lunes, 6 de marzo de 2017

PORQUE NO TODOS SUBEN




Admiro a los que llegan a la esquina. Hay algunos que se detienen a media calle a ver los aparadores donde enseñan zapatos Domit. Hay otros que se detienen en los zaguanes y van detrás de algún gato que se esconde en un basurero, porque confunden al gato con una gata de esas que venden su cuerpo por algunas monedas.
Admiro a los que entran al cine. Hay algunos que prefieren la televisión que permite hacer pausa con el control remoto. El cine exige acostumbrarse a no hacer pausas y si éstas se hacen, porque el cuerpo demanda ir al sanitario, la continuidad de la historia se pierde, y no es bueno que la vida tenga vacíos difíciles de llenar con otra argamasa.
Me caen bien los que prefieren la sima y desechan la cima. Porque ahora, en estos tiempos de competencia, todo mundo desea alcanzar la cúspide, sin saber que lo que cabe en la mano no está en la grandeza sino en el infinito gránulo de tierra.
Si me dan a elegir, elijo a los que suben al escenario, aunque el papel que deban interpretar sea el mozo que limpia la escalera. Crecí entre amigos que soñaban con ser el mejor futbolista de la historia, la actriz más renombrada del mundo, el campeón del automovilismo, el más exitoso inversionista; es decir, crecí entre sueños con olor a smog, porque ahora vuelvo la mirada y miro a esos amigos envueltos en una sábana que perdió la pureza de sus deseos. Por eso, porque la vida no es el oropel que alguien proclamó, si me dan a elegir elijo al actor que sólo dice una línea del parlamento. Lo prefiero ante el actor que engola la voz, porque le tocó representar a Hamlet, a sabiendas que nunca logrará ser un príncipe.
Admiro a los que salen de su casa y regresan dos minutos después. A los que abandonan la carrera de lo importante y optan por la cosa sencilla.
Admiro a las mujeres que son honestas y dicen ¡no!, pero se muerden el labio inferior; es decir, me gustan las mujeres que poseen códigos no verbales y que con un simple gesto dicen ¡sí! a cualquier sugerencia de vida.
Me caen bien las mujeres que desafían las leyes naturales y que, al menor pretexto, se prenden las alas del deseo e invitan a sus parejas a volar por encima de los edificios y de los árboles. Me caen bien las que sacan las sillas en la puerta de calle y no temen que algún patán las confunda con ser putas. Me subliman las mujeres que se manifiestan en las calles y sacan la bandera y tocan tambores y levantan los brazos y regalan besos a los hombres que, con lentes, escuchan a Kiss en sus audífonos.
Me gustan los niños que se manchan las caras al comer chocolate; los niños que juegan videojuegos y que dicen ¡fuck! cada vez que fallan; los que dicen ¡oh, my god!, pero no saben, en realidad, qué dicen, porque para ellos god es una mera expresión del color de fuck.
Admiro a las que, ya borrachas, se creen María Carey y se paran a mitad del escenario en el karaoke; me encantan las mujeres que, después de tomar tres cervezas, se suben a la mesa, tiran las zapatillas y bailan como si estuviesen en una playa de Acapulco.
Admiro a los que se creen lámparas y dan sermones luminosos en cualquier situación; admiro a los que se piensan músicos percusionistas y andan toque y toque las nalgas de las mujeres que se encuentran en las calles.
Me gustan las mujeres que sin ser ciegas leen braille en los cuerpos de sus amados; me gustan las mujeres que se creen nubes y cuando van en la carretera exigen una parada, porque deben llover de tan llena que llevan la vejiga. Ah, es tan bello verlas bajarse los pantalones y las bragas, acuclillarse y escuchar el chorro que moja la tierra.
Me gustan los árboles que son toboganes para gatos traviesos. Me gustan las mujeres que hablan como si fueran trompetas y besan como si fueran hojas secas de árbol en otoño.
Me gustan las mujeres que, a mitad del patio, abren los brazos como si tendieran una sábana sobre el cordel del tendedero.
Me gustan los perros que maúllan y los gatos que ladran.
Adoro ver a los hombres que hablan solos a la hora que caminan por el parque. Me seduce la imagen de la mujer que, en el mercado, le dice güerito al renegrido que camina frente a su puesto y, sin doble sentido, le pregunta qué va a querer.
Admiro a los hombres que son del Sur y no sueñan con llegar al Norte. Admiro a los hombres que caminan como pumas sabiendo que apenas alcanzan a ser patos.
Admiro a los hombres que destraban los nudos, a los que deshacen muros, a los que bailan en los velorios, a los que sueñan fuera del sueño, a los que vuelan sin alas, a los que se orinan en las puertas del Congreso.
Admiro a los que bajan con más dignidad con la que otros suben.
Admiro a la a y a la z, porque una es el principio y la otra… sí, que sirvan la otra.