miércoles, 1 de noviembre de 2017

EN LA FILA




Anoche lo recordé.
El suceso ocurrió en la Facultad de Filosofía, de la UNAM. Hablo de 1975 o 1976, no sé con precisión.
Como era mi costumbre fui al primer piso de Rectoría para tomar un ejemplar de la Gaceta. Me recargué en un árbol de las Islas y revisé la programación cultural de la semana. ¡El viernes, a las doce del día, Juan José Arreola daría una charla! Estaría en el auditorio Justo Sierra.
Al llegar al departamento comencé a revisar el librero, como gato limpiando su bandeja. La biblioteca de la palomilla tenía pocos ejemplares (éramos estudiantes y, a veces, nos ganaba la tentación y, en lugar de adquirir un libro, comprábamos una botella de litro de brandi). Tenía pocos ejemplares, pero, como estaban en desorden, no se sabía bien a bien dónde estaban los libros que, precisamente en ese instante, necesitábamos. En medio de un libro de Derecho Procesal y uno de Administración (de Quique y de Roge, respectivamente) hallé mi ejemplar de “La feria”, de Arreola.
Como si fuera un joven de estos tiempos esperé con ansia la llegada del viernes. No se trataba de algo que el cuerpo lo supiera, sino que el espíritu era el que estaba alerta. El viernes escucharía a Arreola y, al término de la charla, me acercaría al maestro, le colocaría el libro sobre la mesa y le pediría que lo firmara. Para Alejandro, por favor, le diría; para Alejandro Molinari, corregiría, porque así mi libro estaría más personalizado. Hay miles de Alejandro en México. El círculo que conforman los Molinari es más reducido. ¿Y si le pedía que también agregara, de Comitán? Que lo firmara para: Alejandro Molinari, de Comitán. No, ya era un exceso. El maestro podía dudar, verme y preguntar: ¿Cómo?, ya un tanto fastidiado y yo no quería molestarlo. No, al contrario. A la hora que me entregara el libro con su firma yo agradecería con el agregado: “Es usted uno de los más grandes valores de la literatura mexicana”. Lo diría así, de manera rimbombante, pretensiosa. Pero, reí al repensarlo, en la mañana del jueves, a la hora que me peinaba y abría mi camisa para rociar mis axilas con desodorante. Reí porque pensé que Arreola podía, con buen humor, decirme: “Tienes razón, jovencito, soy uno de los más grandes, porque nací en Zapotlán, el grande”. Y yo reiría y me pondría colorado al notar que, con eso, el maestro ironizaba con mi pedantería.
El viernes tomé mi ejemplar de “La feria” y estuve una hora antes parado frente a las puertas del auditorio. Cientos de muchachos, con bolsas de cuero, bromeando, con cigarros en la mano, caminaban por el pasillo. Yo esperaba que alguien se acercara y me preguntara la clásica de: “¿Acá es la fila?”, pero los minutos pasaban y nadie se acercaba. Comencé a dudar. ¿Y si me había equivocado de día? ¿Era viernes? Una muchacha bonita revisaba un pizarrón con avisos y, venciendo mi legendaria timidez, le dije: “Disculpa, ¿hoy es viernes?”, me quedó viendo como si yo estuviera bajo el influjo de un carrujito de marihuana, rio y se alejó. Todavía alcancé a verla, veinte pasos después, cómo volvió su mirada y rio. ¿Era viernes? Dejé mi hipotético puesto de primer lugar en la fila para la charla de Arreola y caminé hasta hallar a un empleado de la universidad, que, con una escoba, levantaba papeles en la explanada. Sí, dijo, claro que es viernes. Miré mi reloj, faltaban once minutos para las doce. Pensé que ya el auditorio estaría llenándose, caminé de prisa, en mi maletín llevaba el libro. Me detuve, abrí el maletín y confirmé que llevara el libro, ¡ahí estaba! Llegué casi corriendo. La puerta del auditorio seguía cerrada. ¿Qué había pasado? ¿Estaba Arreola enfermo y había pospuesto la charla? No, no era posible. Si así fuera debía haber un aviso, colocado en la puerta. ¡Nada!
Se me ocurrió entonces ir a la torre de Rectoría. Preguntaría con alguien. Llegué, me asomé ante el mostrador, donde tomaba la Gaceta. Ahí estaba el bonche de ejemplares para que lo tomaran, de manera gratuita, los estudiantes. Una señora se acercó y me preguntó qué deseaba. Tomé un ejemplar de la Gaceta y busqué la cartelera. Hallé la programación del viernes y estaba a punto de enseñarle a la señora el acto anunciado para preguntarle qué había sucedido. Pero la programación no tenía ningún aviso de una charla de Arreola. ¡No!, dije, no necesito nada. Salí con la misma actitud con que, dicen, Napoleón se sentó ante su escritorio la tarde en que debió partir a la isla de Elba.
Fui a las Islas, volví a recargarme contra un árbol. El mediodía era luminoso, espléndido. Cientos de muchachos, vestidos con mezclilla y con camisas floreadas, caminaban con prisa hacia las diversas facultades. Mario, paisano, apareció. Se detuvo, me saludó, me preguntó qué hacía, y yo, como si contara una historia de fantasmas y de aparecidos, le conté. Ah, no te preocupés, me dijo. Me pidió el libro, lo abrió en la primera página, sacó una pluma y me lo dedicó. ¡Ya está!, dijo. Yo estaba tan alelado que nada dije. No pude impedir algo que era absurdo, pero que Mario hizo en ánimo de borrar mi cara de frustración. Como vio que no celebré su acción se despidió. Yo, que ya me había parado, caminé hacia la terminal y subí al autobús urbano.
Cuando llegué al departamento tiré el maletín sobre una silla, lo abrí y saqué el libro. Mario había escrito: “Para Alejandro, de Comitán” y había rubricado de la siguiente manera: de su amigo, Juan José Arreola. Entré al cuarto busqué la Gaceta y descubrí, ¡qué pendejo!, que había tomado una gaceta de la semana anterior. Arreola había estado en el auditorio de la facultad de Filosofía y Letras, el viernes pasado.
Esto lo recordé anoche, en que me tocó estar en la mesa firmando libros a los amigos que hicieron favor de acompañarme en la presentación de mi novelilla “Siempre aparece un elefante llamado Doko”.