lunes, 15 de mayo de 2017

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Es un espacio público. Antes fue un espacio privado. Es la placita que está al lado del templo de El Calvario, en Comitán. Se advierte, en el lado derecho donde caminan los niños, unas bases de lo que antes fueron las patas de una banca. Dicen que algunos delincuentes, a media noche, llegaron con seguetas, cortaron la banca y la llevaron a algún rancho.
Ahora es un espacio público, la gente camina al lado de esta plaza o se sienta en las bancas de hierro que aún se conservan o en una banca de cemento adosada al muro lateral del templo.
Como acá se ve, en un extremo de la plaza hay un gabinete metálico que, sin duda, contiene un transformador de energía eléctrica. Dice que tiene una capacidad de 300 kva. Cualquier urbanista de primer mundo diría que ese espacio público no es el más adecuado para tener expuesto un transformador que, potencialmente, significa un peligro.
Significa un peligro porque, como acá se ve, hay niños que ahí juegan. Niños que llegan a brincar en un pie, a mirar los caminos de vagones de tren que hacen las hormigas en la banca donde crece el pasto. Los niños llegan a preguntar: “Lobo, ¿estás ahí?” o cantan: “A la rueda, rueda de San Miguel, todos traen su caja de miel…”.
La tarde de la fotografía llegaron los dos niños. Ambos vestían camisetas blancas y pantalones de color oscuro. Ella, la niña bonita, llevaba un par de aretes dorados en las orejas y una liga con dos canicas de plástico, color rosa, que su mamá le colocó para detener la cola de su cabello.
Los dos niños comenzaron a jugar a saltar en un pie. Sus caras se llenaron de un color rojo vital. Reían, mientras cambiaban de pie. Así estuvieron durante buen tiempo. Primero un pie y luego otro. Primero avanzaba ella y el niño lo seguía, como si ella fuese la guía, la líder; luego, como si alguien superior hubiese ordenado cambiar de lugar, el niño se daba media vuelta y se convertía en el líder y ella lo seguía: uno, dos, tres, cuatro…, contaban y reían. Así estuvieron durante un tiempo hasta que el cansancio los obligó a hacer una pausa. La pausa los cogió justo a dos metros del transformador. Los niños estaban sudados, felices, acezaban como pajaritos abriendo el pico para recibir el gusano que les daba la madre.
Fue la niña quien vio el cartel pegado en el transformador. Ese cartel que ya estaba rasgado, pero que permitía ver aún la figura principal donde estaba un león, ¡un león! La niña se llevó las manos a la boca en cuanto vio el león, pero luego, casi de inmediato, bajó las manos y dijo, con voz débil, casi temerosa: “No caminés”. Se lo decía a su hermanito. Ella caminó con tiento hacia donde estaba su hermanito y lo abrazó. Ahí estaba un león. El león los veía con la vista fija, parecía agazapado, con las patas avanzadas para dar el salto mortal. El niño dijo: “¡Uy, un león!”. Sí, dijo la niña, un león muy feo. La niña corrió hacia el otro extremo y su hermanito la siguió. Se agacharon detrás de una banca y sacaron la cabeza por un extremo, como espiando al rey de la selva, como (en su ingenuidad) retando al enorme animal. Los niños entonces levantaron unas piedritas, como exploradores caminaron en puntillas y cuando estuvieron cerca del transformador aventaron las piedritas al león. Éste no se movió. Los niños entonces regresaron a su guarida y rieron. Se habían atrevido a lanzarle piedras al peligroso animal. Tomaron otras piedritas y volvieron a hacer el mismo recorrido. Pero, ahora, el niño rugió, rugió como si él fuese un cachorro. La niña corrió espantada. El niño rio. ¡Tonto!, dijo ella, detrás de la banca que le servía como refugio, pero luego sonrió, tomó una piedrita y acercándose a la caja metálica, rugió también y aventó una piedrita al león. El rugido de ella fue débil, más caña de castilla en comparación con el rugido del niño. Él, sin decir algo, rugió (lo hizo para demostrarle a ella que su rugido era más potente). Ahora la niña ya no se espantó. Al contrario, pensó que no podía quedarse atrás y rugió, lo hizo con más potencia.
En la banqueta, las personas caminaban apresuradas. Dos muchachas, con mochila, subían al colectivo que, con su estruendo del tubo de escape, parecía rugir más fuerte que los cachorros que jugaban en la plaza, que retaban a un león, que jugaban el clásico: “León, ¿estás ahí?”.