jueves, 7 de septiembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE HIJOS PUTATIVOS




Querida Mariana: El oficio de escritor es un oficio ingrato. Así lo dicen los escritores. Los lectores creen lo contrario, sobre todo si son amigos del escritor. El fenómeno se recrudece más en provincia. Cuando el lector se entera del nuevo libro escrito por el amigo avienta la pregunta: “¿A ver cuándo me regalás tu libro para que yo lo lea?”. ¡El oficio de escritor es un oficio ingrato!
Y digo que es ingrato, porque aparte de lo anotado líneas arriba sucede que ningún colega ha pensado en escribir un libro que se llame: “El gran libro de los nombres para tu bebé”, como sí existe para padres. Así como las personas bautizan a sus mascotas, a sus autos y demás chunches, muchos escritores tienen la costumbre de bautizar los objetos que emplean en su oficio.
Una de las encrucijadas más dramáticas aparece cuando mamá y papá se enteran que tendrán una criaturita. La mamá se hizo la prueba y cuando le dio la noticia al papá, ambos corrieron con el médico especialista para que le hiciera el ultrasonido a la mamá y determinara si sería niño o niña. A partir de ese instante, los papás comenzaron a pensar en el nombre de la criatura. “¡No, no! -grita la esposa-. No permitiré que nuestro hijo siga la tradición del abuelo y de tu papá. ¡No! Nuestro hijo no se llamará Agapito”. Salvado el primer escollo buscan, entonces, el libro: “55,000 nombres para bebés”. A veces terminan eligiendo un nombre de moda y, en lugar de llamarse Roberto, el niño termina llamándose Braian.
Los escritores no cuentan con ese soporte. Ya lo dije: ¡No hay libros que sugieran nombres para bautizar cuadernos, plumas o computadoras personales!
Cuando cumplí dieciocho años, mi madrina Cari me obsequió una pluma fuente, marca Sheaffer. ¡Ah, fue mi lujo! En ese tiempo escribía una especie de diario, donde dejaba consignados los actos más relevantes ocurridos en el día (dos años después lo quemé. ¡Qué tonto! Lo quemé, porque pensé que el diario podía llegar a manos ajenas me comprometieran, porque los escritos, en su mayoría, hablaban de la chica de la cual estaba profundamente enamorado). Decidí que el diario tenía que ser escrito sólo con esa pluma especial, por lo tanto, si al cuaderno ya lo había bautizado con un nombre, debía hacer lo mismo con la pluma. ¿Qué nombre ponerle? Juro que me pasé una tarde completa buscando un nombre apropiado. Y, por fortuna, en ese momento mi mente recibió la visita del Espíritu Santo, me iluminó y me sopló el nombre: Sí, se llamaría “Celestina”, porque era la aliada de mis amores platónicos. (Lástima que sólo cumplió con su oficio de pluma y no, como yo deseaba, que funcionara como maga a fin de hacer conjuro que lograra que mi amor platónico se enterara de la pasión que me consumía, que me tenía como rata después de un proceso de fumigación). ¿Cómo se llamaba mi cuaderno? ¡Ah, su nombre lo había plagiado de un poema de Neruda! Lo bauticé con el nombre de “Juntos nosotros”. Está de más aclarar que en mi mente y en mi corazón el nosotros se reducía a ella y a mí. Ah, me parecía el más espectacular nosotros del mundo. Lo real (lo sabe el lector, lo intuye) el nosotros se reducía, por mi parte, a un mí solitario, y por su parte a un amplio abanico de amigos y pretendientes, más su novio oficial. ¡Oh, Dios mío!
Una tarde de fines del siglo pasado, como casi medio mundo en Comitán, comencé a escribir en una ¡computadora de escritorio! Las novelillas, los cuentos y las Arenillas abandonaron los cuadernos. Lejos estaban los tiempos del “Juntos nosotros” y de mi inútil “Celestina”, digo inútil por lo que ya saben, porque debo reconocer que su oficio de redactora lo cumplía con creces.
En los primeros años de este siglo cambié a una laptop. El día que la estrené pensé, románticamente, en que antes necesitaba de dos chunches (la Celestina y el Juntos nosotros) y ahora me bastaba un solo objeto. Lamenté el extravío de aquellos chunches amados, pero luego pensé que mi relación no necesitaba intermediarios (de Celestinas ingratas); ahora mi relación era directa, de mí para ella (la compu). Así comencé a pensar en qué nombre le pondría, matarile rile ro. Comenzó un periodo de angustia. Hubiese agradecido un libro que se llamara “Nombres para las computadoras favoritas de los escritores”. Pensé que debía, como en aquellos tiempos juveniles, piratearme algún título de poema, de escritor consagrado. Podría servir como buen augurio y como un mantra para invocar buenas vibras. Al pensar en mantra, el Espíritu Santo volvió a aparecerse y me sopló el siguiente mantra: “Om”; pero luego, como estudié algunos semestres de ingeniería electrónica, pensé que al pronunciarla sonaría como ohm, que es una unidad de resistencia eléctrica, así que me resistí.
Fui al librero, abrí un libro de Sabines (el poeta) y busqué. Hallé el título de “Tía Chofi”. ¡No, no, era buen nombre para mi compañera! “Tarumba”, tampoco sonaba bien. “¿Qué putas puedo?”. No, no, era una invocación muy pobre. Capaz terminaba diciendo la misma medianía de políticos panistas: “De que puedo, ¡puedo!”. Cuando hallé el poema “Tú tienes lo que busco”, dudé, pero un segundo después lo deseché. Mi compañera no tiene lo que busco, porque no busco teclas, busco iluminación, busco el don de la creación. Después de darle mil vueltas al asunto, llegué a la conclusión de volver a los tiempos cálidos. Sí, mi compu se llama “Juntos nosotros”.

Posdata: Te anexo foto de mi “Juntos nosotros”. Como mirás, en el extremo derecho ya tiene una cicatriz. El oficio de escritor es un oficio ingrato. Mi compu lo sabe. Ha resistido mil batallas, a todas horas.