sábado, 15 de julio de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY POLVO TODAVÍA




Querida Mariana: En pleno siglo XXI aún hay polvo de otros tiempos. Los patios de hoy ya están más limpios, pero aún están empolvados. Se entiende, el polvo es necio, como ratón se esconde en las junturas y en los rincones. ¡Ah, qué majadero el polvo!
¿Por qué digo esto? Porque aún existe cierta tradición que nos perjudica como sociedad. Cuando yo era muchachito, muchos papás y abuelos (de esos hombres que habían vivido la época de la revolución) ordenaban a todos los niños que no debían llorar, porque “sólo las mujeres chillan”; es decir, el llanto se tomaba como un acto propio del género femenino. ¿De veras es así? ¡Ay, es un absurdo! El llanto es natural e inherente al ser humano, y no sólo a éste, hay algunos videos donde hay animalitos que lloran por alguna circunstancia.
Rosario Castellanos, en su poema autorretrato, dice: “…el llanto es en mí un mecanismo descompuesto / y no lloro en la cámara mortuoria / ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. / Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo / el último recibo del impuesto predial.” Si mirás bien, en este poema está esa ironía característica de nuestra paisana, pero hay un sustrato verdadero. Yo, ya te conté en una ocasión, cuando falleció mi papá (hombre bueno al que quise muchísimo y sigo amando profundamente) no solté ni una sola lágrima. Mi papá falleció en febrero, en abril cumplía años, así que el día de su cumpleaños todo el caudal sostenido, como si fuese una presa a la que abrieran compuertas, se volvió una catarata. Lloré la muerte de mi padre, dos meses después de ocurrida. ¡Ay, mi Dios, cuánta falta me hacía mi querido padre! Como todos los hijos sigo extrañando su presencia, su risa, su modo de andar, de hablar, su característica presencia con las mangas arremangadas de la camisa. ¿Por qué en su entierro, a la hora que vi que colocaban su ataúd en el hueco y lo llenaban de tierra, no afloró el llanto? No lo sé. Yo diría, a la manera de Rosario, que “el llanto es en mí un mecanismo descompuesto”. Lloro. No soy mujer y lloro, lloro mucho, lloro por nimiedades. Tal vez, igual que Rosario (¡ay, qué insistencia!), no lloro frente a la catástrofe. Lloro, ¿sabés cuándo?, en el instante que, en una película, la chica se aleja y le dice adiós a su amado; lloro cuando algún alumno se despide del colegio; lloro cuando veo que un perrito fue hallado en un basurero; lloro cada vez que releo el Quijote y éste, después de muchas aventuras donde se batió a duelo con monstruos fantásticos, muere recostado en su lecho. Lloro la muerte del Quijote porque se me hace una muerte que no correspondía a su grandeza. El Quijote debió morir en un campo como han muerto los grandes héroes: en batalla. ¡No fue así! El Quijote murió como mueren los viejitos chochos, como mueren los sin quehacer, como mueren los que no sueñan con grandes lances. Como mirás, lloro por nimiedades. Recuerdo un día que acababa de terminar la novela y un amigo se acercó y me preguntó por qué lloraba. Iba a decirle que por la muerte de El Quijote, pero supuse que sería objeto de sus burlas más acervas, así que le dije que porque me había acordado de la muerte de mi gato. ¿Cuándo murió tu gato?, preguntó él. Yo dije: Como cuatro o cinco años. ¡Qué pendejo sos! ¿Cómo vas a llorar por un gato que murió hace tanto tiempo? ¿Por un gato? ¡Qué mudo sos!, me dijo. Sí, pensé, si le hubiera dicho que lloraba la muerte de El Quijote se habría burlado cuatro meses seguidos, sin pausa.
No soy mujer y lloro. Mi papá lloraba cuando veía algún final dramático en una película, colocaba su codo en el descansabrazos y con su mano tapaba su rostro, para que nadie lo viera llorar. Lo que él hacía es lo que hago yo también cuando voy al cine. Me da pena llorar en público. Aún hay resabios de esa prohibición tonta en que un hombre no debe llorar, porque el llanto sólo le está permitido a las mujeres. Si una muchacha bonita llora hasta se ve bien, ¡ah!, pero si es un hombre el que llora no falta el tipo que lo acusa de cobarde. ¡Qué idea tan tonta! A los hombres no les está permitido mostrar sus sentimientos de dolor y de pena.
Y digo que aún quedan resabios de ello, porque el otro día presenté una fotografía del Niñito Fundador, de Comitán, y más de dos personas se inquietaron porque estaba vestido con un ropón. Preguntaron por qué lo visten con ropa de niña si es niño. Aún pensamos (en estos tiempos en que se aboga tanto por la inclusión y por eliminar ideas de exclusión) que la vestimenta “hace al santo”. Aún se determina que el color azul es para los varoncitos y el color rosa para las hembritas. Lo escribo así porque así lo dicen: varoncitos y hembritas; es decir, niños y niñas. Si un niño viste una camisa de color rosa le hacen bulling, lo maltratan y alertan al papá, porque el hijito puede “amamparse”. Qué triste que un color determine la virilidad o la feminidad.
¿Y qué pasa con las faldas de los escoceses? Juan, quien vivió un año en Escocia dice que la falda que visten los hombres en ceremonias especiales es un símbolo de libertad. Los compas de allá comenzaron a usarlo por una necesidad utilitaria, algo que tiene que ver con el clima.
¿Y con los lacandones? ¿Qué pasa? Ellos son sabios, usan una túnica blanca, de manta, hombres y mujeres sin distinción. Los hombres (¿desde siempre?) usan cabelleras largas. ¿Alguien pregunta por qué los hombres tienen cabelleras largas “como si fuesen mujeres”? Querida niña mía, no quiero ser impertinente, pero Jesús (el mero mero) casi casi vestía como lacandón: vestía una túnica y tenía cabello largo. ¿En dónde está el problema?
Ya casi no hay personas que critiquen el hecho de que las mujeres vistan pantalón. Esto es así porque ahora son millones y millones de mujeres que visten pantalón, prenda que, anteriormente, se consideraba exclusiva de los hombres. ¿Quién otorgaba tal “exclusividad”? ¡Ah!, pues vos sos niña lista y sabés. Antes, las personas decían que una mujer era “marimacha” si usaba pantalones. Por fortuna, tal resabio se está erradicando. ¡En buena hora!
En estos ejemplos ha quedado claro (así lo espero) que la forma de la ropa y el color no determinan un rol sexual. Los seres humanos vestimos para protegernos de las inclemencias climatológicas, y hay diferencias culturales dependiendo si alguien vive en una montaña o vive en una costa. En Comitán, las muchachas bonitas usan shorts muy de vez en vez, pero en Tonalá, las niñas siempre caminan por las banquetas mostrando el palmito. En Comitán, todo mundo masculino se alebresta cuando, en el parque central, aparece una chica con short y con una mínima playera. He visto en fotografías tomadas en la playa de Copacabana, en Brasil, cientos de mujeres bellas en traje de baño, la mayoría en bikini. ¿Qué pasa en Uninajab? Es una pena, pero muy pocas chicas visten bañadores bellos, la mayoría se mete a las albercas con unas grandes camisetas que provocan lástima. Dicen que así se bañaba doña Mariana, con una gran túnica que, al contacto con el agua, se convertía en algo así como un paracaídas todo chueco. ¡Son rasgos culturales, mi querida niña! Mientras sea chiste y broma no hay problema. El problema inicia cuando se toma como una posición a ultranza de prohibición. “Los hombres no lloran”, decían los muy machos. ¡Ah, pucha! Que cada quien demuestre sus sentimientos como bien le vayan. Los sanadores dicen que es bueno llorar a moco tendido, de vez en vez, para soltar todo lo negativo y erradicar la carga nociva. ¿Cómo una persona vive el duelo de la pérdida de un ser querido? Debe llorarlo, llorarlo mucho, para recuperar la resignación ante el destino fatal del hombre. Hay ocasiones (todo mundo lo ha sentido) que algo está trabado en la garganta, es una cuerda invisible, pero pesada, lastimosa. ¡Hay que botarlo! ¿Cómo? Llorando.
El ropón que vestía el Niño Fundador de la fotografía era una bellísima túnica, con bordados realizados a la usanza chiapaneca. Era un traje artesanal de gran factura. Pocas personas repararon en la hermosura del traje. Lo que llamó la atención fue: ¿Por qué lo visten de niña si es niño? Hay, sin duda, un desconocimiento de las culturas pasadas y una visión muy parcial de lo que significa la inclusión y la equidad, materias que el Nuevo Modelo Educativo tiene como prioridad. Qué bueno que los niños y jóvenes de estos tiempos se eduquen de manera diferente, para que sean tolerantes. Yo recuerdo que en muchas fotografías del siglo pasado (fotos en sepia, bellísimas) aparecen niños, ¡varones!, muy dignos, con ropones porque estaban vestidos para una ocasión especial.
Catalina dice que antes que hombres y mujeres somos seres humanos y esto nos hace iguales a todos. Dice que es el principio básico de la equidad. Los derechos humanos no hacen distinción entre varones y hembras, son principio esencial de los seres humanos. ¿Cómo debemos vestir? Como queramos. Mi papá repetía a cada rato aquellos versos de Góngora: “Ándeme yo caliente / ríase la gente”. Ah, que sabiduría Gongoriana tan de lujo; ah, que sabiduría de mi padre a la hora de decirlo y ejercerlo. En comiteco podría decirse: “Yo visto como quiera, cotz para los demás”.

Posdata: Las minifaldas que vestían las chicas de mi adolescencia eran bellas. Pero igual de bellas son las chicas que ahora usan pantalones bien ajustados y los llenan de manera sin igual.
Limpiemos bien la casa de todos. Aún hay polvo de tiempos ingratos.