martes, 4 de julio de 2017

TREINTA AÑOS




El director de la biblioteca Rosario Castellanos Figueroa, de Comitán, me invitó a participar en un acto de celebración. Paso copia del textillo que leí:

Comitán conmemora treinta años de la apertura de la biblioteca Rosario Castellanos Figueroa. Hoy, estoy antes ustedes por amable invitación del actual director para hablar un poco acerca del origen. Y esto es así porque me cupo el honor de ser el primer director de esta biblioteca.
Entiendo que los cronistas (que ahora son muchos y diversos en nuestro pueblo) son las personas indicadas para dar a conocer los sucesos históricos que marcan el desarrollo de las sociedades. Yo no soy cronista, por lo tanto no compartiré con ustedes más que mi experiencia personal, los recuerdos que puedo tener de tal periodo.
Si tengo sesenta años, significa que tenía treinta cuando fui nombrado director.
Ahora, muchos estudiantes ven sin asombro el sistema de estantería abierta. Por ello, tal vez sea bueno recordar que, antes que esta biblioteca existiera, las demás del pueblo (si es que habían) eran de estantería cerrada.
Recuerdo, en mis tiempos de estudiante, una biblioteca pública que estaba en el palacio municipal. Donde ahora está la entrada principal, en los años setenta, más o menos diez o quince metros a la derecha había una puerta de dimensiones regulares que era el acceso a la biblioteca de estantería cerrada. Esto de estantería cerrada significaba que los lectores al entrar nos topábamos con un mostrador de madera que era una división tajante entre el territorio de los lectores y el de los libros bajo el resguardo de una señora de mirada severa. Los estudiantes, tímidos, casi temerosos, nos acercábamos sin saber bien a bien cómo funcionaba ese sistema que era como un tendejón. La diferencia entre el tendejón que vendía azúcar, café, frijol, atados de tostadas, chile seco, gaseositas, mole, y mil esencias más, y la biblioteca era que ésta tenía libros y que éstos, a diferencia de las tostadas, no se vendían, sólo se prestaban. Digo pues que nos acercábamos y buscábamos en la libreta el título del libro que, por encargo del maestro de literatura, debíamos leer para hacer un resumen. Buenas tardes, tiene usted el libro “Las cartas de relación de Hernán Cortés”. La encargada de la biblioteca nos miraba por encima de sus lentes, no respondía al saludo y, como si estuviese condenada a realizar un trabajo forzoso, hacía para atrás su silla, se levantaba como si fuera un elefante artrítico e iba directamente al estante en donde se hallaba el libro solicitado. Llená la ficha, ordenaba y deslizaba un papel sobre la superficie del mostrador. Escribíamos el título del libro, nombre del autor, nombre del lector y fecha del día. Y el trueque se hacía, ella, la encargada, daba el libro mientras nosotros dábamos la ficha llena y la credencial. Hasta ahí todo más o menos bien. No se nos fuera a ocurrir la brillante idea de solicitar otro libro para consulta. Esto era como prender un cohete en la oreja derecha de la encargada. Lo menos que recibíamos era una regañada del siguiente tipo: ¿Otro libro? Pero, ¿para qué quieren otro libro? Tienen dos ojos, sí, pero es imposible, óiganlo bien, imposible que un ojo les sirva para leer un libro y el otro para leer otro. No se puede, muchachitos. Confórmense con leer uno. A ver si lo entienden. Después de la regañada ella volvía a sentarse en su escritorio y seguía pintándose las uñas.
Se sabe que el hábito de la lectura no es muy frecuente entre la juventud estudiosa de este país. Siempre ha sido así. Las multitudes prefieren la imagen que da la televisión, que otorga el cine. La mayoría de estudiantes que, en aquel tiempo, se acercaba a la biblioteca oscura y húmeda, lo hacía porque el maestro fulano de tal había dejado una tarea. No quedaba más que acercarse a aquella biblioteca resguardada por una estricta mujer que tenía cierta semejanza con las mujeres que cuidaban penales y que, sin duda, hubiese sido más feliz detrás de un mostrador de tendejón, ya que esto le permitiría platicar a gusto con señoras que llegaran a comprar un kilo de arroz y una penca de plátanos. Así pues, después de las regañadas, era difícil que algún joven lector intentara acercarse a la biblioteca para leer algún libro. El mostrador era (como lo sigue siendo hasta la fecha) una línea divisoria que no podía traspasarse. Ah, acudir a la biblioteca pública era un suplicio. Lo mejor era no acercarse, lo deseable era permanecer lejos de esa mujer que hacía todo lo posible para ser comparada con las integrantes del ejército alemán, en tiempos de Hitler.
Permitan que en este momento haga una digresión y comparta una pregunta con ustedes: “¿Cuál creen que la causa del éxito de las tiendas de conveniencia que se llaman Oxxo?”. Que venden casi de todo. ¿Quieren condones? Hay condones. ¿Azúcar? Venden azúcar. ¿Trago? Venden trago en oferta, una botella de ron con dos cocotas. Bueno, con decir que no sólo venden hotdogs sino también tamales chiapanecos. ¡Bendito Dios! Pero, la gran ventaja es que no es de estantería cerrada, sino de estantería abierta. Los consumidores entran, caminan por los pasillos y tienen la “libertad” de elegir lo que desean. Una muchacha bonita se siente más cómoda si toma la bolsa de toallas íntimas que si tiene que pedirlas al señor que atiende detrás del mostrador.
Bueno, pues esto, que pertenece al terreno de la mercadotecnia moderna, fue lo que sucedió con nuestra biblioteca que este mes celebra treinta años de fundada.
En el sexenio del presidente Miguel de La Madrid, una mujer de nombre Ana María Magaloni propuso que se creara la Red Nacional de Bibliotecas Públicas. La meta era ambiciosa: que cada municipio del país contara con una biblioteca de estantería abierta; es decir, que se eliminara, para siempre, el mostrador que separaba a los lectores de los libros.
Así como en los Oxxo los compradores salen con productos que al entrar no llevaban anotados en su agenda, de igual manera, la biblioteca pública de estantería abierta permite que los lectores conozcan a autores que no habían contemplado anteriormente.
Una mañana, en Comitán comenzó a circular el rumor de que abrirían una biblioteca pública. En ese tiempo, el general Absalón Castellanos Domínguez era el gobernador de Chiapas y el licenciado Gonzalo Ruiz Albores era el presidente municipal de Comitán. No sólo se abriría la biblioteca, también comenzaría a funcionar la oficina del DIF regional cuyas oficinas estarían en el complejo arquitectónico que construían en las inmediaciones del panteón municipal. La esposa del presidente municipal me llamó y dijo que le daría gusto que yo fuera el director del DIF regional. Dos minutos después de la reunión con la señora Lucely ya medio Comitán sabía el chisme y muchas personas comenzaron a llegar al pasaje morales donde mi mamá tenía una tienda de estambres para recomendar a sus hijas que eran licenciadas en administración o que eran secretarias a fin de que yo les diera una plaza, porque, en efecto, lo que la esposa del presidente me ofreció fue una camioneta para mi traslado personal, un chofer, un salario atractivo y elegir a cuarenta personas que integrarían la nómina inicial de tal complejo de servicio social. Cuando la señora Lucely terminó de ofrecer la dirección del DIF yo le pregunté si era cierto que abrirían una biblioteca pública. Sí, dijo ella. Entonces le catafixié su generoso ofrecimiento: en lugar de ser director del DIF regional le pedía ser director de la biblioteca. Al día siguiente me dijo que el presidente había aceptado la propuesta, pero, ¿yo lo había pensado bien? El pago del director de la biblioteca saldría del erario municipal, en cambio el de director del DIF regional era un pago que salía del erario estatal. El pago del director de la biblioteca era pishcul, el otro era choncho. ¡No dudé! Mi vida, desde siempre, había estado ligada con los libros. Era un lector empedernido desde que tenía once años; es decir, llevaba diecinueve años enredado en el mundo de los libros. Así fue como recibí el nombramiento de director de la biblioteca.
El presidente municipal me llamó y dijo que pensaba que el nombre más idóneo era el de la escritora comiteca, pero que me encargaba que fuera el nombre completo. Fue una idea muy atinada, que el nombre fuera el de Rosario Castellanos Figueroa, para rescatar el apellido materno que se escapa en muchos ambientes literarios e intelectuales.
De igual manera, el presidente me dijo que además del director, de acuerdo con los lineamientos de la red nacional de bibliotecas, debía contratar a cuatro personas que se encargaran de la sala de consulta, de la sala infantil y del registro. Esa mañana me presentó con las cuatro muchachas bonitas que habían sido contratadas: Charito, Rosita y dos Lupitas. Con ellas nos trasladamos a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas en donde recibimos un curso de capacitación inicial.
Como en ese tiempo, la presidencia municipal estaba en remodelación, las oficinas funcionaban en el edificio donde actualmente están las oficinas de Megacable y de Videocentro. El presidente determinó que la planta baja de dicho edificio se destinara a la biblioteca, comprometiéndose a acondicionar otro espacio para que cuando el palacio municipal estuviera listo, la biblioteca tuviera un lugar permanente.
Una mañana llegó un tráiler a Comitán con decenas de cajas de cartón conteniendo todo el acervo bibliográfico, señalamientos, estantes metálicos y demás aditamentos. El ayuntamiento comiteco tenía el compromiso de proporcionar mesas y sillas (las que actualmente existen, ya un poco deterioradas) y el local para el funcionamiento. Como ya mencioné, el gobierno municipal se encargaría de pagar los salarios del personal, como creo que hasta la fecha así sucede. Ah, esa mañana fue un día de fiesta para muchos. Era emocionante abrir las cajas y oler el aroma de los libros nuevos, libros de ciencia, de tecnología, de historia, de geografía, de literatura, de fotografía, de cocina, de cuentos infantiles, de arte, de… ¡uf, de mil asuntos que interesan al ser humano! Fue emocionante ver el mobiliario especial para la sala infantil, sillas y mesas chaparritas que estaban en espera de que los chiquitíos comitecos se acercaran para descubrir la magia indescriptible de la imaginación.
Por fin quedó lista la biblioteca. Muchas personas caminaban por las banquetas y pegaban sus rostros a los cristales para ver qué había en el interior y nosotros, que estábamos adentro, ultimando detalles, sabíamos que ese espacio, más que ningún otro, era un espacio lleno de luz. La intención de los gobiernos federal, estatal y municipal era precisamente esa, que los mexicanos tuvieran acceso al conocimiento y a la diversión a través de los libros, en forma gratuita y cercana.
En mayo ya estaba lista la biblioteca. ¿Cuándo abrimos?, fue la pregunta que le hice al presidente. La respuesta fue que debíamos esperar una fecha que estuviera disponible en la agenda del gobernador, porque don Absalón quería venir a la inauguración oficial. Pero, ¿cuándo sería esa fecha? El presidente, ya molesto, me quedó viendo con cara de ¡no estés molestando! Pero yo molesté, porque sugerí que abriéramos ya y que la inauguración oficial se hiciera cuando desearan. Se acercaba la época de exámenes finales. La biblioteca serviría para reforzar el estudio. El presidente dijo que era buena idea. De esta manera, la biblioteca se abrió antes de su inauguración. Al principio de esta charla dije que compartiría mi experiencia personal. Dos días antes de la apertura fui a la estación de radio XEUI, al programa noticioso que conducía Juan Manuel González Tovar, y lancé la noticia de que se abriría la biblioteca pública y di a conocer las características de su funcionamiento. El día que abrimos, durante la mañana llegaron veinte o treinta personas adultas para conocer el espacio y felicitarnos por ese logro para Comitán, pero la locura estuvo en la tarde. Cuando llegamos a abrir (quince minutos antes de las cuatro) el amontonamiento de jóvenes estudiantes era impresionante. ¡Cientos de muchachos estaban arremolinados en la entrada! Como las indicaciones de la red nacional era que cada usuario firmara el libro de registro con su nombre, edad y lugar de procedencia (escuela, en este caso) pedí que los muchachos hicieran una fila, fila que abarcó una cuadra y dio vuelta. ¡Ah, ese fue un momento prodigioso para Comitán!
Lejos había quedado el recuerdo de las bibliotecas con estantería cerrada. La modernidad había llegado a Comitán. Esos estudiantes fueron el eslabón de la transición. Ahora, insisto, todos los usuarios que llegan a la biblioteca lo ven con la mayor naturalidad. Es normal, esta historia ya tiene treinta años.
Estoy seguro que en estos treinta años se han dado muchísimas anécdotas. Las bibliotecas no sólo son lugares para leer, son lugares, también, para el encuentro.
Una semana después que abrimos, llegó a mi oficina la encargada de la sala infantil y me dijo que solicitaba su cambio. ¿Estaba a disgusto con su labor? No, dijo, todo está bonito, menos el viento. ¿El viento? Sí, me dijo, venga usted a ver y fuimos a la sala infantil que se había colocado al lado del espacio con ventanales que da mero enfrente al valle que termina en la Ciénega. Los cristales se columpiaban, dijo ella. En efecto, el viento que chocaba contra los cristales provocaba un ligero movimiento en los mismos y el sonido que hacía era como de cien elefantes agripados. Fue necesario que llegara un arquitecto y la tranquilizara diciendo que no ocurriría lo que ella pensaba: que la pared de cristal se derrumbara. Hasta la fecha, el edificio se mantiene muy orgulloso de haber sido uno de los primeros edificios con tal altura.
Dos semanas después de la apertura, la encargada del registro me llamó y dijo que viera al muchacho que estaba sentado cerca de la sección de libros de Historia. Lo vi, eran las once o doce de la mañana. ¿Ya lo vio usted bien? Sí, le dije. ¿Ya miró usted cómo está vestido? Sí, volví a afirmar. ¿Por qué? No, por nada, me dijo. En la tarde, como a las cinco o seis, me llamó y me dijo que viera al muchacho que estaba sentado cerca de la sección de libros de literatura. Sí, dije, es el mismo muchacho de la mañana. Ella dijo que no era el mismo, porque estaba vestido de manera diferente. ¿Y eso qué tiene de raro?, dije. Es un muchacho que va a su casa, come, se baña y se cambia de ropa. No, dijo ella, yo pienso que son gemelos. Ah, qué maravilla, dije, pero eso nada tiene de raro, hay muchos gemelos en el mundo. Lo raro, dijo ella, es que ellos dicen que no tienen hermanos. ¿Cómo? Sí, cada uno de ellos se cree hijo único.
La historia, estarán de acuerdo, se tornaba interesante. La encargada del registro había detectado los nombres diferentes de los muchachos que eran como una gota de agua. El que llegaba en la mañana era idéntico al que llegaba en la tarde. Yo dije que era imposible que, en el Comitán de hace treinta años, nunca se hubieran topado en la calle ambos y se hubiesen reconocido con sus rostros iguales. Parece que así es, me dijo la encargada de la sección de registro. Así siguió la historia por varios días hasta que el espacio hizo su magia: los dos se toparon frente a frente. Fue como si alguien se viera en un espejo, con otra ropa, pero con los rasgos idénticos. No había duda. ¡Eran gemelos! Nunca nos adentramos en sus historias. A veces los veo caminar por las calles del pueblo. ¿Cuál era la verdadera historia? Quién sabe.
Digo que las bibliotecas son espacios de encuentros y desencuentros, lugares donde la vida se concentra con su luz y su sombra.
En Comitán ya nunca más bibliotecas con estantería cerrada.
El proyecto no alcanzó lo programado. A nivel federal hubo un recorte presupuestario y no se logró la meta de que cada municipio contara con una biblioteca similar a la nuestra. En este momento no sé cuántas bibliotecas en el país constituyen la red nacional.
Otro fallo del proyecto de la Magaloni fue que, en muchas ocasiones (no es el caso de esta biblioteca, por fortuna) los encargados no son personas amantes de los libros. Como los presidentes municipales tienen el poder de mover a los empleados de las bibliotecas con la misma facilidad con que el jugador de ajedrez hace un gambito, en ocasiones, no colocan a personas con el perfil adecuado sino a gente que solicita una chamba de lo que sea.
Acá en Comitán somos afortunados. Fuimos de los elegidos para contar con una biblioteca pública y hemos tenido personas que han permanecido durante varios años realizando una labor encomiable, porque, en un país donde la lectura no es el pan de todos los días, es necesario que existan verdaderos sembradores para que los árboles de la imaginación crezcan en los niños y jóvenes. Acá puedo mencionar a Raúl Espinosa, quien, durante varios años, ha hecho una labor con conciencia.
Hasta acá mi recuerdo de lo que sucedió hace treinta años, hasta acá un comentario breve acerca de este proyecto generoso con la patria.
Agradezco la gentileza del director Roberto Durán por invitarme a compartir con ustedes estas líneas que no son más que hilos sueltos de una historia común. Falta, estoy seguro, los testimonios de los demás actores. Estoy seguro que el actual director estará en el festejo de los cincuenta años y dará su testimonio. La biblioteca bien merece una página completa en nuestro libro común.
Muchas gracias a todos ustedes por su atención y complicidad.