sábado, 18 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UNA LECHERA TRAMPOSA




Querida Mariana: Doña Lolita Albores contaba que muchos niños, en los años sesenta, jugaban canicas con los chíos que caían del árbol sembrado en el parque central. Entiendo que ese árbol aún existe. Está más o menos frente al restaurante “Acuario”, que atiende don Alex. Los llamados chíos son las semillas de la ¿frutita? que da el árbol y que son redondas.
Recuerdo que muchos niños jugaban canicas cuando estudié la primaria en la Matías de Córdova (en el viejo edificio, por donde ahora está el Museo Rosario Castellanos, que, ¡por fin!, qué bueno, ya está abierto). Recuerdo que los más aventajados en el juego tenían una canica especial que le llamaban “su tiradora”, era como una especie de amuleto que, según ellos, les permitía ganar las partidas. Un compa podía tener cien canicas, pero su “tiradora” era la canica más valiosa, un poco como si dijéramos la consentida.
Los niños de hoy juegan canicas, pero no con la frecuencia de aquellos años. Es comprensible, en aquellos tiempos no había juegos electrónicos ni celulares. Los niños se divertían con juegos sencillos que permitían la convivencia. Uno de los juegos más recurridos era, precisamente, el juego de canicas. Juego que, como todos los juegos, tenía sus reglas.
Aparte de la “tiradora”, a mí siempre me llamó la atención una en especial: “La lechera”. Este tipo de canica era de cristal, de un color sólido, que tenía semejanza con el color de la leche de vaca. Las lecheras eran como exclusivas de los niños ricos. Los pobres jugaban con canicas “morrocas” o con chíos.
Una mañana, a la hora del recreo, salimos al patio y, mientras unos jugaban básquetbol o carreras, otros nos dirigimos al fondo de la cancha y, al lado de la pared, Juan instaló su changarro, porque (¡ah, qué maravilla!) él montaba la “Timbirimba”, que era un prodigio de equilibrio. Aquella mañana sería recordada, tiempo después, como una mañana especial. Con sus manos, Juan reunía cuatro canicas, que no sé cómo se mantenían reunidas, y luego, en un movimiento de magia, colocaba una encima de ellas, justo al centro, con lo cual hacía un montículo de cinco canicas. Juan caminaba con pasos de garza pata larga y al dar el cuarto paso pintaba una raya con el gis que había robado del salón y, como si fuese un merolico de feria, invitaba a jugar: “¡Tiren, tiren! Si le dan a la timbirimba, se llevan cinco canicas.” Todos metían las manos en las bolsas del pantalón y sacaban las canicas “morrocas” (porque morrocas eran las que Juan colocaba en sus montículos) y, con un ojo cerrado, apuntaban hacia la pirámide y tiraban. La distancia de los cuatro pasos era como de tres metros y a esa distancia era difícil atinar. Creo que no hay necesidad de decir, querida Mariana, que cada vez que un jugador no atinaba, Juan corría para tomar la morroca y la metía en la bolsa de tela de color gris que siempre llevaba y que era donde conservaba su caudal de canicas. Los que participaban en el juego sabían que el anzuelo era precisamente ese: Si le atinaban a la timbirimba ganaban las cinco canicas. Juan siempre, como un sagaz comerciante, decía: “Cinco por una”, lo que no decía es que él, de una en una, les bajaba las canicas a todos los chambones que no le atinaban al montículo.
Digo pues entonces que esa mañana fue especial, porque se acercó Matías, se abrió paso entre la bola de muchachitos que miraban el juego de la timbirimba y dijo que quería jugar. Juan le dijo que sí, que le entrara. Matías metió la mano a la bolsa y sacó una canica lechera, dijo: “¡Con mi tiradora!”
La tiradora servía para jugar el juego normal, el del óvalo o el del hoyito, pero jamás se empleaba para jugar a la timbirimba, porque (como ya dije) en este juego el dueño del changarro (Juan en este caso) tomaba la canica y ya era suya. Todo mundo jugaba timbirimba con canicas morrocas.
Cuando Matías sacó su tiradora y apuntó a la timbirimba, Juan se paró frente a él y le dijo lo que ya todo mundo sabía: “Oí, pero si fallás, tu tiradora será mía”. Todos los que estábamos ahí vimos a Matías, esperando que guardara su tiradora y sacara una morroca. “Ya lo sé”, fue la respuesta contundente de Matías. Levantó el brazo, cerró un ojo y apuntó al montoncito de cinco canicas. Juan pensó que Matías no había comprendido bien e insistió: “Es a un tiro”. “Ya lo sé”, volvió a decir Matías y, moviendo las manos, le indicó a Juan que se hiciera a un lado para que tirara. A estas alturas más muchachitos se habían acercado al círculo que, expectante, esperaba el momento en que Matías ejecutara esa hazaña, dictada por su intrepidez o por su seguridad de jugador de excelencia, porque todo mundo de la escuela reconocía que era un jugador excepcional, pero jugar su “tiradora” en un lance que podía fallar era un reto que rebasaba las expectativas, a tal grado que Ramón le pidió que detuviera el tiro para hacer una apuesta. Matías dijo que estaba bien, se metió las manos a las bolsas del pantalón y esperó que Ramón comenzara lo que no estaba contemplado: Apuestas de lechera contra lechera. Ramón apostaba a favor de que Matías fallaría el tiro, ¿había alguien dispuesto a apostar lo contrario? Muchas manos se levantaron, Ramón abrió la mano y pidió que pusieran ahí las lecheras como señal de apuesta. Después de uno o dos minutos, Ramón contó y dijo que tenía doce lecheras y, como si estuviese en el palenque de gallos, dijo: “Apuestas cazadas” y, con la mano, le indicó a Matías que podía hacer su tiro. Ya para este momento la noticia, como si fuese balón de basquetbol, había corrido por todo la cancha y el partido se había suspendido y todos los jugadores se habían reunido en torno al changarro de Juan y, mordiéndose las uñas algunos, otros retorciéndose las manos, esperaban el desenlace. Todos sabían que Matías se jugaba más que su tiradora. Si él fallaba en el tiro, perdería su canica especial y echaría al basurero su prestigio de jugador de excelencia. El trato era totalmente desigual. Juan sólo perdería cinco canicas morrocas, en caso que Matías atinara. Pero, si el tiro de Matías fallaba, él, como si tomara entre sus manos la copa Fifa, levantaría entre sus manos la tiradora del campeón. Era un trato desigual, pero Juan no tenía culpa alguna, Matías, de pronto, había dicho que jugaría y Juan le había dejado muy en claro lo que pasaría en caso de fallar y Matías había aceptado.
Matías apuntó y antes de hacer el tiro se escuchó el sonido de la campana que tocaba el maestro en el patio central, indicando el final del recreo. Algunos muchachos se inquietaron, como gallinas al llamado del reparto del maíz, pero el maestro Beto, que era el titular del tercer grado y que se había incorporado al círculo de mirones, dijo que no se preocuparan, que él autorizaba dos o tres minutos más a fin de que la jugada se realizara y pidió a todos los niños que hicieran silencio. Apenas se escucharon las carreras de los demás niños que no estaban en el círculo de las canicas y que se apuraron a entrar a los salones o a ir al baño a desahogar la vejiga antes de entrar al aula. En el círculo de las canicas se hizo un silencio pesadísimo, como de piedra lunar. Matías se acuclilló, apuntó con su tiradora y soltó la canica con un movimiento veloz del pulgar derecho que lanzó la canica con dirección a la timbirimba. La canica, en un segundo, salvó la distancia de tres metros, más o menos, y se impactó a dos centímetros del lugar donde estaba el montículo. Algunos aplaudieron, otros se acercaron a Matías y le colocaron una mano en el hombro, como si le dieran los pésames. Había perdido ¡su tiradora! Juan se agachó, tomó la tiradora de Matías y la levantó como si fuese un trofeo. Sólo un muchacho dijo: ¡Puta madre!, fue uno de los que habían apostado con Ramón. Ramón elevó la mano y mostró las doce canicas que había ganado.
A mí el nombre de tiradora no me llamaba tanto la atención. A mí me gustaba la palabra lechera. Lo de tiradora parecía estar acorde con lo que significaba esa canica: Era la canica favorita del jugador para hacer el tiro. Pero, ¿de dónde los niños habían sacado la idea de bautizar con el nombre de lechera a una canica de cristal opaco? Siempre pensé (lo sigo haciendo) que la leche no podía condensarse a tal grado que tomara la consistencia que tenían aquellas canicas. Sí, al contrario, pensaba que el tío Eugenio había bautizado muy bien a aquella vaca suiza que tenía en su ranchito de Pamalá y que llamaba “La lechera”.

Posdata: Muchos años después me enteré que Ramón y Matías eran unos cabrones. La canica lechera que Matías usaba para jugar timbirimba no era “su” tiradora, era una canica lechera común y corriente. Su juego perverso consistía en lo que Ramón conseguía a través de las apuestas. Aquella mañana inolvidable, de un solo tiro, Ramón y Matías consiguieron doce lecheras, mientras Juan ganó más canicas, pero todas eran morrocas. La única lechera que consiguió no fue la tiradora que todos creyeron.
Nunca vi que alguien aceptara chíos en los juegos de las timbirimbas. Los chíos servían para jugar hoyito en el parque central.
Hoy ya nadie juega ahí, a pesar de que el árbol de chío sigue ufano, al lado de donde los boleros hacen su chamba.