martes, 14 de marzo de 2017

EL GATO QUE FUE FELIZ




Yo fui un gato. En una vida pasada fui ¡un gato! No un gato persa o un gato de angora, pero sí fui un gato hogareño muy bello. Mi ama era soltera, como era escritora trabajaba en casa.
“Picho” era mi nombre. Cuando llegaban sus amigas y les servía una copa de vino y yo andaba por ahí, sobándome en las patas de los sillones y alisando mis uñas en la parte trasera del sofá, ella contaba que me había hallado una tarde lluviosa, debajo de una escalera. “Era una bolita de estambre, una esponja”, decía ella y, con sus manos, formaba una bola de aire donde yo cabía. Era muy pequeño, entonces.
El día que mi ama (Sofía) me trajo a casa, entró al baño, tomó una toalla y secó mi cuerpecito y dijo que me llamaría Picho. Como estaba todo mojado ya no me echó más agua a la hora de mi bautizo. Después que me puso sobre el sofá y me cubrió con una colcha de color azul con rayas rojas, que desde ese momento fue mi colchita consentida, fue a la cocina por un plato con leche, mismo que yo tomé con fruición. Mi ama contaba que yo era una bolita de estambre, flaca, flaca, cono bola de fideos, pero, gracias a su mano bienaventurada, crecí hasta convertirme en un gato príncipe, con unos ojos azules que eran como dos zafiros, como dos de esas canicas lecheras con las que los niños jugaban en la hora del recreo. ¡Ah, cómo me mimaba! Cuando mi ama tomaba su morraleta para ir de compras al mercado, me colocaba una cinta de tela roja anudada a mi cuello (para que no me hicieran ojo) y me abrazaba, como si ella fuese una niña y yo fuese su muñeco favorito. En la calle todo mundo la volvía a ver a ella, porque en ese tiempo no era común que las mujeres llevaran abrazadas a sus mascotas y ¡menos a un gato tan bonito! Todo mundo decía: “¡Qué bello!” y se acercaba a tocarme, a preguntar cómo me llamaba, a decir que ella se parecía a mí. ¿Ven lo que digo? ¡A decir que ella se parecía a mí y no al contrario! Yo me sentía bien, ronroneaba, bajaba la cabeza y lamía mi pecho, adelantaba una de mis manitas para que vieran que yo, igual que ella, estaba pleno. Era feliz en su compañía. Por eso, cuando Pola (que era la mejor amiga de Sofía) decía que yo, como todos los gatos, era un gato vanidoso, un pesado, porque atravesaba la sala como si el piso fuera una pasarela y todo mundo estuviera pendiente de mí, ¡no me importaba! No me importaba, porque sabía que Pola tenía la atención de mi ama durante las horas que pasaba en el departamento; horas que podían prolongarse todo el fin de semana, pero cuando ella besaba en los labios a Sofía y decía adiós, yo volvía a ser el consentido de mi ama, y como si ésta supiera que me había abandonado un lapso breve, pero intenso, me colocaba la cinta roja y me abrazaba, me consentía, me decía: “Mirruñito precioso, lindo” y me llenaba de besos y alisaba mi pelaje y, con el pulgar e índice, me hacía cariñitos en la punta de mis orejitas. Ella me llevaba al parque y ahí compraba un helado de pistache y se sentaba en una banca al lado de un framboyán y me daba a que yo lengüetera la bola helada. ¡Era feliz!
Ella era muy disciplinada. El reloj nos despertaba a las cinco, ella se sentaba en la cama, mientras yo me estiraba y dejaba mi carpeta mullida, colocada a los pies del buró. Con su mano izquierda buscaba sus calcetas, mientras, con la derecha, me acariciaba y con su boca de lima de pechito decía: “Buenos días, mi pichito lindo”, yo le respondía con un bajísimo miau alargado que significaba: “Buen día, niña linda”. Ella salía del departamento para ir a correr al parque, mientras yo me subía a la bardita que tenía el balcón que daba a la calle y esperaba que ella volviera. La esperaba con la misma inquietud y fidelidad de un perro, pidiendo a la diosa egipcia Bastet que el tiempo se volviera agua y se evaporara. Cuando volvía, se duchaba y yo la esperaba en la puerta; cuando salía (ya vestida) íbamos a la cocina y, mientras yo tomaba mi leche, ella preparaba su desayuno. La cocina se llenaba de aromas gratos: de manzana cortada en gajos y rociada con miel; de avena y plátano; de pan tostado y mermelada casera sabor frambuesa. Sofía se sentaba. Yo veía al sol estirarse, como gato, a mitad del parquet, mientras ella desayunaba y escuchábamos a Aretha Franklin cantar soul, con esa voz llena de sugerencias.
Luego llegaba el momento que más me gustaba. Sofía colocaba la máquina mecánica sobre el escritorio y colocaba una hoja blanca en el rodillo; luego, me llamaba y juntos caminábamos hacia el balcón. Me subía sobre la bardita y ella se descalzaba y se sentaba frente a mí. Como si ella fuera una gatita curiosa miraba con atención lo que pasaba allá abajo, en la calle (nuestro departamento estaba en el piso tres). A esa hora de la mañana, los sonidos son intensos, porque están llenos de energía. Escuchábamos a las mujeres subiendo a los autobuses colectivos; a las niñas del colegio corriendo para no llegar tarde a la escuela; al afilador de cuchillos, haciendo sonar su silbato.
Me gustaba ese momento, porque yo escuchaba lo que pasaba afuera, pero mi vista la concentraba en la figura de Sofía. Me gustaba ver cómo los rayos de sol se recostaban sobre su cabello dorado. Un pie lo dejaba sobre el piso, mientras el otro lo subía a la bardita. Este pie era el que estaba más cerca de mí. Yo imaginaba (siempre) que ese pie lo ponía ahí para que yo lo acariciara, para que yo, con mi patita la repasara y con mi caricia le dijera que la amaba mucho, que era mi preferida, que era mi gatita más querida, la más deseada.
Su pie era delicado, lleno de vida, porque movía sus dedos como si ellos también conocieran mi código secreto y me pidieran que los mimara, que no dejara que se enfriaran en esas mañanas invernales, donde, en la calle, abajo, los hombres trajeados, con sus maletines, discutían por subir primero al primer taxi que se detenía.
Ese momento era un momento prodigioso, lleno de luz. A veces, ella dejaba de ver hacia afuera y me miraba y me llamaba y yo me acercaba con pasos lentos y ella me tomaba con sus dos manos y me colocaba en su pecho. Yo procuraba armonizar mis latidos con los de su corazón para que fuéramos una sola entidad. Yo olía su aroma y reconocía en sus pechos el milagro oculto de la lechita que me había servido en la cocina. Luego, ella se levantaba y se sentaba frente a la máquina y se ponía a escribir novelas. Yo me quedaba en el balcón, cerraba los ojos, escuchaba el sonido de la máquina, como de persistente gota de agua y me dormía.
Yo fui un gato. Me llamé Picho. Tuve un ama que se llamó Sofía. Sofía me amaba, casi con la misma intensidad con que la amaba yo. Una mañana, igual que todas las mañanas, mi ama me hizo cariñitos y cerró la puerta para ir a correr al parque. Yo me trepé a la bardita y, con la inquietud y lealtad de un perro, esperé que el tiempo se hiciese agua y se evaporara para que ella volviera pronto. Pero, esa mañana, a los ruidos de siempre: las campanas del templo de San Agustín, el silbato de la fábrica que avisaba el cambio de turno y los pasos menudos de las mujeres que iban a misa, se agregó el sonido de una sirena de ambulancia.
Yo fui feliz hasta una mañana que ella (nunca supe por qué) no volvió al departamento.
Mi ama no volvía. Me bajé de la bardita y fui a echarme al lado de la puerta. ¡La sorprendería! Cuando ella entrara se sorprendería al verme ahí, pero me abrazaría y sé que diría: “¡Ah, pillo!, creiste que no volvería, ¿verdad?”. Y así fue ella no volvió. Quedé echado al lado de la puerta como si fuese uno de esos trapos viejos que la gente tiraba en el callejón. El tiempo pasó. Ni pensé en que tenía hambre. No lo pensé. Yo quería escuchar la llave en la cerradura y mirar que la puerta se abriera y que Sofía, con el rostro de manzana roja, iluminara el departamento, mi vida, como siempre lo hacía. La luz del sol desapareció. Los sonidos cambiaron. La calle perdió su intensidad y sólo, de vez en vez, en medio de la noche, se oía algún ladrido o unos pasos que corrían apresurados, con temor. Mi ama no volvió. No volvió jamás.
Dejé de ser feliz. Una mañana escuché el sonido de una llave en la cerradura, abrí los ojos y esperé ver a mi niña linda. Yo estaba agotado. En lugar de Sofía llegó Pola y dio órdenes a unos hombres que, con los brazos descubiertos y con fajas en la cintura, cargaron las sillas y los sofás y las mesas y los trinchadores y los estantes y los libros y las cortinas y los sombreros y los tenis y las zapatillas, hasta dejar vacío el departamento.
Pola me cargó y, ya en la camioneta, le preguntó a una mujer anciana que yo no conocía: “¿Qué vamos a hacer con este gato?”, y la mujer, prendiendo un cigarro, sin pensar la respuesta dijo: “No sé, pero en la casa no puede quedarse”.
Yo fui un gato. En una vida pasada fui un gato. Terminé mis días en un asilo para animales. Ahí conocí a dos gatos que eran muy traviesos y les encantaba escaparse por las noches. Yo, desde el balcón, los miraba trepar sobre los tejados vecinos y desaparecer detrás de los tinacos. Pensaba: Que regresen pronto, que regresen, Señor. Y sólo descansaba hasta que volvía a verlos entrar por debajo de la hendija de la ventana.
Morí de viejo. Ya nunca más volví a ser feliz, como sí lo había sido con mi ama.
Nunca supe por qué ella ya no volvió. A veces pensaba que me había dejado olvidado, pero luego pensaba que, tal vez, se había equivocado de camino y, en lugar de llegar a casa, había seguido corriendo al lado contrario y pensaba que había llegado hasta el mar. Pensaba que había dado media vuelta y había iniciado el viaje de regreso a casa, pero como la malvada Pola había vaciado el departamento y a mí me había confinado a ese espacio de gatos olvidados ya no me había hallado. En el asilo, algunas noches me subía a un pretil que tenía la ventana y miraba la calle y pensaba que vería a Sofía cruzar la calle, dirigiéndose a la casa. Pero sólo lo imaginaba.