martes, 2 de mayo de 2017

LOS TROGLODITAS




Los recibos de luz, de teléfonos, de tarjetas de crédito, del cable, ¡tienen una fecha límite de pago! Si el usuario no paga ¡cortan el servicio! Por ello, caminaba apresurado por una calle cercana a la oficina de Telmex, porque era el último día para el pago del teléfono. Y me apresuraba porque (¡qué pena!) me preocupa quedarme sin el servicio del teléfono, de la luz, del cable; me preocupa que el banco me castigue por no pagar el mínimo de la tarjeta. Digamos que de los servicios mencionados, el de la energía eléctrica es el necesario. Todo mundo puede vivir sin el servicio de cable de televisión, sin el teléfono, sin la tarjeta de crédito, pero yo no, no puedo vivir sin estos servicios, así como no puedo vivir sin mi carrito modelo 2002; es decir, sí puedo vivir, pero me sentiría como un sobreviviente de la guerra. A veces, dos días antes de la quincena descubro que no tengo dinero, voy al cajero y con mi tarjeta puedo retirar doscientos o quinientos pesos, que repongo cuando me llega el pago de la empresa donde trabajo. No puedo quedarme sin el servicio de cable, porque mi mamá, que trabaja toda la mañana, en la tarde se divierte con ver programas que no son telenovelas ni programas bobos de espectáculos que transmite la televisión abierta. Mi teléfono móvil es un Nokia de esos que no reciben whatsapp, pero me permite comunicarme con el mundo. Si me quedo sin el teléfono fijo siento que mi casa se convierte en una isla y yo, en automático, me convierto en un Robinson Crusoe. Por eso, cada mes corro a pagar el servicio para que no me lo suspendan.
A veces pienso que los trogloditas fueron más libres, no necesitaron cable ni teléfono ni tarjetas ni energía eléctrica para vivir. Pero, bueno, el tiempo de los trogloditas ya pasó.
¡Mentira! Aún hay sobrevivientes de los trogloditas. Si pienso que la palabra troglodita se aplica a personas bárbaras, aún los veo a diario en la ciudad.
La mañana que fui a pagar el teléfono no lo vi, pero supe que por ahí andaba un troglodita, pariente de los que me topo casi a diario frente a la casa. Digo que caminaba apresurado, pero fijándome del lugar donde iba a dar el siguiente paso, porque las banquetas están llenas de lajas resbalosas. Había avanzado ya casi media cuadra, cuando vi que un señor, con la cochera de su casa abierta y su auto adentro, miraba hacia todos lados. El espacio había sido ocupado por un auto y no podía sacar su auto. Estaba encerrado en su propio espacio de libertad. Pedí a la divinidad que no tuviera mucha urgencia. Un troglodita había hecho caso omiso del letrero (enorme) de no estacionarse y se había estacionado tapando toda la salida. El pobre hombre estaba nervioso. ¿Qué podía hacer? Como dice un clásico personaje de Cortázar en un cuento, no le quedaba más que “esperar, esperar”. ¡Qué impotencia!
Seguí caminando y llegué a la oficina de teléfonos. ¡No había fila para pagar! Me puse en el primer lugar de una fila invisible y esperé que la señorita que estaba en caja me llamara. Igual que el señor de la cochera no me quedó más que esperar, esperar en medio de televisores prendidos, porque la señorita me vio, pero no me llamó, siguió haciendo algo que, sin duda, era urgente, porque accionaba una calculadora manual y le decía a su compañera que estaba detrás de un cristal que el aparato no le permitía hacer la suma de manera correcta. Y la señorita (es un trato honorable que le doy en este textillo) seguía intentando que la calculadora le respetara lo que ella deseaba. “¡Esperar, esperar, no queda más que esperar!”. Ya me lo había advertido Cortázar y yo trataba de aplicar la norma. Me puse a ver lo que en las pantallas exhibían. Pensé que mi mamá era feliz en las tardes, viendo los programas de cocina. Pensar en mi mamá fue como un bálsamo, pero a medida que el tiempo avanzaba y la señorita seguía ignorándome comencé a pensar en la mamá de ella.
Por fin, la señorita me atendió. Le di mi número de teléfono, dijo mi nombre, asentí y le di un billete para que se cobrara. Salí apresurado, ya no debía acudir a otra oficina más que a la mía. Cuando subí a la banqueta me acordé del hombre de la cochera, lo vi desde lejos, seguía como personaje de Cortázar. ¡Dios mío!, pensé. Pobre hombre. Se le miraba tranquilo, pero molesto. ¿Qué podía hacer? ¿Lo que mi Paty sugiere cada vez (muy seguido) que nos topamos con trogloditas que estacionaron su auto frente a nuestra cochera, a pesar de los grandes y visibles letreros de no estacionarse? Mi Paty sugiere hacer lo que don Óscar hacía: ¡ponchar las llantas del auto del troglodita! Pero yo digo que no, porque los trogloditas no entienden razones y si al subirse a su auto encuentran que las llantas están ponchadas y leen (en caso de que sepan leer) que el letrero de la cochera dice: “Se ponchan llantas gratis”, su escaso cerebro les indica que las ponchaduras las infligió el dueño de la casa y como son trogloditas tocan (casi tirando la puerta) y cuando alguien abre (no importa quién sea) los trogloditas le mientan la madre y lo golpean, porque el trogloditismo no razona. Así reaccionan, también, cuando alguien se estaciona frente a su cochera, rayan con un clavo los faldones del auto mal estacionado y quiebran los espejos laterales y cuando el automovilista despistado regresa a su auto le mientan la madre y lo golpean.
Sé que el pobre hombre de la cochera no reaccionaría así. Se veía que él era una persona decente, de esas personas que cuando se colocan en una fila para hacer un pago soportan la ineficiencia de la cobradora y aplican la fórmula mágica que Cortázar enseñó: ¡No queda más que esperar, esperar!
¿Hasta qué hora regresó el automovilista troglodita esa mañana? No lo sé. Tal vez el hombre de la casa, cansado de esperar, cerró la cochera y pidió un taxi. Esto es lo que hago cuando quiero salir de mi casa y hallo que un troglodita se estacionó frente a mi casa. Porque prefiero pensar que no tengo auto a recibir una golpiza.