domingo, 4 de marzo de 2018

DEFINICIÓN DE SOBRE




El tío Arsenio jugaba: “¿El sobre? El sobre está debajo del archivador que está sobre el escritorio”. Cuando lo decía, decía que eso era la Polisemia y pronunciaba la palabra con tal fervor que parecía que entonaba una estrofa del Himno Nacional.
El tío Arsenio era comiteco. Por eso, además de ese juego de polisemia, a Rosendo le puso el apodo de “El sobres”, no porque Rosendo trabajara en esa institución que sobrevive de puro milagro y que se llama Correos de México, sino porque le gustaba coleccionar sobres, sobres que hacía de papel periódico. Una vez le pregunté a Rosendo cómo inició su afición y me dijo que había crecido entre sobres, porque su papá también había sido cartero.
Cuando Rosendo se enteró que el tío Arsenio le había puesto el apodo fue a su casa, tocó la puerta con una piedra y cuando apareció el tío, Rosendo le reclamó airado, le dijo que su papá le había puesto un nombre y que no permitiría que él se burlara. El tío logró calmar la furia de Rosendo y juró no difundir el apodo, que, viéndolo bien, no era más que un reconocimiento a su pasatiempo.
Pero en una ocasión Rosendo sí explotó, aun cuando luego debió reconocer que no tenía razón. Entró a dar clases a una escuela preparatoria particular, una vez que ya se había jubilado de su trabajo en Correos. El primer día hizo su formal presentación, dijo su nombre, precedido por su título de Licenciado en Historia, de la UNAM, y luego pidió que cada uno de los alumnos se pusiera de pie (eran diez muchachos, todos varones) y dijera su nombre en voz alta. Los alumnos cumplieron el protocolo, cada uno con su personalidad. Cuando le tocó el turno a Armando Ortiz Corona, al término de su nombre agregó: Y me dicen “El Caite”. Sus compañeros celebraron la ocurrencia, momento en que el licenciado Rosendo Aguilar aprovechó para hablar de la importancia del nombre propio y del desatino que resulta emplear sobrenombres para nombrar a las personas. En un momento de su alocución dijo: “Hasta la piedra es nombrada con su nombre propio. Usar apodos es rebajar a la persona a menos que piedra”. Vio que los muchachos asentían, como si estuviesen convencidos de su mensaje. El maestro regresó a su escritorio, abrió un libro y buscó un plumón para copiar una cita en el pizarrón. No halló el plumón, entonces, se dirigió a Armando, porque a pesar de que había dicho el apodo, le resultó un muchacho agradable, simpático y desenfadado: “Armando, ¿puedes ir a la dirección a pedir un plumón?”. Armando se paró y dijo: “¡Sobres!”. El rostro de Rosendo se transformó, pasó del color carne normal al color carne de carnicería llena de sangre. Todo su mensaje se quebró como se quiebran los vasos en las cantinas a la hora que ya todos están borrachos. “¡Siéntate!”, le ordenó a Armando, quien acató la orden, pero con la misma confusión que atenazaba a sus compañeros. ¿Qué había pasado? Rosendo no sabía, no tenía por qué saberlo, que los muchachos de ahora usan la palabra ¡Sobres!, como sinónimo del Sí afirmativo, como sinónimo de ¡Sábanas!, o de ¡Simón!
El tío Arsenio jugaba con la palabra Sobre, de igual manera que los jóvenes actuales. “Y qué, ¿le hiciste el amor?”. ¡Sobres! “Ay, pobre de ella, tuvo que resistir tus noventa y dos kilotes. Para la otra le conviene que vos estés debajo”.