sábado, 25 de marzo de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UNA CALLE




Querida Mariana: Armando tiene sesenta años, la misma edad que yo. Él nació en Comitán, igual que vos y yo. Pero él, a diferencia de lo que ha sucedido contigo y conmigo, ha vivido toda su vida en la misma casa; es decir, en la misma calle. Yo, cuando menos en Comitán, he vivido en tres calles diferentes. Mi casa de infancia es la casa que está frente al Súper del Centro; mi casa de adolescencia fue donde ahora está el Hotel Los Lagos Colonial; y la casa donde ahora vivo está cerca de las tres cruces, en el barrio de Guadalupe. He cambiado de calle durante tres veces. Esto, así se entiende, modifica la vida y el destino.
Pareciera una bobera, pero el lugar donde vivimos nos otorga uno u otro carácter. Hay muchas historias de niños que salían a reunirse con los niños de la calle, para jugar fútbol o un improvisado juego de béisbol. Los niños que vivían en la misma calle formaban una palomilla. Esa cercanía posibilitaba el encuentro. Hay también (una vez vi una película con este tema) historias donde una chica y un chico viven en el mismo edificio, en departamentos diferentes, y un día se encuentran y se enamoran.
Lo que se ve en una calle hace que el carácter se modifique. Yo, de niño, ya lo dije, viví a media cuadra del parque central. Lo que veía en la calle era algo muy diferente a lo que veía Rodrigo (mi compañero en la primaria Matías de Córdova), quien vivía en una esquina donde comenzaba la calle de las prostitutas, en el barrio de La Pila (lugar conocido como La tía Maty, porque ella era como la madrota del lugar). Rodrigo no usaba zapatos, llegaba descalzo a recibir sus clases, y su vocabulario era un poco florido. ¡No podía ser de otra manera! Todas las tardes, desde su ventana, oía las conversaciones de aquellas mujeres, así como las pláticas que éstas tenían con sus posibles clientes, quienes, la mayoría, eran albañiles, carpinteros, zapateros y curtidores de pieles. Para la gente que tenía algo más de paga existía el burdel de Tía Lola, que tenía prostitutas que venían de otras partes del estado. Ya te conté que cuando llegaban mujeres de otras ciudades, la tía Lola salía a caminar por las calles de todo Comitán, se acercaba a grupos de hombres que platicaban y, en voz baja, pero seductora, decía: “Hay carne nueva”, con lo que les metía el alfiler del deseo a los calenturientos. Era carne nueva para los comitecos, porque si la muchacha era de Tapachula, por ejemplo, allá era carne ya bien mascada, casi casi talguate para gato.
En la calle que yo vivía, la gente se dedicaba a oficios llamados decentes. A media cuadra del parque central, has de comprender que vivía otro tipo de gente. Frente a mi casa vivía un médico que laboraba en el Seguro Social que, en ese tiempo, también estaba muy cerca del parque, a escasas dos cuadras, con rumbo a la Cruz Grande. A mí me gustaba sentarme en el balcón que estaba como a metro y medio de altura del nivel de la calle. Desde ahí veía la gente que caminaba: mujeres envueltas con sus chales, que iban a misa; burreros que jalaban burritos con las gaseosas de don Jorge Soto, porque su fábrica estaba a media cuadra de mi casa. Asimismo veía a mujeres que, con canastos en su cabeza, pasaban ofreciendo chayotíos o manía. Esas mujeres llegaban al centro de muy lejos, de por Los Riegos. Eran mujeres honestas que ofrecían el producto de su trabajo en los campos que, en ese tiempo, eran regados por el agua limpia que provenía de Jishil (Ji-shil). Desde mi balcón, con mis manos sostenidas en los barrotes, veía a señores trajeados que saludaban a otros señores de abolengo y, en ocasiones, cruzaban la calle para platicar acerca del suceso novedoso del día, que bien podía ser la presentación de la película Ben-Hur, en el cine, o la inauguración de la pavimentación de una calle donde había estado presente el presidente municipal.
Las calles de la periferia de las ciudades, por lo regular, son calles llenas de polvo, con perros tristes, con casas de madera, con basureros que rebosan basura, con olores a orines y caca; por el contrario, las calles de zonas residenciales o de zonas comerciales presentan un rostro diferente, mucho más limpio, más oloroso a Chanel 5 o a Hugo Boss.
Armando es orgullosamente bataneco; es decir, habitante del barrio de San Sebastián, que, como vos sabés, es un lugar cuya característica es la tranquilidad. Aunque (¡ah, tiempos ingratos!), ahora ya no es como hace cincuenta años. Ahora, dos calles abajo del Niñito Fundador, hay un lugar donde se reúne un grupo de borrachitos que, desde temprano, beben su “Charrito”. Siempre están con los brazos cruzados, como si tuvieran frío; siempre con la mirada de vidrio, con los rostros deshechos. Quienes viven por ahí cerca han tenido que habituarse a esa presencia desagradable. Los niños que por ahí crecen, están creciendo con esas imágenes. Esa zona es un espacio áspero. En ocasiones, esos hombres, ya borrachos, se atreven a subir y llegan al parque de San Sebastián y ahí interrumpen a las personas que, tranquilamente, disfrutan de la armonía del parque. Por fortuna, Armando vive en el otro lado, cerca del Centro de Salud. En esa zona todo es más agradable, huele a tenocté. Armando tiene en su piel el recuerdo del viejo árbol de chulul, donde los muchachos y viejos se sentaban en sus ramas más altas para ver las corridas de toros que organizaban, en el festejo del santo, en una plaza que ahí existía.
No puedo imaginar qué sucedía con las señoras que, para subir al centro de Comitán, debían pasar por la calle donde estaban las prostitutas. Las más recatadas, sin duda, buscaban otras calles y eludían la de Tía Maty; las más indiferentes hacían gala de su estoicidad y caminaban como si lo hicieran en la calle del frente del templo de San Caralampio y no en la mera arteria de las suripantas. Las calles que rodean al parque de La Pila son diferentes a las que rodean el parque de San Sebastián. En las de San Sebastián, que yo recuerde, jamás ha existido una cantina; en cambio, en las de La Pila, siempre hubo cantinas. Todavía en estos tiempos hay un bar que confirma la vocación de ese barrio que los comitecos siempre han identificado como un barrio bravo. Quien se sentaba en una banca del parque de San Sebastián escuchaba las melodías de un músico que tocaba el piano en alguna sala, con piso de madera y balcones disimulados con cortinas de encaje italiano. La gran compensación del parque de La Pila siempre han sido los chorros que, ahora un poco disminuidos, siempre nos recuerdan los orígenes de nuestro pueblo.
Si me preguntaras cuál ha sido la calle más bonita, de las tres en que he vivido, sin dudar respondería que la calle que da al parque central. Fue un privilegio vivir a media cuadra del corazón de la ciudad. El parque central fue como mi patio de juegos. María Elena Jiménez me contó el otro día que ella también guarda recuerdos muy gratos del parque central, porque sus papás tuvieron un restaurante en el portal cercano al Hotel Delfín. Ella se paraba en la puerta del restaurante y miraba los pájaros jugueteando en los árboles, así como los niños que corrían al lado de los boleros que, sentados en pequeños bancos, esperaban que alguien llegara a solicitar la boleada de a peso. Las calles que rodean a los parques se distinguen con respecto a las que tienen casas en ambas orillas. Las calles del parque son como puertos que dan a mares. Los domingos, el parque central se llenaba de personas que daban vueltas y vueltas. La costumbre era simpática. Los hombres caminaban en sentido contrario al que hacían las mujeres. Esto posibilitaba que los hombres lanzaran miradas a las muchachas bonitas que pretendían. Según los cronistas ese ritual se denominaba “Quemón”. Los pretensos se daban “quemones”. El nombre es bello y, sin duda, refiere a la posibilidad del fuego de la pasión y del deseo.
El otro día le pregunté a Armando si no hubiera deseado cambiar de “aires”, vivir en otra casa, en otra calle. Lo vi entrecerrar los ojos y suspirar, luego dijo: “No. He sido feliz viviendo en la casa que fue la casa de mis abuelos, de mis padres y que ahora es la casa de mis hijos.”
Vos y yo hemos cambiado de casas, por lo tanto ¡de calles! Nos hemos adueñado de varias calles, pero ninguna de ellas ha sido tan determinante en nuestras vidas, como sí lo es la calle donde Armando ha vivido toda su vida. Con qué emoción me dijo que ha sido feliz viviendo en la casa que fue de sus abuelos, de sus padres, de él y que ahora es la casa de sus hijos y que, hago votos por ello, será la casa de sus nietos y bisnietos. Ese pedazo de calle debería tener una placa que consignara que casi casi es propiedad de la familia de Armando, porque él me dijo que su mamá aún sale a barrer el pedazo de calle que le corresponde. ¿Mirás cómo me lo dijo? “Pedazo de calle que le corresponde”. Sí, ¡claro! Como si fuese una extensión de la sala de la casa, la mamá, todas las mañanas, barre ese pedazo que “le corresponde”, que la sociedad le ha dado en comodato, desde tiempos en que los papás de la mamá de Armando llegaron a vivir a esa casa con patio central y dos corredores.

Posdata: Hay calles de algunas ciudades, que llegan a ser importantes por los personajes que ahí vivieron. Por ejemplo, la Rue Martel, en París, es famosa, porque ahí vivió el escritor Julio Cortázar. En el edificio donde está el departamento que habitó hay una placa que consigna que ahí vivió Julio, “Ecrivain argentin, naturalisé francais”. Julio vivió ahí algunos años, porque Julio, a diferencia de Armando, vivió en muchas calles, primero en Argentina y luego en Francia. Él, por ser un gran creador, logró el prodigio (que pocos logran) de hacer que una calle en Buenos Aires lleve su nombre. Esa calle pertenece al catálogo de calles que tienen historia; al repertorio de historias donde aparecen calles.