miércoles, 1 de marzo de 2017

CASTIGOS (3)





En casa los castigos escasearon. Mis papás amaban tanto a su hijo único que, sin duda, ellos recibían lo peor del castigo cuando me castigaban. Yo sabía que en casas de compañeros de escuela los castigos sí eran terribles. En casa de Juan, por ejemplo, en un clavo de la entrada colgaba un fuete, de esos que se usan para azuzar a los caballos o burros. El papá de Juan usaba ese fuete para castigar a sus hijos. Si el papá de Juan lo cachaba cometiendo alguna falta, iba por el fuete y gritaba: “¡Juan, Juan, vení para acá!”. Juan corría a su cuarto, se metía una camiseta debajo del pantalón, encima de las nalgas y, con la cabeza gacha, caminaba hacia donde el papá, convertido en un energúmeno, lo esperaba con el fuete. El papá, con el fuete en la mano derecha, daba pequeños golpes sobre su palma izquierda. A veces Juan llegaba rengueando a la escuela, me decía que su papá le había dado una “cueriza”; en realidad era una “fuetiza”. Cuando descubrió que su hijo se ponía una camiseta para evitar el golpe directo, comenzó a pegarle en la espalda. A veces, Juan se levanta la camisa y me enseñaba los verdugones. Romeo dijo que, una vez, su papá le metió una zurra con los pantalones abajo, porque algo le había hecho a su hermanita, y luego que ya había terminado el castigo le untó sal en las heridas. “¡Es un mierda!”, dijo Romeo, impulsado sólo por el recuerdo, porque de ese castigo ya hacía mucho tiempo. Juan y yo preguntamos qué falta había cometido aquella ocasión, pero Romeo ignoró la pregunta, sacó un montón de canicas de su bolsa y dijo que jugáramos. Dos minutos después, en una esquina del patio trasero de la escuela jugábamos timbirimba. A veces me llega el recuerdo y pienso qué le habrá hecho Romeo a su hermanita para que el papá se enojara al grado de untar sal a las heridas. Juan decía que la casa de Romeo era como una jaula enorme, porque en un solo cuarto dormían todos, ¡todos!, los papás y los seis hermanos, tres hombres y tres mujeres.
En casa nunca hubo un fuete. A veces mi papá sacaba el cinturón, pero nunca lo usó. Mi compadre Pepe (que siempre fue testigo del gran amor que me tuvo mi papá) decía que si luego hice tanta travesura fue porque mi papá nunca me castigó con severidad, riéndose, Pepe decía: “Cuando tu papá te pegó lo hizo con una media”.
Los castigos más inclementes sucedían en la escuela, de mano de los maestros. En los años sesenta, algunos papás, al inscribir a sus hijos, recomendaban a los maestros que si era necesario dar de cintarazos al hijo que no se detuviera. Si la letra con sangre entraba, con sangre también entraba el buen comportamiento. El escritor inglés Roald Dahl cuenta que estudió en una escuela donde el director era un sacerdote que, muchos años después se convertiría en el arzobispo de Canterbury y fue quien coronó a la reina Isabel II, quien todavía anda paseándose por el castillo de Windsor. Pues el tal padrecito era perverso, porque le encantaba pegar con palmetas a los estudiantes. Lo peor de esa escuela es que los alumnos de grados superiores estaban autorizados a golpear a los de grados inferiores si los cachaban cometiendo una falta; es decir, las autoridades educativas otorgaban poder a los alumnos más grandes, un poder que, la lógica dicta, era alcanzado por los menores cuando crecían y que, sin duda, usaban como herramienta de venganza. “Si a mí me golpearon de niño ahora yo me desquitaré con los menores.” Dahl cuenta que en una ocasión, el castigo infligido fue tan severo, que el futuro arzobispo de Canterbury pidió una vasija llena de agua y una esponja para que el muchacho lavara sus heridas sangrantes. ¿Qué tan intensa eran las faltas para que este tipo aplicara esos castigos brutales? La historia de la humanidad está llena de castigos injustos. Tal vez los campos de concentración y los castigos de la Santa Inquisición se incubaron en esos castigos incipientes de niñez y adolescencia.
Por eso amaba mi casa, porque era el espacio donde los castigos brutales no tenían cabida. Los castigos crecían como zarza en los salones y en los patios de la escuela. Me contaban que en una escuela, a los alumnos mal portados los hincaban sobre tablas llenas de corcholatas donde sobresalían las partes interiores que tenían la parte dentada, lo que ocasionaba severas heridas en las rodillas de los niños. Me contaban que en otra escuela, el maestro tenía una vara de membrillo y obligaba a los niños a ajustarse el pantalón al muslo para que el golpe llegara rotundo a la piel. En mi escuela, el maestro Luis nos retiraba del salón y nos exigía que aprendiéramos todas las capitales de los países del mundo. Después de cierto tiempo nos llamaba de uno por uno y si alguien (a mí me tocó dos veces) se equivocaba en el nombre de una capital o no lo recordaba, el maestro tomaba una regla de madera y ordenaba que pusiéramos las manos al frente con las palmas hacia abajo y nos sorrajaba un reglazo. Yo, que desde entonces cuidaba mucho mis manos, porque esas manos me servían para hacer mis dibujos, pensaba que era una injusticia el castigo casi gratuito. ¿Creía el maestro que esos golpes nos ayudaban a memorizar los nombres de las capitales del mundo? Ahora que sé que muchas de esas ciudades ya cambiaron nombre, cuando me entero que los países que integraban la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas ya se desintegraron, vuelvo a preguntarme cuál era el objetivo del maestro para obligarnos a memorizar esos nombres y, sobre todo, qué perseguía al golpear las manos de aquellos niños que estaban bajo su cuidado.