sábado, 3 de marzo de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA EL CUENTO DE SAN JOSÉ




Querida Mariana: San José es un santo afectuoso. Cuando veo un cuadro donde él aparece un lazo de simpatía me circunda. No sé bien la historia, pero cuando nació Jesús (su hijo) él ya no se cocía al primer hervor, se ve que es un señor ya de edad avanzada. A mí me provoca ternura ver cómo sostiene una flor blanca en una de sus manos. La tía Elena dice que esa flor, en Comitán, se llama Flor de San José; bueno, debe llamarse así desde que el santo la sostuvo entre sus manos.
En Comitán, como en muchos pueblos del mundo, existe un templo dedicado al santo. Todos los comitecos sostienen que es el templo más bonito de la ciudad y cuando vienen forasteros lo chentean. Como en el pueblo andamos escasos de maravillas arquitectónicas, es comprensible entender que este templo sea considerado la joyita. Los demás templos son muy modestos, no tienen muchos elementos arquitectónicos para presumir. ¿Cuál es la riqueza del templo de San José? Pues no hay mucha tela de dónde cortar: Tiene una sola nave y una capilla breve. Tal vez lo más relevante es su interior que es como una decoración de pastel de quinceañera, su enorme cúpula y su fachada que tiene dos torres simpáticas. Los que saben dicen que es de estilo Neogótico y tal vez esto nos hace pensar en que es como una décima parte, por ejemplo, de la Catedral de Milán, en Italia, que es gótica ciento por ciento.
Si algún turista viniera sólo para conocer la arquitectura de Chiapas e hiciera una ligera comparación hallaría que el Templo de Santo Domingo, de San Cristóbal de Las Casas, es tres veces y media más hermoso que el modesto templo de San José. Tal vez el consuelo que nos queda es el de que ningún templo de Tuxtla es más bonito que el comiteco de San José. Tuxtla (ya lo hemos comentado) sigue siendo la ciudad chata que Rosario Castellanos vio.
Los comitecos pudientes tienen tres modos de celebrar los matrimonios de sus hijos: solicitan permiso al Obispo para que la ceremonia se desarrolle en sus fincas y haciendas, en un ambiente campirano, donde los chalequeros estén ausentes; van a Huatulco o a Cancún, para aprovechar que la ceremonia civil se realice en la playa; o se casan en el templo de San José, el más bonito de la ciudad.
Los otros templos son, digamos, muy comunes. Los más importantes, en tamaño y jerarquía; es decir, el templo de Santo Domingo, el de San Sebastián, el de Yalchivol, el de San Caralampio, el de la Colonia Miguel Alemán y el de Guadalupe cumplen su misión evangélica, pero nadie, nadie, queda con la baba viendo hacia el cielo como sí ocurre en templos magníficos de otras ciudades, del país y del mundo. He sido testigo, por ejemplo, de cómo las personas se sienten arrobadas cuando entran, por ejemplo, al templo de Santo Domingo o el de Tonantzintla, en Puebla, que son templos barrocos. La riqueza ornamental es de tal magnificencia que la gente se sublima ante tanta belleza. En Comitán, los fieles y ajenos ponen cara de “Está bonito, pero no más”. Pero, cuando alguien, en la parte alta de la ciudad ve el perfil del templo se llena de luz, porque ese perfil es el rostro más bonito del cielo.
Pero, sí debo decir que cuando fui niño (antes que el mundo me dijera que existe la Capilla Sixtina, por ejemplo) me emocioné ante la belleza del interior del templo de San José. El templo quedaba a dos cuadras de la escuela primaria Fray Matías de Córdova y, un grupo de amigos, cuando salíamos de clase, caminábamos por la calle del templo y ¡entrábamos! Era como una manda, lo hacíamos a diario. Si en España las personas recorren el Camino de Santiago o los musulmanes a La Meca, los tres o cuatro amigos íbamos a San José (el templo más bonito de nuestra ciudad). No me preguntés en qué momento comenzamos a hacer esa peregrinación, porque no sé decirlo con precisión. Algún día, tal vez, pasamos por ahí y a uno de nosotros se le ocurrió decir que entráramos. Tomá en cuenta que salíamos de la escuela a las dos de la tarde, así que entrábamos al templo como a las dos y diez, cargando nuestras mochilas. Tal vez lo que nos sedujo fue la calma y tranquilidad del interior. A esa hora sólo estaba la mujer que cuidaba el templo, ella dormitaba en una banca. La primera vez que entramos, ella despertó y preguntó qué queríamos. Al hablar se cubrió la boca con un chal, tal vez para disimular la baba. Nosotros dijimos que íbamos a rezar, caminamos por el pasillo central, nos hincamos en uno de los reclinatorios generales y dejamos nuestras mochilas. Quedamos en silencio, fundiéndonos en el silencio de un templo, a las dos y quince de la tarde. Nos persignamos e hicimos como que rezábamos, porque no rezábamos. La risa nos fue ganando poco a poco, fue como si fuésemos vacas y el bolo alimenticio subiera hasta nuestras bocas. Nos tapamos para que nuestra risa no interrumpiera ese bloque macizo silencioso. El ruido de afuera, los gritos de la calle, los pocos autos de entonces y los pasos de los caminantes, habían quedado afuera. El interior del templo era como una burbuja llena de vacío, lugar donde el ruido no tenía cabida. Las risas se fueron intensificando, de tal manera que comenzaron a salir por los intersticios de nuestros dedos, salían como gusanos alebrestados. Oímos unos pasos a nuestras espaldas, sabíamos que provenían de los zapatos de la mujer cuidadora. Eduardo no aguantó la risa, tomó su mochila y salió corriendo. Los demás permanecimos hincados. La mujer se acercó y nos recomendó que tuviéramos respeto por la casa de Dios y se sentó en una banca paralela a la nuestra. Nosotros hicimos lo mismo y Armando dijo que sí, que estábamos siendo respetuosos y le preguntó algo que no recuerdo, pero que hizo que la mujer sonriera. Dijo que sí, a lo que haya sido la pregunta y dijo que volviéramos a hincarnos. Ahí supimos que Armando había dicho algo acerca del rezo. La mujer se hincó, se persignó y comenzó a rezar: “Padre nuestro que estás en el…”, y nosotros la seguimos. ¡Dios mío! Si nuestros papás lo hubieran visto no lo habrían creído. Sus hijos rezando el padre nuestro ¡a las dos y cuarto del día!, bien formalitos, mientras los demás niños de nuestra edad, ¡quién sabe qué travesuras hacían en los sitios de las casas!
A partir de ese día, tomamos la costumbre de acudir al templo a la salida de clases. No pensés que nos había tocado el Espíritu Santo y habíamos tenido una visión divina que había cambiado nuestra personalidad mundana. ¡No! Era parte de un juego. Nos divertía desacralizar ese espacio. Nos gustaba hincarnos y esperar a que ese insecto llamado risa subiera por nuestra garganta y saliera por nuestras bocas. Reíamos tapándonos las bocas con nuestras manos. Ese simple juego era irresistible, sabíamos que el templo exigía el silencio total, el respeto supremo y nosotros, niños traviesos, infringíamos las reglas divinas. Lo hacíamos en el silencio total de las dos y cuarto de la tarde, hora en que nadie, o casi nadie, llega a rezar al templo, la mayoría de personas está orando en los templos de las cocinas y de los comedores.
En dos ocasiones, la mujer cuidadora (que se había vuelto nuestra conocida) se acercó a decirnos que si seguíamos interrumpiendo el silencio divino ya no iba a dejarnos entrar al templo, pero Armando le recordaba que Jesús había dicho: “Dejad que los niños se acerquen a mí” y la había dejado muda. ¿De dónde había sacado eso Armando? Nos dijo que de sus clases de doctrina, que le impartía doña Estercita. En realidad eso funcionaba a la perfección, porque la cuidadora (en ese momento ya sabíamos que se llamaba Adriana) sonreía y se alejaba diciendo, en voz baja: “Ay, estos niños, estos niños…”
A mí me encantaba ver un cuadro pintado por el maestro Güero (En ese momento no sabía quién era, pero lo supe ya en secundaria, cuando en el Colegio Mariano N. Ruiz, fue mi maestro de Dibujo y de Física, y supe que había sido amigo íntimo de Rosario Castellanos y que era un pintor excelente y que él había pintado la mayoría de cuadros que estaban colgados en el templo de Santo Domingo, y, de manera particular, ese cuadro que estaba en San José.)
Cuando, muchos años después, me maravillé ante un libro que mostraba ilustraciones de la Capilla Sixtina, pensé que nunca había estado tan cerca del arte como cuando estuve frente al cuadro pintado por el maestro Güero, en el modesto, modestísimo templo de San José, en Comitán (Y digo modestísimo, porque dicho templo, no puede compararse con el boato que existe en el Vaticano). Pero, lo vivido en San José nos marcó para siempre. No acudo a misas, porque no soporto las multitudes. Me encanta entrar a los templos a la hora que están casi vacíos, a la hora en que el silencio es como la mano de Dios que cubre a sus hijos. Ese silencio invita a la meditación, a orar, a unirse al mutismo con que Dios nos habla.
Posdata: Nos daba risa. Éramos niños. Jugábamos. Jugando entendimos que, más que en la muchedumbre, la sonrisa de Dios está en el silencio.