viernes, 21 de julio de 2017

LOS REPIQUES




Fui niño temeroso, pero subí, en varias ocasiones, al campanario del templo de Santo Domingo. En ese tiempo, los niños acólitos subíamos a través de escalones de piedra hasta un espacio donde había una escalera de madera, enorme. Si como decía la canción: “Para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita”, yo estaba seguro que esa era la escalera grande, inmensa. Subir por los escalones de piedra era como un juego simpático, porque era una escalinata donde no había mayor riesgo. La escalera ascendía por los muros de la torre y tenía huecos por donde pasaba el viento y la luz, pero al final, se llegaba a una estancia vacía (la recuerdo con piso de tierra), que nos recibía con su enorme y endeble escalera de madera. Era el último tramo para acceder a lo más alto de la torre, lugar en donde estaban las campanas que debíamos tocar para que los fieles supieran que ya era hora de ir a misa de seis de la tarde. La escalera medía cinco o seis metros.
Los compañeritos no eran temerosos. Ellos estaban acostumbrados a trepar sobre bardas o subirse a árboles para cortar jocotes, pero yo, ¡por el amor de Dios!, con trabajo subía a una silla para bajar la caja con galletas de la alacena. Yo estaba acostumbrado (hasta la fecha) a ver las frondas de los árboles y maravillarme ante sus alturas, viéndolas desde tierra firme. Desde abajo levantaba la vista y decía: ¡Ah, qué grandes!
En una ocasión llegó a la casa una delegación de norteamericanos. No sé qué llegaron a hacer a Comitán ni sé qué llegaron a hacer a la casa (como la corresponsalía del Banco Nacional de México estaba en casa, tal vez llegaron a cambiar dólares y, tal vez, era una delegación de arqueólogos que andaba haciendo estudios en alguna zona arqueológica). Víctor, que era el hijo de la sirvienta, los vio entrar a la casa y, corriendo, fue a llamarme al sitio, donde yo jugaba con los soldaditos de plomo que mi papá me había traído de Puebla. “Vení, vení”, me apuró Víctor. Casi no podía hablar de la impresión. Yo dejé los soldaditos en la arena y corrí hacia donde Víctor me indicaba. “Gigantes, gigantes”, decía Víctor y alzaba los brazos indicando la altura infinita de los seres que había visto. En efecto, los gringos eran altísimos. Yo me paré en seco, me apoyé en un pilar del corredor y miré al güero que estaba a escasos dos metros de distancia. Sí, medía más de dos metros. Era enorme. Estuve seguro de que si levantaba sus brazos podía alcanzar el foco que pendía del techo. ¡Ay, los trabajadores de la casa necesitaban subir a una escalera cuando cambiaban el foco! A pesar de que el techo de mi casa de infancia era altísimo (como en la mayoría de casas tradicionales de Comitán) yo vi que el gringo podía fácilmente alcanzar el foco, sin necesidad de subir a una silla o usar una escalera. ¡Era como un árbol de jocote, de jocote güero!
Mientras subíamos por la escalinata de piedra del templo yo era feliz. A veces me acercaba a uno de los huecos que daba a la calle y sentía el aire y me sentía pájaro porque estaba por encima de las frondas de los árboles, pero conforme nos acercábamos al espacio donde estaba la escalera de madera comenzaba a sentir una sensación de frío en todo mi cuerpo. No escuchaba las bromas de los demás acólitos, pensaba en cómo subiría por esa escalera enorme. Yo, por supuesto, no podía subir al principio, pero tampoco era bueno quedarme al final. Procuraba ponerme a la mitad de la fila. Pensaba (qué tontería) que los que ya habían subido podían, en un momento determinado, ayudarme a subir tendiendo sus manos, y los que se quedaban atrás, me detendrían en caso de que yo resbalara (¡qué tontería!). Por lo regular cuando yo colocaba las manos en los primeros travesaños ya los niños de adelante habían llegado a la parte superior y corrían hacia las campanas. Yo comenzaba a subir, temblando, haciendo caso a la recomendación de no ver hacia abajo para no marearme. Pero los de atrás me apuraban: “¡Ora totozón! ¡No tenemos tu tiempo!” y yo sentía que conforme subía, la escalera se movía como barco en medio de una tormenta y escuchaba el crujido de la escalera que se quejaba por la cantidad de muchachitos trepados. La escalera se pandeaba y a mí me entraba un pánico que casi me obligaba a detenerme. Pero no podía hacerlo, porque ya estaba a mitad del ascenso y los de atrás gritaban que yo me apurara.
¿Cómo lograba subir hasta arriba? Hasta ahora no lo sé. Tal vez el Espíritu Santo se apiadaba de mí y me ayudaba a trepar. Una vez arriba olvidaba mis temores y me acercaba al resto de la muchachitada y los miraba tocar las campanas. Ellos disfrutaban ese sonido. Movían sus brazos con fuerza y le daban con todo a la cuerda que movía el badajo. Yo miraba el cielo desde esa altura y me sentía bien. Me sentía bien, siempre y cuando no comenzara a pensar en la bajada. Una vez hice el experimento de bajar viendo hacia el frente y sentí la muerte hablándome al oído. Javier (que era el líder de los acólitos) me dijo que no llorara (yo lloraba y estaba apersogado de tal manera que no podía desprender mis manos). Javier hizo que subieran dos de los niños que ya habían bajado para que me ayudaran. Esos dos niños lograron hacerme bajar. Uno de ellos, como chango, subió por detrás de la escalera y rodeó a ésta y me abrazó, para que yo me sintiera seguro, y el otro niño destrabó mis manos y fue guiando cada uno de mis pies. Así llegamos al piso. Yo no podía dejar de temblar.
Yo era un niño tímido y temeroso. ¿De dónde tomaba valor para subir al campanario del templo de Santo Domingo?