viernes, 19 de enero de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




El punto de atención de la fotografía es el dron. Acá hay muchos elementos, pero parecen diluirse ante ese objeto que, como mosca panteonera (de esas enormes), está suspendido frente a los dos muchachos y que llama la atención total de la mujer y del niño. A la mujer y al niño les llama la atención de tal manera que, literal, están con la boca abierta. El niño que comía algo dejó de hacerlo y señaló al objeto, dijo algo como: “Mirá, mamá, mirá”, y quedó callado porque no supo cómo definir eso que se define como “Vehículo aéreo no tripulado”.
Yo, como el niño y como la mujer, la primera vez que vi un dron quedé con la boca abierta. Aquel dron, igual que éste, llevaba una cámara integrada. Aquella vez bajé hasta el Cedro, para ver al grupo de comparsas que se preparaba para participar en la entrada de flores en honor a San Caralampio. Mi atención estaba puesta en el entorno: los disfrazados, los diablitos con sus matracas, los indígenas que cargaban atados de cohetes y de flores, los borrachos que estaban recargados en las paredes y, obnubilados, señalaban lo que pasaba frente a ellos. Mi atención, de igual manera que los demás espectadores, se centró en la bulla que emergió como una flor ruidosa: un grupo de caballerangos venía cabalgando sobre caballos flacos. Todos los jinetes llevaban cervezas en las manos y tenían sus rostros cubiertos con máscaras grotescas. Una niña que estaba abrazada por su papá comenzó a llorar. La mamá lo urgió a retirarse. Alcancé a oír lo que la mujer dijo: “Esto es un carnaval. Es una ofensa al padre Lampito”. Se retiraron. Su lugar pronto fue cubierto por dos mujeres que, ellas sí, aplaudieron el paso de los jinetes ya borrachos. Fue en ese instante cuando vi el dron. Como un pterodáctilo contemporáneo volaba por encima de los jinetes, iba y venía con una precisión que me sorprendió. Descubrí que en la panza del chunche volador iba una cámara que registraba los hechos de esa entrada de flores. Pensé qué lejos estaban los tiempos en que Franz Bloom llegó a Comitán y grabó un festejo similar, con cámaras pesadísimas y en rollos blanco y negro. Una vez que mi sorpresa amainó busqué con afán al hombre o mujer que controlaba el aparatejo. Más que el prodigio del vuelo llamó mi atención la idea de observar qué hacia el controlador para hacer que el chunche se desplazara con tal exactitud. El dron se elevaba, bajaba en caída libre y antes de chocar contra el piso volvía a levantarse. ¿Qué mano lograba tal rigor?
Pensé en ese momento que me equivocaba de cabo a rabo: En lugar de apreciar la entrada de flores estaba perdiendo mi tiempo en una búsqueda equivocada. Pensé que por ver un árbol dejaba olvidado el bosque maravilloso que se abría como flor frente a mis ojos. Como si moviera mis manos frente a mis ojos para espantar la mosca gigante enfoqué mi visión en otro lugar, uno donde un grupo de personas caminaba detrás de una camioneta con redila que llevaba una marimba y un par de ejecutantes. Dos personas cargaban en una parihuela la imagen del santo llena de flores frescas.
El dron del parque era más pequeño. Imaginé el tamaño de la cámara. Pensé en el milagro japonés electrónico que realiza miniaturas sorprendentes. Acá no había más que el dron. Así lo atestiguan las miradas de la mujer y del niño. Lo que está alrededor son elementos cotidianos: las carpas que afean el parque, las parejas que, sentados en los bordes de las jardineras, formulan futuros conjuntos. La tarde estaba gris, pero el dron parecía ser un foco de luz que llamaba la atención de todos los peatones y de quienes estábamos sentados por ahí.
Acá el dron está suspendido en el aire, pero el muchacho del tutz en el cabello lo controla con un aparato minúsculo también. El controlador, de igual manera que el anónimo e incógnito de la entrada de flores, lo elevaba, lo conducía a la izquierda, a la derecha, de nuevo hacia abajo en caída libre. ¡Que se detenga!, ordenaba con su mano y el aparato lo obedecía tal como acá se observa. Acá, el dron está suspendido en el aire frente a ellos, espera la orden para levantar el vuelo y hacer las tomas sorprendentes que ahora se logran con estas cámaras.
Los dos muchachos están con la boca cerrada, porque para ellos el prodigio del dron se ha vuelto cotidiano. Las miradas de la mujer y del niño son de antología. Quede acá para documentar cómo hay dos mundos que, de vez en vez, se dan la mano.
Yo, igual que la mujer y el niño, quedé con la boca abierta la vez primera que vi un dron. Igual que ellos abrí la boca la tarde del parque. Pido a todos los dioses que siga siendo así cada vez que vea un dron. Pido que nunca olvide que el prodigio de la vida está en el asombro ante lo cotidiano.