jueves, 16 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UNA FOTOGRAFÍA INUSUAL




Querida Mariana: Jorge llegó a Comitán para hacer un reportaje de la comida regional. Conocí a Jorge cuando estudié en la UNAM, en los años setenta. Ahora se dedica, de manera profesional, a realizar videos. Estuvo sólo una mañana. Un día antes me avisó, dijo que deseaba verme, que yo le diera mi novelita más reciente. Le llevé un ejemplar autografiado. Por teléfono le pregunté en dónde estaba. Dijo que había hecho una visita a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez y me esperaría en la entrada. Ahí te veo, le dije. Salí de la oficina y dejé el auto en el estacionamiento que funciona donde fue mi casa de infancia, casa hermosa que antes que mi papá la rentara albergó el Colegio de Niñas que, en este 2017, cumple setenta y cinco años de fundado (Hoy se llama Colegio Regina y es una institución educativa de gran prestigio en la región. Setenta y cinco años se dice rápido, pero es toda una vida de servicio. Me encantó saber que, como parte de los festejos, eligieron, entre las ex alumnas, a la Reina del septuagésimo quinto aniversario).
Caminé por el parque. Hacía un poco de frío (ya comenzó el viento helado que viene de La Ciénega), pero había un sol generoso. Eran las once de la mañana. Desde la esquina del Teatro de la Ciudad vi a Jorge, parado en la puerta. En uno de los balcones del Teatro estaba parado Óscar Bonifaz, veía el movimiento del parque central. Ramiro dijo en una ocasión que Óscar sale para ver el busto de su amiga Rosario, porque sueña con tener uno de él al lado del de ella, para que los amigos estén en un diálogo eterno.
Jorge me abrazó y yo le dije que me daba mucho gusto verlo y le extendí mi librincillo. Dijo que lo leería. Lo dijo con esa sonrisa que es, desde siempre, como un hilo de luz en su rostro.
¿Y?, le pregunté. Siempre me cuesta trabajo iniciar una conversación (continuarla también me provoca un cierto sarpullido mental). Entonces él señaló hacia la banqueta de enfrente y, como si me estuviera enseñando un río de oro, dijo: “Me encanta tu pueblo. Esta es una maravillosa instalación artística a mitad de la calle”. Volví la mirada y encontré un grupo de maniquíes (bustos, no de bronce como el que Óscar sueña, sino hechos de fibra de vidrio). Mientras los comitecos pasábamos al lado del grupo de maniquíes sin hacerle mayor caso, mi amigo Jorge lo consideró como una genial instalación artística que abría una serie de interpretaciones. Dijo, por ejemplo, que cuando una instalación se coloca en la calle, es como si el arte le diera la mano al peatón, al que, de manera ocasional, acude a un museo.
Cuando vio mi cara de auto descompuesto, dijo que comprendía que el propietario de la tienda de ropa no había sacado los maniquíes con la intención de provocar una mirada estética, pero, me explicó, el objetivo de una instalación artística es tomar un objeto cotidiano, sacarlo de su entorno y presentarlo de manera novedosa, de tal suerte que sea como un diálogo inusual. Y me explicó que el genio de Gabriel Orozco, uno de los artistas mexicanos más reconocidos a nivel mundial, toma objetos normales (como bicicletas, por ejemplo) y los presenta de una manera novedosa. Sólo a Orozco pudo ocurrírsele hacer una mesa de billar en forma circular, cuando el sentido común y práctico indica que las mesas de billar deben tener la forma que tienen: rectangular.
Jorge había hecho una serie de tomas fotográficas y en video de esa “instalación” que estaba expuesta sobre una banqueta comiteca.
Me obligó a que viera la serie de bustos y que considerara el motivo por el que estaban ahí. Jorge tuvo razón. Vi que uno de los bustos veía hacia afuera, como si fuera el único que no había sido castigado, porque los demás, como clásicos niños malcriados, veían hacia la pared. Pero luego reí. ¿Qué veían si ninguno de los maniquíes tenía rostro? Jorge dijo que ahí había una senda por explorar. Los maniquíes, como los clásicos tres monos sabios, no podían hablar, ni ver, ni escuchar. ¿No era acaso un símbolo de la sociedad actual? Jorge fue un poquito más allá, dijo que esa instalación artística era como un grito de protesta frente a la casa donde vivió el héroe Belisario Domínguez, el hombre que halló la muerte al decir su palabra valerosa. Frente a la casa que recuerda uno de los actos más patrióticos que confirma el valor de la palabra libre, una serie de maniquíes recordaba cómo la mayoría de la sociedad civil da la espalda a la realidad y prefiere mirar la pared, donde sólo hay humedad y sombra.
Le dije que eso que decía era una genialidad, estilo Gabriel Orozco. Dijo que no era para tanto, pero que eso era la pretensión de las instalaciones artísticas y que, aunque esta serie de maniquíes había sido colocada en la banqueta, tal vez para evitar la humedad, era una posibilidad de lectura.
Bueno, dijo, llegó el momento de despedirnos. Me abrazó y volvió a decir que leería con atención mi novelilla. En ese instante se detuvo una camioneta blanca frente a nosotros y, en voz alta, dijo: “Les presento a mi amigo Alejandro” y dos muchachas que estaban en la parte de atrás me saludaron (una de ellas tenía unos labios gruesos, maravillosos) y el chofer dijo: Hola, mucho gusto. Jorge subió a su camioneta y, con el brazo en la ventanilla, dijo: “Tu pueblo es genial. Ya te avisaré cuándo se exhibe el documental”. Me quedé en la banqueta, viendo cómo se alejaba la camioneta. Vi la serie de maniquíes y supe que sí, que esa mañana, fuera de su entorno, habían provocado un estímulo diferente. Recordé lo que dicen del efecto mariposa y reí. Esto era el efecto busto. Caminé hacia el estacionamiento. Vi hacia arriba, Bonifaz ya no estaba en el balcón. Sólo el busto de Rosario parecía hablarme esa mañana, porque, a diferencia de los maniquíes, ella sí tiene rostro, un rostro con vacíos donde juega el aire, porque, supe muy bien, los artistas provocan miradas inusuales, inéditas. Si Luis hubiese moldeado un bronce completo, el rostro de Rosario no permitiría la innumerable serie de caminos que provoca en los espectadores.
Posdata: Cuando entré a la casa donde dejé mi auto y que fue mi casa de infancia, cerré tantito los ojos y traté de escuchar las voces de las niñas que ahí, antes que yo, corrieron y jugaron por esos corredores. ¡Setenta y cinco años del Colegio Regina! ¡Qué felicidad! ¡Qué lujo para Comitán!