sábado, 8 de abril de 2017



CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN MUSEO INSÓLITO

Querida Mariana: A mí me gustan los museos. Incluso los museos más feos llaman mi atención. Si me preguntaras qué es un museo no sabría definirlo bien a bien. Si busco en cualquier diccionario hallo la siguiente definición: “Museo: Lugar en que se conservan y exponen colecciones…”, y la descripción de las colecciones puede ser interminable.
En nuestro pueblo, platicamos el otro día, tenemos ya varios museos y los comitecos esperamos que un día de éstos se inaugure el MUROC (Museo Rosario Castellanos).
A mí me atraen los museos porque, en la mayoría de ellos, hay objetos de tiempos pasados. Es difícil, muy difícil hallar museos que visualicen el futuro. En Comitán tenemos el Museo Arqueológico (ya su propio nombre desliza lo que ahí encontramos: vestigios arqueológicos de tiempos prehispánicos); tenemos la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez (donde se muestra parte de la vida y obra de nuestro personaje que nació en 1863 y murió en 1913); asimismo tenemos un Museo de Arte (en cuyas paredes hallamos cuadros pintados en la segunda mitad del siglo XX); y tenemos el Museo de la Ciudad (que como advierte su nombre contiene elementos que dan idea de lo que es nuestro pueblo. Mínima muestra, porque es imposible colocar en pocas salas toda la grandeza de este pueblo). ¿Mirás? Parece algo obvio, pero debe decirse: nuestros museos muestran objetos de tiempos pasados. Y tal vez en ello radica la importancia y belleza de los museos. Digo esto porque Comitán (como la mayoría de pueblos del mundo) ha tenido grandes transformaciones a través del tiempo, pero en los museos se encuentran objetos que no sufren modificación alguna. Esto fue lo que enojó a gran parte de la ciudadanía cuando vio que el patio central de la Casa Museo Belisario Domínguez fue transformado, en lugar de respetar lo que por muchos años se había conservado como un espacio intemporal.
Al inicio de esta carta dije que hablaría de un museo insólito. En Estambul, ciudad que cualquier libro de historia señala que está en la zona limítrofe de Asia y Europa, existe un museo cuya existencia es difícil de creer. Y digo que es difícil imaginar la existencia de este museo porque está dedicado a personajes de ficción literaria.
Hay muchos museos arqueológicos como el que tenemos en Comitán. La riqueza arqueológica de México da para llenar cientos de museos. ¿Museos de arte? ¡Ay, por el amor de Dios! Hay miles en todo el mundo. La mayoría muestra pinturas y esculturas. ¿Museos de ciudad? ¡Cientos, cientos! ¿Museos dedicados a escritores y a personajes relevantes en la historia? ¡Miles, miles en el mundo! Pero, ¿cuántos museos existen que están dedicados a personajes de ficción?
El escritor turco Orhan Pamuk compró una casa en Estambul, una casa que estaba en muy malas condiciones, la acondicionó y la convirtió en un museo, un museo que cuenta (en ochenta y tres vitrinas) la síntesis de la novela que escribió y que se llama “El museo de la inocencia” y que está dividida en ochenta y tres capítulos. Cuando leí la novela encontré un pase para entrar al museo. Como leía una ficción pensé que era eso ¡ficción!, pero no. Los lectores que viajan a Estambul buscan el museo (que está en un barrio de callecitas angostas) y, en la entrada, presenta el pase que está en el libro, ahí, en la taquilla, una señorita toma un sello y sella la hoja, con lo cual se cumple dos rituales maravillosos: el guardia de entrada reconoce el pase para ingresar y el lector guarda, como si fuese un sello de pasaporte, el recuerdo de haber asistido al museo en donde se cuenta la síntesis de la novela. ¿Imaginaste alguna vez que existiera un museo dedicado a personajes literarios? ¿Imaginás que en ese museo hay una zapatilla de color amarillo que, se supone, perteneció a Füsun, que así se llama el personaje femenino principal?
¡A ver, a ver, dame cualquier nombre de personaje literario! ¿Cuál? ¡Sí, sí, Pedro Páramo, de la novela de Juan Rulfo es buen ejemplo! Ah, bueno, imagina entonces que en algún lugar de Jalisco abrieran un museo dedicado a él. Sería alucinante, ¿a poco no? Es alucinante pensar que los personajes literarios, en muchas ocasiones, tienen más presencia que los personajes reales. Una alumna se acercó un día a la banca en donde yo leía y me hizo una pregunta: “¿Existió El Quijote?”. ¿Qué responder? Yo dejé el libro que leía sobre la banca y, mientras veía a mi alumna para responder, tenía la mano sobre la portada del libro. Esto era así, porque pensaba que los personajes de esa novela que leía no eran reales, sin embargo, tenían un peso en mi memoria y en mi espíritu, que parecían muy reales, tan reales que habían estimulado mi imaginación, de tal forma que pocos de los que estaban en el parque lo lograban. Mi alumna estaba parada a un lado, pasé la novela al otro lado, y le dije que se sentara. Ella se sentó a mi lado, colocó sus manos sobre una de sus rodillas desnudas (llevaba una falda corta) y me sonrió. Sí, le dije, El Quijote, a pesar de ser un personaje inventado, existió, ¡existe! Y le dije que su pregunta era la prueba de ello, le dije que cuando alguien, en algún lugar del mundo, en cualquier momento, pregunta si existe Dios, ya se está respondiendo. Todo aquello que se nombra ¡existe! Antes de que Cervantes escribiera “El Quijote”, don Alonso Quijano ¡no existía!, pero un día después que un lector tomó el libro y leyó esa novela excepcional, El Quijote tuvo vida y una vida tan plena, tan rotunda, que siglos después ¡todo mundo habla de él! ¡Sí!, dije, El Quijote existió, ¡existe!, y existirá mientras exista la memoria humana. Vi iluminarse la carita de mi alumna. Supe que reconocía la existencia “real” de ese personaje inventado.
La memoria de los seres humanos es infiel. Olvidamos con regularidad. Tal vez por esto, los ciudadanos del mundo construyen museos, para preservar la memoria. Por eso, los comitecos odiaron a los encargados de transformar el patio y el traspatio de la Casa Museo del doctor Domínguez, porque ellos, en lugar de restaurar, remodelaron a su antojo, imprimieron su huella bruta en un lugar donde estaba impresa una huella colectiva e histórica. Los tipos inútiles dijeron que el patio central no correspondía a la época. ¡Por supuesto que no! El jardín lo adecuaron cuando fue inaugurada la casa (¿1985?) y fue cuidado por don Jaimito (el jardinero) durante buen tiempo, hasta que fue transformado. Es decir, querida mía, estamos hablando de casi treinta años, treinta años que se echaron a la basura.
Cuando entro a un museo entro porque ahí encuentro el tiempo detenido. Si en alguna vitrina hallo una fotografía de los años setenta, reconozco a las chicas que vi de adolescente y vuelvo a sentir una emoción indescriptible al verlas con minifalda. En Comitán hubo (¡que Dios las bendiga siempre!) chicas que usaban mini minifalda, con orgullo subían las escaleras del parque central y yo, desde una banca, con la emoción contenida, veía sus muslos y cuando pasaban frente a mí, yo, de reojo, veía su trasero, veía que la mini llegaba al límite donde sus nalgas dibujaban dos hermosas líneas cóncavas, casi casi como si fueran dos sonrisas en medio de sus culitos. Entro a los museos para hallar las huellas del pasado, porque, afuera, todo se ha modificado. Muchas fachadas de casas comitecas se perdieron. Un buen día llegó un arquitecto recién salido de la universidad y quiso implantar su huella y tiró fachadas antiguas (llenas de historia, comunitaria y personales) y levantó construcciones “novedosas”. El museo que era el pueblo se volvió un tachilgüil.
Por supuesto que El Quijote existió, ¡existe! En Guanajuato, México, existe un museo dedicado a él. Rocío me contó que se sorprendió al visitar las tres primeras salas, porque halló “anécdotas” del personaje. ¿Podés creerlo? Ahí se cuentan algunas de las aventuras que vivió el personaje, en forma real. ¿Por qué en Guanajuato? Ah, porque ahí, cada año, se celebra el Festival Cervantino, que es un señor festival que, durante el tiempo que dura, reúne una serie de actos culturales de gran relevancia de todo el mundo. ¡El Quijote sigue existiendo! Tan es así que tiene museos.
Pamuk, que es un escritor premiado con el Nobel de Literatura, hizo un prodigio: construyó un museo dedicado a los personajes por él creados. Ahora, todos los lectores que llegan a Estambul (lugar donde se desarrolla la novela) entran al museo y encuentran objetos que “usó” Füsun.
Estoy casi seguro que no existe una foto de Füsun. Creo que eso sí sería un error, porque cada lector tiene a “su” Füsun en la mente. Cada lector, con su imaginación, le otorga rasgos físicos.
Con El Quijote resulta lo contrario. Los grabados que hizo Doré son tan bellos y tan significativos que la imagen que él hizo de El Quijote para la edición ilustrada ha vencido el tiempo y ahora todo mundo reconoce la imagen de él como si don Alonso hubiese posado para el gran artista.

Posdata: ¿Cuántos personajes sueñan con tener un museo? ¡Muchos! Tengo amigos escritores que serían medianamente felices por tener un museo con su nombre, y digo medianamente, porque su ego no tiene llenadero, después desearían más. Pamuk no aspiró a tener un museo con su nombre, hizo un acto generoso: creó un museo para sus personajes y con ello inmortalizó a Füsun y al hacerlo también se inmortalizó él.
A veces alguien se me acerca, niña mía, y me pregunta: ¿Quién es Mariana? ¿Qué puedo decirle? Mariana sos vos, mi niña adorada. Un día, un muchacho se acercó y me preguntó: “¿Existe Mariana?”. ¿Qué decirle? ¡Nada, nada dije!, pero pensé: “Ah, bobito, si no existiera no la nombraras”.
¿Ya la leíste? “El museo de la inocencia”, de Pamuk, es ¡una gran novela!