con los pies en el suelo, pero con las nalgas sobre ese cuerpo peludo, imaginaba que era el Llanero Solitario. El perro debió ser entonces cruza de un gran danés con komondor, porque tenía un abrigo impresionante, como si fuera chamula y vistiera esos vestidos peludos, peludos. ¡No!, asegura mi mamá, nunca tuvimos un perro en casa y menos un perro así de esas características. ¿Entonces, con quién jugaba? ¿Por qué el recuerdo lo tengo bien aprehendido?
De igual manera, recuerdo que en la escuela primaria Fray Matías de Córdova, en el viejo edificio, ese que estaba por el templo de Jesusito, que nos recibía con un zaguán siempre húmedo y en penumbra, pero que tenía un patio trasero iluminadísimo, había un salón que daba a la calle y que tenía algo como un mezzanine, con piso de madera que funcionaba como otro salón. El recuerdo que tengo es que las alumnas entraban por la puerta de calle, tanto las que estudiaban en la planta baja como las que estudiaban en la planta de arriba. Para que la gente de afuera no interrumpiera la clase y husmeara, la maestra colocaba un biombo con tela floreada. Pero lo que las maestras no podían interrumpir eran los ruidos de afuera, los claxonazos, los pasos apresurados de las mamás que iban al mercado, los bocinazos de los bicicleteros, los gritos de las canasteras anunciando la venta de manía o de chayotío, el silbato del afilador. ¿Cómo podés creer?, me dijo Fernando el otro día y me aseguró que ese salón es producto de mi imaginación y comenzó a describir en qué salones habíamos estudiado nosotros: el primer y segundo grados (que los estudiamos con el mismo maestro Óscar) estaba en uno de los corredores del patio principal; el tercer grado, que lo estudiamos con el maestro Beto, tenía dos puertas, la principal daba al patio delantero y la otra puerta daba al patio trasero, donde estaba la cancha y los sanitarios; y el cuarto grado, que impartía el maestro Javier, igual que el tercero tenía puertas que daban hacia los dos patios, pero estaba en el extremo opuesto del salón de tercero. En ese edificio, Fer y yo estudiamos hasta el cuarto, porque luego nos pasamos al edificio nuevo que está por El Turulete. No había salón que diera a la calle y ¡menos que tuviera dos pisos!, me aseguró Fernando. ¿Por qué entonces tengo el recuerdo que una vez entré a esos salones, sólo para argüendear, porque esos salones eran salones para niñas? Recuerdo que fue una sensación indefinible, porque en el salón de abajo se escuchaban los pasos de la maestra que caminaba por el entrepiso de madera, se escuchaban los movimientos leves de los pupitres y de las hojas que eran arrancadas de los cuadernos, se escuchaban las explicaciones de geografía de la maestra, mismas que se mezclaban con la clase de historia que daba la maestra de abajo, lo que provocaba una mezcolanza maravillosa e inédita: “En México hay clima tropical, clima seco, clima… Benito Juárez… se localiza en el hemisferio norte… huérfano desde muy pequeño… cruzado por la Sierra Madre… nacionalizó los bienes… de la latitud y de la longitud…”.
¿Y el gallo que se me trepaba al hombro e insistía en picarme la oreja, cada vez que entraba al sitio de la casa? ¿Existió? Sí, ese sí existió, dice mi mamá, y yo respiro satisfecho, como si esa afirmación confirmara que no soy un fantasma y que he vivido. No sé por qué ese gallo giro, con cresta rojísima, me atacaba, digo, y mi mamá ríe y dice: “¿Giro? No, hijo, ese gallo era un gallo blanco que tenía el pico un poco achatado, porque, además de perseguirte, su misión parecía ser picotear el tubo de cobre al lado del lavadero”. ¿Blanco? No, no, el gallo que me perseguía y me hacía correr era un gallo giro, casi casi de gallo de pelea, como esos gallos que Luis Aguilar echaba a pelear en los palenques de las películas mexicanas.
A veces, como si fuera López Obrador, digo que todo es un complot. Porque ¿qué garantiza que mi mamá o Fernando tengan la verdad verdadera en sus manos? La memoria es endeble y si mi memoria salta por bardas muy altas, lo mismo sucede con las memorias de los demás mortales. Fernando me dijo el otro día que recordaba con emoción el momento en que yo dije el mensaje de bienvenida al presidente de la república, Gustavo Díaz Ordaz, cuando llegó a la Fray Matías de Córdova a inaugurar el nuevo edificio. ¡No! ¡No! Yo no fui comisionado para dar el discurso. Ese día, el maestro Víctor Manuel Aranda, nuestro director, me dio una encomienda diferente, que ya te he contado en otra carta. Me tocó apostarme en el hotel Los Lagos y correr cuando la comitiva apareciera en la carretera internacional para avisarle al maestro que el presidente estaba a punto de llegar. Así lo hice. Ya te conté cómo cuando corría por la que hoy es la tercera norte poniente y, feliz, emocionado, gritaba que ya venía la comitiva del presidente, los alumnos de la prepa y de la secundaria que hacían valla y comían paletas heladas, me mentaban la madre a chiflidos y me gritaban ¡cuch!, porque yo era un niño rollizo. Yo recuerdo que quien le entregó un ramo de rosas, en nombre de nuestra comunidad estudiantil, fue Gabriela Bonifaz Trujillo y esto lo vi desde el barandal de la planta alta, donde fui a pararme, acezando, sudado, después de cumplir con la misión más importante que jamás había tenido. Si ahora un director de escuela me diera a elegir entre dar el mensaje de bienvenida o avisar el avance de la comitiva elegiría la segunda misión y, como en aquella ocasión, ¡no fallaría!, porque la patria también se construye con las misiones más modestas.
Recuerdo con fidelidad olfativa un bulto de chile de Simojovel que había en una de las bodegas de la casa. Yo abría las puertas de ese cuarto, que permanecía cerrado durante días y días, y recibía la bofetada, agradable y tenue, del aroma de ese chile seco. Era un costal lleno de chiles. Imagino que algún amigo de mi papá se lo había regalado y mi papá había ordenado que lo metieran en esa bodega. Cuando Sara necesitaba chilitos para ponerle a los frijoles refritos o a los tamales de bola, abría la bodega, metía la mano en el costal y sacaba un puño de esos chiles.
¡Mentira! Mi mamá dice que ese costal no existió, que todo lo imagino. Es una pena que mi papá ya esté muerto, porque él daría fe que sí existió ese costal de chiles de Simojovel. Ahora que escribo esta carta, niña bonita, siento el aroma inundar todo mi cuerpo y mi mente. El aroma de ese chile no tiene comparación en el mundo.
Pero no sólo mi mamá y Fernando tienen versiones diferentes de mi vida, Juan dice que fue mi compañero de escuela y yo ¡no lo recuerdo! Cuando me topo con él en el parque o en los corredores de la casa de la cultura, él me abraza con mucho entusiasmo y me cuenta aventuras que se supone pasamos juntos. “¿Te acordás cuando subimos al cerro de La Ametralladora y me caí en un agujero y vos tuviste que ayudarme a bajar?”. Yo, al principio, negaba los hechos, pero luego me di cuenta que era preferible seguirle la corriente, porque ante cada negativa él insistía y aportaba más datos que oscurecían mi mente. Ahora le sigo la corriente, pero, además, trato de hurgar en cada palabra cómo es que él sí me tiene en sus recuerdos de una manera tan vívida que, un día, creí que, en efecto, soy un fantasma que imagina vivir una vida diferente a la que vive. ¿Por qué Juan me asegura que, además de su compañero en toda la primaria, fui uno de sus mejores amigos? “No, dice mi mamá, no recuerdo a tus amiguitos de la primaria, siempre traías a muchos a la casa, a la hora de la comida.” Sin embargo, yo recuerdo que jamás llevé amiguitos a la casa. No me gustaba llevar a nadie a la casa. Hasta la fecha hago lo mismo. A veces oigo que tocan la puerta de calle. Cuando esto sucede, le subo el volumen al radio, así los toques de fuera se diluyen.
Tal vez por esto, cuando me reúno con amigos de infancia casi no hablo. Dejo que ellos cuenten anécdotas, donde medio mundo ríe por las travesuras realizadas en común. Escucho esas historias como si leyera un libro que jamás he leído.
La fotografía que te anexo la tomé hace cuatro o cinco días. Bajaba con rumbo a la Pila cuando vi al hombre sentado en una mesa de puesto callejero, esperaba que le sirvieran la orden de tacos que había pedido. ¿Sabés quién es este hombre? No sé su nombre, sólo sé que en los años setenta, más o menos, era vendedor de paletas. Yo lo veía por las calles del pueblo empujando el carrito, gritando: “¡Paletas, paletas! ¡Paletas de fresa, de vainilla, de chocolate, de rábano!”. ¿De rábano? Sí, así lo gritaba. Por supuesto que no faltaban las personas que se acercaban, curiosas, y pedían una paleta de rábano, y él, con una sonrisa, repetía: “Paletas de fresa, de vainilla, de chocolate, de raba ¡no!”.

Posdata: Decime que me creés, decime que esta historia no la estoy inventando. Ahora lamento no haberme acercado a este hombre y haberle preguntado si era cierto que ofrecía paletas de rábano.