jueves, 9 de marzo de 2017

RADIO (2)




Una mañana, como siempre, sonó el despertador marcando las cuatro de la madrugada. Tentaleé el buró hasta hallar el reloj para apagarlo. Prendí la lámpara de mano y puse el despertador para las cuatro y media; luego tomé el radio y lo prendí. Siempre estaba sintonizado Radio Nederland, en la banda de onda corta. Apagué la luz y volví a acomodarme en la cama para escuchar tranquilamente la emisión, pero de improviso escuché los cascos de un caballo que galopaba por la calle. ¿Un caballo? ¿A las cuatro de la madrugada? Era el Comitán de los años setenta. Los caballos ya no se usaban como antaño. Por la historia sabía que el doctor Belisario Domínguez usaba un caballo para ir a visitar a sus enfermos, pero, en la época que escuchaba Radio Nederland, los médicos subían a sus autos y manejaban a ochenta kilómetros por hora.
El caballo no iba a galope. El paso cadencioso del caballo marcaba cada paso de manera puntual, se escuchaba el sonido de los cascos como si el caballo marchara, como si fuese uno de alta escuela. Pero luego pensé que no era un caballo de alta escuela, sino que era un caballo inmortal: el caballo de El Sombrerón. En el pueblo, a cada rato, los abuelos se sentaban en un piedrón debajo del árbol de jocote para contar historias de aparecidos y de fantasmas. Una de las historias más socorridas y que a los niños divertía y asustaba más era la del Sombrerón, el ranchero con sombrero de ala ancha que tenía un caballo negro, pura sangre, que era el animal más hermoso del universo. Los abuelos contaban que el sombrerón robaba muchachas y mataba del susto a los que andaban por la calle en la madrugada. Las abuelas, para obligar a los niños a dormir, les decían que si no se acostaban se les iba a aparecer el sombrerón. Los niños saltaban de un brinco a la cama, se persignaban y se cubrían la cara con las chamarras, para no oír, para no ver.
Apagué el radio y traté de moderar mi respiración y, si era posible, el golpeteo de la sangre en mi corazón, pero mi corazón, contrario a mi deseo, intensificó su bombeo y yo sentía que el sonido era como el de un tambor. No me moví. Me quedé escuchando cómo los pasos del caballo se hacían más fuertes a medida que se acercaban. Si hubiese estado en un bosque me habría escondido detrás de un árbol y habría cerrado los ojos, para no ver al maligno personaje, porque mi abuela Esperanza me había dicho que cuando uno se topaba con una visión sobrenatural debía cerrar los ojos y no abrirlos hasta estar seguro que la furia diabólica hubiese pasado, de lo contrario, el demonio se apoderaba del espíritu del mortal y éste se iba consumiendo poco a poco. La carne del cuerpo perdía su consistencia y se iba arrequintando en los huesos y cuando ya estaba bien estirada se iba deshilachando como si estuviera hecha de hilo podrido. Pensé que a mí me protegía la pared de por medio, pero sudé como nunca cuando escuché que el caballo detenía sus pasos justo frente a la puerta de mi cuarto, como si olisqueara algún mortal temeroso, como si tuviera visión de rayos equis y supiera que yo estaba ahí. Mi corazón ya retumbaba. Quería poner mis manos contra mi pecho, en intento de acallar los latidos desmesurados, pero no lo hice porque si movía mis manos, el caballo podía escuchar el movimiento de ellas deslizándose por debajo de las sábanas y sabría que yo estaba ahí agazapado, como un pájaro detrás de un matorral, asustado, ante la visión de un gato con las uñas de fuera.
El radio se prendía con pinchar un botón. ¿Me creerían que el radio se prendió en el instante en que sentí que el caballo se detenía frente a la puerta de mi cuarto? Yo nada hice, porque estaba tieso, mis músculos estaban como muertos. El radio se prendió en otra banda, porque, en lugar de Radio Nederland comenzó a emitir ruidos de estática, como si las ondas fueran cables y se cruzaran y se golpearan y cada vez que hacían contacto soltaban chispas, cientos de chispazos que sonaban a aguijonazos sobre una placa metálica. No pude más. Tomé valor y saqué las manos de debajo de las chamarras, apagué el radio y lo llevé hacia mi pecho, como si fuera un gatito temeroso y quisiera protegerlo, como si fuera un ratón maldito y quisiera ahogarlo.
Oí que el caballo bufó. Sentí cómo de sus belfos salían vahos calientes y espumosos. Yo no podía más, estaba a punto de tirar las colchas y salir corriendo hacia el cuarto de mis papás, pero sentía mis piernas sin fuerza.
En medio del pánico, una luz apareció en mi mente. ¿El Sombrerón? El Sombrerón no existía, era una alucinación. ¿Entonces por qué, a las cuatro y media de la madrugada, un caballo estaba frente a la puerta de mi cuarto? Y digo que eran las cuatro y media porque justo en ese momento el reloj comenzó a sonar de nuevo. En lugar de apagar el despertador dejé que sonara sin descanso, tal vez con el deseo de que mis papás escucharan el timbre y entraran a mi cuarto a ver qué ocurría.
Cuando la cuerda del reloj se agotó, prendí la radio en la estación de Holanda, subí el volumen. Mi mamá entró al cuarto, prendió la luz y me pidió que apagara la radio, que no los dejaba dormir. Yo, todo sudado, le pregunté si el sombrerón existía de verdad. Mi mamá, sin duda, advirtió el temor en mi voz, voz de hilo de agua, porque apagó la luz, se acercó y prendió la lámpara del buró. Yo me abracé a ella. Ya no oí qué me dijo. Yo hubiese querido que, a mis dieciséis años, me asegurara que el sombrerón no existía, que era puro cuento.
Ahora que tengo ya casi sesenta años, cuando despierto a las cuatro de la madrugada para escribir y pongo agua a calentar, aguzo el oído y trato de escuchar algún sonido extraño. Ahora sólo se escuchan algunos perros; un gallo que siempre está despistado y que, en lugar de cantar a las seis, canta a las cuatro; el sonido de una ambulancia lejana; o las toses de algún viejo en una casa vecina. ¡No hay caballos!, me digo. ¡El sombrerón no existe!, me digo.