jueves, 18 de mayo de 2017

CARTA A MARIANA, EN MEDIO DEL SILENCIO




Querida Mariana: Pau abrió el libro y vio el dibujo. Ella no lo sabe, pero repitió un movimiento que hacía la abuela siempre que abría un libro: puso su mano derecha sobre la hoja y, con los tres dedos medios, la repasó de izquierda a derecha y luego la regresó al punto original. A la abuela nunca le pregunté por qué hacía eso, que yo lo veía como un ritual, como si alguien metiera la mano al agua y jugara dentro. Pero acá no era agua sino aire, el aire que circulaba libre por las páginas abiertas. Tal vez tenía algo que ver con eso, con que el libro había estado cerrado, oscuro, asfixiado, antes de que la abuela o Pau lo abriera.
Mi sobrina no lo sabe, pero ella repite el acto natural que la abuela realizaba. De igual manera, Pau no sabe que el libro que abrió era propiedad de la abuela. Muchas personas no saben que, como dijo Carlos Fuentes, venimos de la tradición. Los mayores, a veces sin darse cuenta, pasan la estafeta a las generaciones más recientes y éstas la reciben sin saber bien a bien de dónde les cae el maná.
Pau vio el dibujo. Yo le pregunté qué le trasmitía. Ella alzó su mirada, me vio y dijo: “No oigo ruidos”.
En el instante que lo dijo, la perrita comenzó a ladrar y se oyó, afuera, un altoparlante que avisaba la cercanía del camión que ofrece los garrafones de agua purificada.
Pensé que Pau tenía razón, el dibujo de Armando transmite silencio y éste inyecta armonía en el espíritu. El silencio de este dibujo es el mismo que caminaba en puntillas en el Comitán de la niñez del dibujante. En las primeras décadas del siglo XX, en Comitán había pocos ruidos: el de los cascos de los burritos cargando barriles de agua; el de las mujeres (como la del dibujo) que, muy temprano, se dirigían al templo. Pocos ruidos quebraban la burbuja del silencio infinito que era como el más tenue rezo. En aquel tiempo no había claxonazos, no había altoparlantes en mil locales comerciales, no había sirenas de ambulancia, no había autos circulando a más de sesenta kilómetros por hora en las calles, ni estéreos de autos con volúmenes diabólicos.
El Comitán que Armando Alfonzo transmite en sus dibujos es un Comitán que rescató el título original de la novela de Juan Rulfo. Porque Rulfo decidió, en último momento, llamar Pedro Páramo a la novela genial que, inicialmente, había nombrado “Los Murmullos”. Armando rescató la esencia. Quien ve este dibujo escucha el murmullo del agua que cae en los chorros de La Pila, escucha el repiqueteo de los pies del niño y de la mujer que, como si lo hicieran sobre una nube, caminan a mitad de la calle empedrada. Quien ve este dibujo escucha el latido armonioso de las campanas del templo de San Caralampio; escucha la respiración de las puertas de madera que, modositas, no se abren al primer relincho del aire.
Pau tiene razón. En los dibujos de Armando no hay ruidos, no hay exabruptos, no hay amontonamientos ni multitudes. Los pájaros también son discretos y se arraciman en los árboles con la misma parsimonia con que se hincan los fieles a la hora del ángelus.
Posdata: Los libros de Armando, querida Mariana, están envueltos en hoja de hierba santa. Son livianos, tenues como las manos de la abuela que, temprano, calentaban las tortillas en el comal y que, por las tardes, abrían los libros y, con sus dedos medios, repasaban la hoja de izquierda a derecha para regresar al punto original.
Pau no sabe que ese libro que abrió fue de la abuela; no sabe que el movimiento natural que hace al abrir un libro y repasar la página lo heredó de la abuela. Pero Pau sabe que en los dibujos de Armando “No hay ruidos” y eso es una bendición.