lunes, 1 de mayo de 2017

PIEDRAS COMO NUBES




¡No son iguales! Creemos que todas las piedras son iguales. Pero no es así. ¿Por qué creemos que todas las piedras son iguales? Tal vez porque todos, cuando fuimos niños, levantamos piedritas. La mamá, ya servida la mesa, preguntaba: “¿Y los niños?”, y el papá, recostado en el butaque, dejaba el periódico, miraba hacia la orilla del lago y decía: “Están levantando piedritas”. Y sí, nosotros niños, arremangada la camisa y arremangado el pantalón, nos inclinábamos de vez en vez y levantábamos piedritas y creíamos que todas, por llamarse piedras, eran iguales. Pensábamos que las piedras de la orilla del lago eran como las que estaban arriba de la montaña, iguales a las que “crecían” en el bosque. Y digo “crecían”, porque cuando corríamos y despertábamos a la abuela y le preguntábamos de dónde venían las piedritas, ella, con su sonrisa de cenzontle mañanero, nos contaba el cuento de cómo las piedras nacían de las semillas más duras, las que no servían para hacer el caldo de verduras.
Pero, ahora, ya viejos, sabemos que las piedras no son iguales. Sabemos que es un acto casi indigno llamar piedras a todas las piedras, como si hubiese un intento de uniformarlas y hacerlas parte de un ejército sin personalidad.
¡No! Conforme crecimos nos fuimos enterando que las piedras eran diferentes. Unas eran las piedritas que levantábamos a la orilla del lago y otras las que son empleadas para cimiento de la casa.
La mamá decía: “¡Niños, vengan ya a comer!”. Nosotros, niños bonitos, guardábamos las piedritas en las bolsas de nuestros pantalones y corríamos a lavarnos con el agua que la tía Elena echaba sobre nuestras manos, esa agua limpia que brotaba de la jarra que ella, tía inolvidable, vertía sobre nuestras manos llenas de lodo. Y cuando nos sentábamos ante la mesa, que los adultos habían colocado a la sombra de los pinos, y la mamá servía la comida, nunca faltaba uno de nosotros que sacaba una piedrita para enseñársela a la abuela, pero en ese instante aparecía, como trueno, la voz de mamá: “¡Niño! ¡Qué no ya te lavaste!”, y, con cara de piedra (perdón), obligaba a que él lavara de nuevo sus manos y que (¡Oh, Dios!), tirara la piedra.
¡No! No son iguales. Se llaman de la misma manera, pero son diferentes. Es otro el aire de la montaña, otro el aire de la playa, otro el aire del desierto, otro el agua que acaricia a la piedra del río. Cada piedra platica con vientos diversos. ¿Qué mira la piedra de la orilla del lago? ¿Qué rumores escucha la piedra que está allá mero arriba del monte donde la cabra camina?
Yo sé que cada piedra tiene un sueño propio. No puede ser el mismo sueño el sueño de la piedra que está adentro de la cueva que el sueño de la piedra que, cada mañana, abre sus ojos en la torre del templo. No puede ser el mismo sueño el de la piedra que siente los pasos atrabancados de las palomas de la plaza, que el sueño de la piedra que tiembla cuando una serpiente se arrastra por encima de ella.
Levantábamos piedritas. La abuela nos contaba el cuento de los hombres que sembraban las semillas duras para que crecieran las piedras. El papá leía el periódico, mientras la mamá, amorosa, colocaba el mantel blanco sobre la mesa que colocaban en la sombra de los pinos; mientras nosotros, con la camisa y los pantalones arremangados, caminábamos en la orilla del lago y levantábamos piedritas, y creíamos que todas eran iguales. Tuvimos que crecer para saber que la piedra que permanece en la oscuridad del túnel es muy distinta a la piedra que, como hoja, como pájaro, crece en lo alto de los árboles, en lo alto de la montaña.