martes, 16 de enero de 2018

DE UN ÁRBOL A OTRO




Una vez soñé con ser crítico de cine. Pensé que era la mejor profesión del mundo. Vería películas todo el día. Iría a muestras y festivales en todo el mundo. Estos viajes tendrían incluido un plus: conocer a los grandes actores y actrices. ¡Ah, el glamur de Hollywood!
Años más tarde supe que también había otra profesión fascinante: la de crítico literario. Este oficio permitía leer mucho y acudir a ferias en todo el mundo. Estos viajes tendrían incluido el plus de conocer a los grandes escritores.
Supe entonces que la grandeza del primero estaba fincada en el trabajo de los segundos; es decir, la existencia del cine (del buen cine, por supuesto) tenía su cimiento en la existencia del guion literario.
El oficio del crítico de cine, como el del crítico literario, tenía como destino la palabra.
El crítico de cine hace todo lo que mencioné y, al final, se sienta frente a la computadora y escribe. Lo mismo hace el crítico literario: al final ¡escribe!
La palabra es la esencia de estas profesiones maravillosas, la palabra es el agua que sacia al sediento.
No hay película excelente sin un excelente guion. Cuando veo una entrevista a determinada diva, a veces escucho que ella comenta que se enamoró del guion en cuanto lo tuvo en la mano. Con ello está diciendo que el escritor logró seducirla de tal manera con su historia que descolgó el teléfono, llamó al director y dijo que le encantaría trabajar en su película.
Esto me llevó a pensar que el oficio más bello del mundo era el de escritor. Aunque en la realidad real el mundo no lo aprecie así, porque son más los millones y millones de espectadores que asisten al cine, que los millones que son lectores. La imagen se impone sobre la palabra; y sin embargo, la imagen inteligente de los grandes directores del cine sería nada sin el sustento de la palabra.
En la Biblia leemos que “En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Con esto queda dicho todo. Si el cine fuera más importante que la literatura, la Biblia hubiese dicho: “Y en el principio era la Imagen…”
Soñaba con ser crítico de cine o crítico literario. Veía a mi alrededor al albañil bajo el sol, al químico en la penumbra, veía a los médicos levantándose en la madrugada por una emergencia; los veía llenos de mezcla, de excremento expuesto al microscopio, llenos de sangre. Los veía y pensaba que eran oficios ingratos. Me encantaba pensar que viviría (ganaría dinero) viendo películas o leyendo libros, todo el día, todo el día.
En la Ciudad de México, en los años setenta, compraba el periódico deportivo “Esto”. No lo compraba para ver si las Chivas le habían ganado al Cruz Azul. ¡No! Compraba el “Esto” para leer la columna de Tomás Pérez Turrent, quien era un destacado crítico cinematográfico.
Luego, pasé a comprar revistas literarias y una tarde me topé con el nombre de Harold Bloom, considerado uno de los más grandes críticos literarios del mundo. Pasé, entonces, a buscar libros del tal Bloom y hallé lo que ya intuía: La literatura estaba por encima del cine. Mientras el cine era un mar inmenso, la literatura era apenas un cacho del universo. ¿Cómo era posible que un simple pedazo de universo dominara a la totalidad del mar? Supe que la literatura era como un iceberg, que mantiene oculta la mayor parte de su cuerpo (corpus).
Ahora, después de tantos sueños, advierto que llegué a los sesenta años sin cumplir ninguno de ambos. No vivo de la crítica literaria ni de la crítica cinematográfica. No obstante, sí soy (con mucho orgullo y gran satisfacción) un buen cinéfilo y un buen lector; es decir, ejerzo el oficio sin ser oficiante, sin pasar al siguiente peldaño, el que había soñado de joven. Veo cine y leo muchos libros, pero no voy a festivales, ni hago reseñas, ni por asomo conozco a los grandes directores, actores, actrices o escritores.
Ahora pienso que la maravilla del cine y de la literatura es que sus dones llegan a mí con la misma tranquilidad con que llega el sol a mi ventana. Sin necesidad de salir a casa tengo lo mejor de ambos mundos: ¡la palabra! Porque, sin la palabra no habría cine ni habría la alfombra roja ni habría el protocolo de los premios que tanto seducen a los espectadores de las pantallas televisivas.
Tomás Pérez Turrent y Harold Bloom fueron como lazarillos en el instante que era como un ciego. Desde entonces muchos ríos se han secado, pero mi parcela se humedece ya de manera autónoma. Pero, ¿qué habría sido el camino sin ellos, sin su palabra?