martes, 21 de noviembre de 2017

SIN TETAS NO HAY PARAÍSO




Desde que vi un par de pechos en el cine Comitán supe que ahí había una vocación. Una tarde, Armando me dijo, emocionado, enjugándose las manos, que, desde su ventana, miraba a la sirvienta de la casa vecina. “Le miro las tetas”, me dijo y contó que la sirvienta acostumbraba, a la hora que lavaba la ropa de los patrones, mirar hacia todos lados para comprobar que no había nadie cerca, subirse la blusa y lavarse los pechos. Armando no sabía por qué ella los lavaba todas las tardes. Tomaba, con las manos, un poco de agua de la vasija y se la echaba en los pechos y luego se masajeaba las tetas. Tomaba sus pechos por la parte de abajo y se los subía, y los pechos eran como montañas a la hora que el sol se oculta. Armando decía que, sin duda, la sirvienta se lavaba sus pechos porque siempre estaba muy caliente. La sirvienta (que quién sabe cómo se llamaba) era chaparrona, con trenzas, con chamorros casi como columnas y con un par de pechos que eran como tecomates para que el deseo flotara en ríos turbulentos. Armando se paraba al lado de su ventana y desde una esquinita, hincado, con un catalejo miraba lo que hacía la sirvienta de la casa vecina. “¿Querés mirarla?”, me dijo y yo dije que sí, ¡por supuesto! Desde la tarde en que vi los pechos de “La venada”, en la película “Viento negro”, supe que ahí había un camino de vocación y debía seguirlo, aunque fuera preciso ocultarse detrás de árboles o trepar a las azoteas y, con riesgo de ser confundido con un maleante, esconderse detrás de los tinacos de asbesto, con tal de ver a una mujer con el torso desnudo. Los pechos, ya desde entonces, eran como frutos jugosos.
Dos días después del cine, doña Virginita, antes de refregarnos la historia podrida del pecado original, nos había contado el origen del universo y de cómo Dios había dicho que no era bueno que el hombre estuviera solo y, de una costilla del hombre, había formado a la mujer, ¡a la mujer!, con su agregado maravilloso del par de tetas, porque servirían para amamantar a sus hijos y entenados. ¡Ah, qué prodigio! ¡Claro! El cuerpo del hombre y el cuerpo de la mujer eran la mayor creación divina. Estábamos hechos de cuerpo y alma y ambos debíamos consentirlos y apreciarlos y admirarlos y mimarlos. Supe que ahí estaba el nudo para mi vocación: admiraría y glorificaría los pechos de todas las muchachas bonitas: los exuberantes y los mínimos, los redondos y los pupuses, los erguidos y los cabizbajos.
En la casa de don Elpidio había un sitio muy grande, con muchos árboles frutales. Los niños caminábamos por el frente y mirábamos los duraznos, las granadillas, las granadas, los jocotes y las limas de pechito, ¡de pechito! Don Elpidio, parado en la puerta de su casa, fumando su pipa, nos miraba y decía: “Pueden ver, pero no agarrar. Los mirones no pecan, los ladrones ¡sí!”.
Supe que don Elpidio tenía razón, era la mejor definición del deseo. Yo podía ver y con ello no pecaba, no hacía daño a alguien. Todas las muchachas de mi pueblo, las muchachas bonitas que pasaban frente a mí, orgullosas, hamaqueando sus tetas ante mi vista, eran como los frutos del sitio de don Elpidio. Yo miraba esos frutos riquísimos que pendían de los árboles de mis amigas y de los cientos de desconocidas y sabía que podía ver, pero no agarrar, porque los mirones no pecamos, al contrario de los ladrones. Supe, desde entonces, que esa vocación era inocente, audaz pero honesta. Y lo fui descubriendo, poco a poco, cuando miraba que las muchachas bonitas se ponían blusas con escotes generosos para que yo, y la caterva de mirones, nos solazáramos con sus pechos, de igual manera que lo hicimos los espectadores que vimos la película “Viento negro”. ¡Cervatillos asomando su carita por encima del escote!
Tres tardes más tarde sucedió ¡el prodigio! Armando me invitó a su casa, subimos a su recámara y desde el ventanal nos pusimos a esperar el momento en que la sirvienta apareciera con el montón de ropa para lavar. Armando había colocado una cobija en el piso para que nuestras rodillas no se lastimaran y había hecho palomitas. Yo me sentí como en el cine. “Ahí viene”, dijo Armando y me dio el catalejo (que era un obsequio de su abuelo Ramón). Coloqué el catalejo en la esquina inferior izquierda de la ventana y miré. Miré a la sirvienta poner el bulto de ropa en una mesa, sacar una serie de camisetas (tal vez del señor de la casa) y echarles agua en el lavadero. Con una palangana vertía agua en forma generosa. Tal como Armando me había dicho, hubo un instante en que suspendió la labor, miró hacia todos lados y, con la mano izquierda, se subió la blusa y dejó al descubierto un par de pechos magníficos (la sirvienta superaba a la venada. La sirvienta tenía unas tetas magníficas, con areolas luminosas). Tomó un poco de agua con la mano derecha y la vertió sobre sus pechos. Comenzó a hacerse un movimiento circular. Vi que cerraba los ojos. Hice lo mismo, por un momento. Cerré los ojos para conservar esa imagen para siempre. De pronto escuchamos el sonido de una sirena, tal vez de una ambulancia en alguna calle. La sirvienta bajó su blusa y siguió echando agua a las camisetas. Supe que la función había terminado, pero no lo lamenté. Había sido una tarde espléndida. Mis manos y todo mi cuerpo tenían cierto temblor y un calorcito que me hacía pleno. Agradecí que Armando no me pidiera el catalejo para que él también viera, como sucede en muchos casos de amigos envidiosos. Armando, esa tarde, permitió que la escena fuera solo mía. Cuando la mamá de Armando nos llamó para cenar, mi amigo me codeó cuando entró la sirvienta y nos sirvió dos quesadillas a cada uno. A la hora que ella se inclinó mostró sus pechos. No eran tan bellos como los de la vecina, eran más pequeños, pero mostraban una ternura sin igual. Armando se acercó y me dijo: “Lo malo es que María siempre usa brasier”. Fue cuando caí en la cuenta que la sirvienta de la casa vecina los mantenía sin sostén, libres debajo de su blusa, por eso, cuando echó agua a las camisetas se le movían con gracia sin igual.
Desde entonces he recorrido esa senda llena de sugerencias. Lo he hecho de manera limpia, sin absurdos cargos de conciencia, lo he hecho con la alegría del niño que caminaba frente al sitio de la casa de don Elpidio y miraba los jugosos duraznos colgando de las ramas más altas, más sublimes.
Pero, ayer, Elena me puso una trampa. Estábamos en el parque de San Sebastián y ella decía que también disfrutaba ver a las mujeres caminando. “A los hombres hay poco que verles”, dijo y sonrió. De pronto me dijo: “No me vayás a salir con que las dos. Tenés que elegir una y sin pensarlo mucho. ¿Qué elegís: Libros o tetas?”. Y me urgió a responder. En ese momento pasaba una muchacha bonita con una blusa bien ceñida que dejaba ver un par de pechos espléndidos. “Libros”, dije. Elena sonrió. Dijo que sabía que esa iba a ser mi respuesta y agregó: “Para vos, sin libro no hay Paraíso”, y supe que había respondido con la convicción de mi vocación perenne.
Pero, como la vida es generosa, sé que me permite aliar esas dos vocaciones, porque no se contraponen. En el parque abro el libro, leo, y, cuando escucho un taconeo, alzo la vista y pido que sea una muchacha bonita con un par de jugosos frutos. La miro, la disfruto, la huelo, la bebo y, cuando ella se retira, continúo con mi lectura.
Pero, si la encrucijada de Elena fuese la única alternativa; si la vida me obligara a elegir un solo camino ¡no dudaría!, elegiría a los libros, porque en ellos está contenida la vida y ahí hay miles de muchachas bonitas con pechos, que son como el más jugoso fruto para alimentar mi imaginación.