martes, 5 de septiembre de 2017

CARTA A MARIANA, DANDO UNA VUELTITA POR JAPÓN, POR ESPAÑA Y POR ARGENTINA




Querida Mariana: Quique se vio en una disyuntiva el otro día: Veía, por televisión, un partido de fútbol o un partido de tenis. Optó, ¡por supuesto!, por el tenis, deporte de príncipes. Me dio gusto su elección, porque eligió el caviar por encima del frijol. Fue un poco como si a mí me dieran a elegir entre ver un partido de tenis o leer una novela de Vila Matas. Claro, elegiría a Vila, aunque en la cancha estuviera Vilas, el famoso tenista argentino. (Vilas ya no debe jugar, no sé cuántos años tiene, pero ya anda más allá de los sesenta.) Siempre elegiré a los Vila del mundo literario por encima de los Vilas del mundo deportivo. Cada uno elige lo que le gusta. Los millones de fanáticos que prefieren ver el fútbol antes que la lectura tienen todo el derecho de hacerlo. Quique usó su derecho de elección. Los millones de lectores en el mundo hacemos lo mismo: elegimos las nubes que nos hacen volar, ser felices.
Uno de los dones de la lectura (lo sabe todo mundo) es su capacidad de ubicuidad. A mí me sigue sorprendiendo esa gracia divina: mientras estoy en Comitán (o en cualquier lugar) estoy en otro, al mismo tiempo. La historia literaria estimula mi imaginación y la lleva al territorio donde aquella sucede.
Como mi memoria es muy endeble, este año llevo una puntual relación de libros que he leído. Ayer en la tarde, mientras llovía, me paré frente a la ventana y leí la relación. Comprobé que este año (sin salir de Comitán) he estado en muchos países, gracias a la lectura.
Los lectores sabemos que no hay mayor deleite que viajar, desde casa, a muchos lugares estimulando nuestra imaginación. Esto hace que cada país tenga una parte importante de nosotros, que cada país sea un poco un país creado por nosotros, con la guía del autor.
El año lo comencé en Japón, porque en los primeros días de enero leí una novelilla de Kitamura, y como siempre me ha gustado este país le seguí con cuentos de Dazai. De ahí, como andaba en cuentos y siempre me han gustado los cuentos seguí en este país y leí cuentos del mexicano Rafael Pérez Gay.
Ahí fue cuando me topé con el ya citado Vila Matas, con un relato autobiográfico que se titula: “París no se acaba nunca”, que tiene cierta semejanza con la famosa “París era una fiesta”, del no menos famoso Ernest Hemingway. De París (sin escalas) volé hasta Argentina al leer cuentos de Mariana Enríquez (quien es amiga de Samy, el dueño de la librería Lalilu).
¿Mirás qué maravilla? ¡Ah!, el prodigio: Un pie en el parque central de Comitán y el otro pie en alguna calle de Buenos Aires o en un bulevar de París.
Andaba en esas cuando recibí un envío de parte de mi admirado amigo David Tovilla, era su libro más reciente: Bragadicto, que, como su título advierte, cuenta historias de hombres que, como dijera el vulgar encantador de Mario, “les encanta el olor a pantaleta”.
Luego le entré a un libro que reúne la mayoría de cuentos escritos por Roald Dahl, escritor que llevó a la práctica la teoría en la que yo también creo: “Los escritores deben escribir textos que no sean aburridos”. Este libro lo disfruté mucho, así como disfruté el de Vila Matas. ¿Recordás que en la contraportada de mi novelilla “Yo también me llamo Vincent”, el comentario editorial fue que estaba escrita al más puro estilo Vila Matas y ni vos ni yo habíamos leído jamás al tal Vila? Bueno, si me acerco a tal estilo lo entiendo como un elogio.
Seguí con los cuentos. Ahora fueron los de una chilena que Bolaño alabó: Alejandra Costamagna.
Y seguí caminando por la misma senda. Leí cuentos de la mexicana Cristina Rivera Garza, quien se me hace una autora medio inflada por la crítica. Sus cuentos no me inspiraron como sí lo hicieron los cuentos de Dahl, por ejemplo.
Y luego llegó a mis manos una novela sensacional: “El museo de la inocencia”, de Orhan Pamuk, Premio Nobel. ¡Ah!, un deleite la novela.
Y, para que se entienda que no sólo en Estambul hace viento, llegó a mis manos el libro de un autor chiapaneco, mi amigo Héctor Cortés Mandujano: “Mapaches. Campos de maíz, campos de guerra”. Ya sugerí su lectura en los videos que subo semana a semana en este chunche, porque es un libro que da cuenta puntual de este movimiento chiapaneco histórico. Y ya encarrilado leí la novela: “Piedras, polvo: la película”, del mismo Héctor.
Luego le entré a la novela “Los años sabandijas”, de Xavier Velasco. De Xavier más que la novela que obtuvo el Alfaguara (“Diablo Guardián”) me gustó la novela “La edad de la punzada”, donde hace un recuento de su vida adolescente, con gran desenfado y con humor.
Y en este camino apareció Murakami, el tal Haruki, que considero no tiene la categoría para ser considerado constante aspirante a recibir el Nobel. Tal vez algún día se lo concedan, pero en tal concesión prevalecerá más el sentido de mercadotecnia que el sentido estético. Pero, como mi goce literario también es mi oficio leí “De qué hablo cuando hablo de escribir”, así como leí “De qué hablo cuando hablo de correr”. Así como en el de correr habla de su gusto por la carrera, en el otro habla de sus obsesiones por la escritura.
Cayó en mis manos una novela de Carson McCullers, la autora de la gran novela breve “La balada del café triste”. Cuando “La balada” llegó a mis manos (hace muchos años, de manos de mi maestro Pepe Martínez) supe que estaba frente a una obra maestra. ¡Ay, padre mío! La novela que leí este año, “Reflejos en un ojo dorado”, es malísima. No podía creer que una autora genial pudiera escribir tal bodrio.
Para tratar de quitar el mal sabor, leí “Carthage”, novela de mi admirada Joyce Carol Oates. “Carthage” no alcanza las dimensiones de “La hija del sepulturero” que sí me deslumbró, pero, cuando menos, no estuvo tan mal como la de la McCullers. Por favor, querida mía, no vayás a leer nunca, ¡nunca!, “Reflejos en un ojo dorado”. La McCullers nunca supo que Dahl sugería que los libros fueran atractivos, entretenidos, inteligentes, seductores.
Luego, Carlos Silva Camacho pasó por Comitán y me obsequió su novela “Laguna verde” y anduve por Veracruz, en la región donde está aquella nucleoeléctrica.
Continué con un libro de otra Premio Nobel, Doris Lessing: “El quinto hijo”. Novela intensa, abrumadora.
La novela de la Lessing fue como el preámbulo para que leyera otra novela espléndida de Pamuk: “Me llamo Rojo”. Este ejemplar me lo obsequió Malena Jiménez. Lo tenía entre los pendientes y apareció y fue un deslumbre su lectura.
Luego Óscar Palacios me envió su novela “El factor Karamazov”. La leí y fui uno de los comentaristas la noche en que la presentó en Comitán, en la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez.
De ahí me brinqué a leer el más reciente (y parece que último) libro de Rius: “Los presidentes dan pena”. Un libro flojo. Libro que quedó muy lejos de otros que son lectura obligada de los seguidores de este fantástico caricaturista que falleció recientemente.
¿Qué más? ¡Ah, sí! Una novelilla infantil: “El libro salvaje”, de Juan Villoro. Autor que no termina de convencerme; autor que también pienso está colocado un peldaño arriba del lugar que le corresponde. Pero, bueno, querida Mariana, es cosa de gustos. Conozco amigos que admiran todo lo que Villoro escribe. Yo creo que es como el Carlos Fuentes de estos tiempos y, sin duda, María Félix estaría de acuerdo conmigo.
Luego leí una novela de un autor español que desconocía: Juan Gómez Bárcena. La novela “Kanada” no me desagradó. Trata un tema interesante: ¿Qué pasó con los sobrevivientes de la gran guerra?
Luego me trasladé a la tierra de mis ancestros: Italia. Leí “La banda de los Sacco”, de Andrea Camilleri. Una ficción basada en un dramático hecho real: La historia de los Sacco, una familia honesta y trabajadora que, de pronto, se ve inmersa en una situación desastrosa cuando la mafia irrumpe en su vida armoniosa y la transforma de manera brutal.
Luego compré la novela “Fuego 20”, de Ana García Bergua. Escritora que tiene toda mi admiración por los escritos que publica, cada quince días, en el suplemento cultural de La Jornada, pero cuyas novelas y libros de cuentos siempre me dejan con un sabor medio amargo. Ésta no fue la excepción, comencé emocionado, pensando que ahora sí había logrado una buena novela, pero al final me decepcioné. No supo cómo amarrar un elemento que introdujo y quedé lamentando su genio creativo.
Para tratar de compensar la decepción compré dos de Pamuk: “La casa del silencio” y “La vida nueva”. ¡No! No tuvieron la grandeza de “El museo de la Inocencia” y de “Me llamo Rojo”, pero hubo párrafos que sí lograron iluminar el instante. Soy un convencido de que el grande cuando no logra superar la medianía es más grande que el mediocre cuando tiene algún atisbo de grandeza.
Quique eligió el tenis ese día. En muchas ocasiones elige leer. Él es un gran lector. Elige el tenis o la lectura porque, así lo intuyo, es feliz mientras el tenis o la lectura duran. Creo, entonces, que la felicidad mayor es la lectura porque el partido de tenis tiene una duración finita y la lectura es goce infinito.

Posdata: Y ahí la llevo. Enamorado de este oficio, de este disfrute, de este gozo, de este destino maravilloso que la vida me concedió. Cada libro es una hermosa expectativa. A veces encuentro libros de siete punto seis que suben a ocho; en ocasiones, ¡maravilla!, libros sensacionales, de esos que los lectores llaman ¡inolvidables! Como yo tengo memoria muy endeble, sé que los olvidaré, pero lo que siempre me llevaré es el instante glorioso que sentí a la hora de leerlos.
Un día elegí ser lector y desde ese día mi vida ha sido un deslumbre. Los libros han sido mi elección. Tío Licho escribió dos libros de cuentos que nunca se publicaron, por ahí se perdieron sus originales. Él decía: “Escribo, porque mis manos abiertas tienen forma de libro”.