miércoles, 10 de enero de 2018

CARTA A MARIANA, CON EL GRITO: ¡ÉTALEAY!




Querida Mariana: No sé cuándo fue la primera vez que oí esta palabra: “¡Étaleay!”, así, todo junto. No sé, tampoco, de dónde viene tal acepción. Entiendo que significa algo así como: Ahí mero, justo en ese lugar. Porque se lo escuché, por ejemplo, a Rocío cuando el médico le preguntó si ahí estaba concentrado el dolor y ella dijo: Étaleay, donde el médico había colocado las dos manos sobre su abdomen. También la escuché cuando, muchachitos traviesos y buscadores del misterio infinito, Romeo colocó su mano izquierda sobre la rajadita de Emilia y ella dijo: ¡Étaleay!, a la pregunta de si ahí sentía más sabrosito.
Étaleay, entonces, significa el lugar exacto. Sirve para definir el sitio preciso de alguna compostura (en caso de que alguien busque dónde está el lugar para abrir el celular); el sitio preciso del erotismo (en caso de que alguna pareja ande en los primeros escarceos amorosos); o el sitio preciso donde se acomoda el deseo. Luis siempre contaba sus experiencias sexuales, en grupos de amigos y amigas, y siempre alentaba a que nuestras compañeras de preparatoria dijeran la palabra. Cuando alguna chica lo decía, Luis cerraba los ojos y contaba que su pareja la decía cuando él acercaba su mano en el sitio preciso.
La palabra es bonita. Dudo cómo se escribe. Tal vez el ay final no es de dolor, sino debe ser una contracción de ahí para indicar un lugar, pero luego pienso como Luis y digo que tal vez sí es ay de dolor, de un dolor tenue, casi agua, que se dice en el instante que la pareja logra tocar el punto exacto de la pasión (el punto G, dirán los entendidos). Entiendo la obsesión de Luis en este juego de lenguaje, de lengua (porque la lengua es el órgano que, como aventurero, busca el lugar preciso, el que, como decía el poeta de la cuadra, “ilumina la cicatriz de la noche”.
En ese tiempo de adolescencia, Rosaura también jugaba, decía, en mero comiteco: “Fiero mi modo, pero chula mi cara”, para decir que (como era) tenía un carácter de los mil demonios, pero (como era) tenía un rostro bellísimo, casi como si su carita fuera uno de esos rostros que los grandes pintores del renacimiento les ponían a las madonas. Rosaura lo decía siempre y cuando no estuviera Luis porque éste, la primera vez que Rosaura jugó, la remedó de la siguiente manera: “Fiero su modo, chula su cara y sabroso su culo”. Todos rieron al tiempo que la cara (chula) de Rosaura se puso tan colorada como si fuera un cielo a la hora en que el sol se oculta.
A final de cuentas, a Luis le terminamos diciendo “El étaleay”. Él se enojaba porque la palabra perdió su misterio, ya que cuando él la pronunciaba lo hacía cerrando los ojos. Rosaura decía que casi casi se erotizaba y que era un depravado. Los demás reíamos. Claro, desde entonces, pienso que todos los del grupo cuando escuchábamos la palabra, de inmediato pensábamos en una escena donde una pareja jugaba juegos de cama y cuando el muchacho acariciaba a la chica, ella, en un momento prodigioso, decía (en buen comiteco): “¡Étaleay!”, lo que significaba que el muchacho había dado en el clavo, que ahí debía seguir acariciando, bien con el dedo o con la lengua. Porque, habrá que reconocerlo, los hombres no saben el punto exacto donde las muchachas sienten bonito. Sólo los amantes expertos poseen tal conocimiento y debe ser porque, después de muchos intentos, lograron determinar el sitio preciso, el lugar donde las comitecas pueden (deberían) decir: ¡Étaleay! La palabra étaleay es como el metrónomo para el músico, como el teodolito para el ingeniero, como la brújula para el expedicionario.
Posdata: “¿Acá?” “¡Étaleay!” “¡Étale hay!” “Ahí mero, sí, sí, ahí. ¡Oh, mi Dios! Qué rico.”